Dos textos inéditos de José María Pallaoro
AL PIE DE ESTOS DÍAS
El humo de la lluvia disipa los colores primeros de la mañana. Es un extraño estado, un despertar camaleónico. La piel del perro, la piel de la gata, no dejan mojar el césped. Fuera de ellos todo es tierra, augurio de mejores tardes. Una risa blanca, sedosa, distante, entorpece el silencio abrumador de los cadáveres quietos. Respiran, ahora de manera visual, sus pechos se hunden, aspiran, se hinchan, expiran, y yacen como siempre frente a la pantalla inhumana. No es la hora aún de correr los muebles. Es necesario dejar la puerta abierta hasta sentir los primeros vientos.
Y la lluvia por fin llegó. Y bebimos. Y cantamos. Y ebrios de un malestar bello, nos arrojamos al pozo, hasta que la noche nos cubrió de luces. Y cerramos los ojos. No los volvimos a abrir.
Al principio no podía tenerle miedo, no sabía qué era, dónde ubicar su espectro, en qué casillero de la mente. Así que lo ignoré. Hice las cosas como siempre, nada fuera de la línea de vacío. Me afeité muchas veces, demasiadas, desde ese día o noche o apagón de agua. Un día desperté, la línea ya no estaba, y mi piel se sumergió otra vez.
Los días fueron terribles. Las mujeres y los hombres abandonaban a sus niños, cruzaron la autopista hacia el lado del río. El lloro como el ulular de una sirena que se fue perdiendo o ahogando hasta quedar seco. Nadie recuerda qué pasó después.
La primera vez que escuché ese disco creo que tenía nueve años, o diez, como mucho. Esto fue por 19.. , cuando mis padres aún estaban vivos. Habrá sido fuerte mi impresión, o de suma extrañeza, o de aburrimiento, aunque es difícil a esa edad. No quiero entrar en estas cuestiones, cada uno sabe o desea saber cómo fue en esos días. Lo cierto es que escuché ese disco en el viejo combinado de casa. Lo ponía una y otra vez, me tiraba al piso, las baldosas frescas, ahora lo recuerdo, todo nuevo, nada en desuso, el descubrir de la araña del techo, colgando de un cielo abierto.
Con los viejos amigos del teatro de máscaras nos proveímos de latas, plásticos y sogas. Fuimos a la playa al atardecer. Encendimos el fuego con ramas y hojas que juntamos desde el edificio de alto hasta los primeros peldaños de arena. No había nada para beber. Nos quedamos en silencio toda la noche, algunos mirando las aguas quietas, duras. Otros, unos pocos, boca abajo, aplastados, como moscas, en la negra arena.
La historia carece de complejidad. En un cuadro realista de estos días, un perro aúlla. A lo lejos, en el fondo, no hay nada, no hay nadie. Y recuerdo cuando éramos lobos, cuando respirábamos algo parecido a la vida.
Dentro de la olla el agua comienza a hervir. Apago la hornalla, dejo caer el papel picado que recogí durante el último año.
La importancia de las cosas radica en buen desayuno, almuerzo y cena. Eso nos nutre, y nos deja estar tirados en el sofá a lo largo y ancho de los días.
SIMETRÍAS
—¿Puedo besarte? —Esas cosas no se preguntan. Antes te regalé una piedra oscura, del mar de un jardín de palabras infinitas. Antes cortaste queso y pan y abriste el vino y nuestras copas se llenaron. Antes te preocupaste por las papas y la carne que aún esperan la última horneada. Antes ordenaste la mesa con platos y cubiertos y servilletas, y cenamos. Antes pusiste música desde la computadora portátil. Suave, fértil, ondulante. Antes jugué con una pelotita, y Emma la traía una y otra vez, hasta que se cansó de mí, y se entregó a tus ojos. Antes te pedí si podías bajar una de las luces. Antes nos recostamos en el sofá, y mi mano buscó la tuya, y se acariciaron un largo, largo, instante. Después del antes caminamos hacia la habitación. —Desvestíme—, dijiste, y así lo hice, despacio, para no lastimarte, para sentirte pegada a mí. Después del antes los labios se abrieron y tus pechos y tus piernas se dejaron acariciar, y un gemido y otro, sonaron deliciosos a la espera. Después del antes hubo algunas palabras, innecesarias, inútiles, vanas. Después del antes y ya con el desabillé, erguida sobre la cama, fumaste un cigarrillo. Después del antes me vestí, me acompañaste hasta la puerta, te preocupaste por el frío exterior que del otro me encargo yo. Después del antes te pedí sostuvieras mi sombrero, mi valija, mi saco. Después del antes te pedí mi saco y me lo puse y mi sombrero y me lo puse y mi valija. Y salí, a la madrugada, al ahora del baúl abierto, y nada empieza de nuevo en el preguntarte otra vez. —¿Puedo besarte?
JOSÉ MARÍA PALLAORO (City Bell / La Plata, 1959). Dirigió la revista de poesía El espiniyo. Publicó plaquetas, cuadernos y una decena de libros de poemas. Últimos títulos editados: Basuritas (2010), Setenta y 4 (2011), 33 papelitos y una mora horizontal (publicado en Suplemento Letras del diario Diagonales, 26 de noviembre de 2011; edición en libro, 2012), Una medida adecuada a todo (2012), Son dos los que danzan (primera edición 2005; reedición ampliada 2012), Una piedra haciendo patito (2013), Sono due quelli che danzano / Ples v dvoje (edición bilingüe de Son dos los que danzan; traducción al italiano por Ana Cecilia Prenz Kopušar y al esloveno por Marko Kravos y A. C. Prenz Kopušar, editado por Mediterránea, Centro di Studi Inerculturali, Dipartimento di Studi Umanistici, Università di Trieste, Italia, 2013) y El flautista de City Bell (2015). En la actualidad, escribe para medios gráficos y virtuales, coordina en City Bell un taller de escritura y el Espacio Cultural La Poesía. Administra varios blogs literarios, entre otros: Poesía La Plata y Aromito, y uno personal: Los ojos. Correo-e: jmpallaoro@gmail.com