Una palabra, entre la trivialidad y el abismo
Una palabra se le ha quedado atravesada a nuestra febril trama política. Esa inquietante palabra puede sonar en bocas que tanto han insistido en evitarla. Puede, incluso, resonar en un universal que insiste, con rastrero oportunismo, en lo que “todos somos”. En la trivialidad de la “comunicación”, hay quienes -habiendo prestado su escritura a las peores ideologías de la historia- agitan ahora el término con aire virtuoso para atentar contra la estabilidad del gobierno nacional. Hay quienes, en cambio, hallan necesario llamar a su definición aclarando que, si bien les atañe, el “origen” que la palabra connota no afecta su condición de argentinos ni su carácter de ciudadanos probos. Esa áspera palabra atravesada en nuestra trama política es Judío.
Por Perla Sneh*
(para La Tecl@ Eñe)
Nubes de palabras usadas, ¿qué lluvia van a dar?
Elías Canetti
Áspera, inquietante, una palabra se le ha quedado atravesada a nuestra febril trama política. Disimulada entre bambalinas, puede, sin embargo, saltarnos a la cara en medio de una investigación que, por momentos, toma visos de ordalía. Puede sonar en bocas –y plumas- que tanto han insistido en evitarla. Puede, incluso, resonar –ridícula, si no delirante- en un universal que insiste, con rastrero oportunismo, en lo que “todos somos”. Puede tanto suprimírsela como utilizársela impunemente en una confrontación que, digámoslo desde ya, la excede. Pero no nos demoremos en pronunciarla –y no por argumentarla, sino por no renunciar a decidir qué palabras usamos-: judío.
En la trivialidad de la “comunicación”, hay quienes -habiendo prestado su escritura a las peores ideologías de la historia- agitan ahora el término con aire virtuoso para atentar contra la estabilidad del gobierno nacional. Hay quienes, en cambio, hallan necesario llamar a su definición aclarando –como si hiciera falta- que, si bien les atañe, el “origen” que la palabra connota no afecta su condición de argentinos ni su carácter de ciudadanos probos. El afán aclaratorio es tanto más curioso cuanto que innecesario, ya que es exactamente eso lo que dice la ley correspondiente.
Hay otros –por suerte, por ahora, los menos- que, preservando tradiciones argentinas más bien deplorables, arrojan la palabra como injuria en ominosos carteles que proclaman que sólo su supresión es prueba suficiente de su bondad. A esto se agregan algunos sucesos: esvásticas enlodando las paredes de una que otra ciudad bonaerense; violentos ataques en una localidad del sur; profanación de tumbas en el norte. Pequeños episodios, es cierto; aunque, puestos en fila, no dejan de estremecer.
Pero más aún estremece el hecho que intelectuales de nota, cuyos sentimientos nunca antes se vieron conmovidos por lo que, en fecha reciente, un Juez de la Nación llamó el mal absoluto antisemita que arrasó con 85 familias argentinas, recién ahora, ante los trágicos eventos actuales, se acuerden de incluir en sus reflexiones hechos como los atentados -a la Embajada de Israel y a la AMIA- y la judeofobia. Hubo, ante esos mismos intelectuales, quien se arrogó el derecho a cuestionar que “los símbolos permanentes de ellos [sic]” se vean en “nuestros barrios”; que en “nuestras ciudades, en nuestras calles” haya escuelas que enseñan “ese horror como positivo”. Estas frases –citadas en su literalidad- fueron dichas en el mismo ámbito donde la denuncia explícita del burdo antisemitismo de un conocido dirigente -menor pero de indiscutible peso- no halló el más mínimo eco.
Es cierto: también estos son episodios pequeños; ninguno es en sí mismo decisivo. Sin embargo, si los ponemos en línea con la proliferación de determinadas expresiones -“encubrimiento”, “autoatentado”; “conspiración”; “servicios”; “inteligencia”, “banca internacional”, “Mossad” (ni qué hablar de ciertas representaciones gráficas, donde no faltan narices ganchudas ni colmillos afilados)- las cosas cambian. La abundancia de comillas habla no sólo de la degradación de nuestra lengua política, sino de un cuadro que se va conformando, pincelada por pincelada. Y no son pocos los que de esto concluyen que la Argentina –que en efecto, participa de una escena compleja en un mundo en estado de realineamiento- se halla en la mira de una conjura, quizás la más fabulosa de la historia; una conjura pergeñada por el más insidioso y ubicuo de los enemigos, un enemigo nos sólo “internacional”, sino mundial, absoluto, total.
Y aquí, de pronto, surge la fórmula salvadora para el orador progresista: judío –término tan incómodo de invocar después de la Shoah- puede ahora sustituirse por sionista, palabra que, sin reparos, puede considerarse la más vil. “Sionista” viene a servir de pequeño milagro lingüístico que permite partir aguas entre justos y pecadores. Porque si judío es la víctima del atentado (pero que quede claro: sólo puede ser eso, víctima), sionista, en cambio, es un culpable absoluto, siempre y sin atenuantes.
O víctima o culpable: una trampa, una verdadera trampa.
La angustia que esta trampa provoca bien puede explicar más de un pronunciamiento en un escenario inédito donde las derechas más rancias pretenden “dilucidar la verdad” del atentado a la AMIA, mientras que las corrientes populares no hallan objeción en reproducir discursos que llaman a la muerte de los judíos por el solo hecho de serlo (remedando expresiones que proliferan en una Europa que, menos pudorosa, no teme vociferar abiertamente “muerte a los judíos”). Que sean meramente los “sionistas” los que deben desaparecer del mapa parece serenar toda inquietud humanista.
No pienso dar ejemplos; quien quiera indagar, que se moleste y busque, lea, escuche. Subrayo tan solo que ese pequeño trámite de sustitución, al reducir toda política al turbio oficio de igualar el término sionista con lo peor, suprime toda posibilidad de palabra, discusión o debate.
Quizás esto explica la premura de algunos por aclarar el compromiso con su país, compromiso que, supuestamente, los haría insospechables de relación alguna con la palabra maldita, inventando –a sabiendas o no- un nuevo modo del marranismo. Quizás también explique por qué otros se apuran a declarar que “los judíos tenemos la culpa”, frase que, históricamente, solía formularse de otro modo: los judíos vivimos en el error. Un error que tanto entonces como ahora puede ser enmendado; pero los tiempos cambian así que, por favor, dígannos qué tenemos que hacer ahora, judíos que somos, para que no nos confundan los otros, los réprobos, los impenitentes, los pecadores. ¿Cómo podemos colaborar con ese universalismo abstracto que nuestra sola existencia parece amenazar?
Difícil, muy difícil, es describir la violencia en juego. Pero si “sionista” es lo peor (nazi, enemigo absoluto, conspirador) y toda palabra queda sepultada, ya nada puede responderse a eso. Sólo cabe denunciarlo y alejarse; señalar esa violencia y retirarnos sin dejar que nos salpique. Por eso, en ese punto, nada hay que decir, nada que agregar.
Sin embargo es preciso hacer una diferencia entre denunciar esa violencia y sostener una posición política. En cuanto a ésta última, algunos, cuya conversación me enriquece, conocen la mía. A otros, aquellos que para hablar primero exigen documentos, no me interesa contárselas. Pocos son entonces los interlocutores
.
Pero hasta en el desierto se escuchan los gritos. Son muchos los que vociferan, acusan, querellan, incriminan. Tanto grito parece estar a la pesca de algo, quizás esa figura –esa palabra- que, como decía Viñas, alude a un índice acusador en prolongación de un brazo crispado: él, el indiscutido, el infaltable, el traidor. Algunos –borgianos- dirán: el héroe. Otros, quizás pensando en algún foro de emancipación e igualdad, dirán: Judas. Digamos, en cambio, Dreyfus, que es como Judas pero más republicano.
No, no se trata de recapitular la historia ni de homologar personajes, podríamos hacerlo pero quiero aquí tan solo recordar unas palabras de Zolá: …encubrir los crímenes era ir hacia el abismo. Y las quiero recordar precisamente porque, a pesar del propio Zola, esa marcha no se detuvo: los culpables nunca fueron perseguidos; los archivos fueron preservados de toda investigación y, finalmente, destruidos; Dreyfus solo fue rehabilitado por una decisión externa al sistema judicial y el resto de su vida y la de su familia fue un suplicio[1].
Judío: No pretendo definir la palabra pero no quiero renunciar a decir que el modo de hacer mío ese nombre no es el de quienes encuentran necesario aclarar que su “origen” no les impide estar “comprometidos con su país de nacimiento” –con lo cual se sacuden de encima la palabra maldita-; tampoco es el de quienes hallan propicio invitar a oscuros personajes a sus cenas de año nuevo. Ni siquiera hallo necesario discutir aquí la historia del sionismo, movimiento de autodeterminación nacional del pueblo judío, su complejidad, sus diversas corrientes, sus aciertos y desaciertos.
Solo quiero decir que acabo de reparar en la fecha: 31 de marzo. Hace exactamente quinientos veintidós años se firmó, en la lengua que hablamos, un conocido decreto. Los argentinos –latinoamericanos que somos, judíos o no- heredamos tanto el decreto como la lengua en la que fue escrito. Con esa lengua hemos crecido, batallado, ganado y perdido, entre la trivialidad y el abismo. Es en esa lengua que escribo una vez más la palabra judío, no para explicarla, defenderla, juzgarla ni repararla. Tan solo para, una vez más, decirla mía.
31 de marzo, 2015
*Psicoanalista, escritora. Doctora en Ciencias Sociales (UBA); Investigadora del CEG (UNTREF)
[1] Si bien en 1898 se probó tanto la falsedad de la documentación acusatoria como la culpabilidad del Mayor Estherhazy, en un nuevo juicio, Dreyfus volvió a ser declarado culpable aunque, absurdamente, bajo el lema de "circunstancias atenuantes", lo que permitió cambiar la sentencia de cadena perpetua a diez años, la mitad de los cuales ya había cumplido. En 1899, el Congreso, buscando "la reconciliación nacional" decidió -con 428 votos contra 54- otorgarle "el perdón" y, con ello, "cerrar para siempre el caso". Se destruyeron los archivos con el fin de borrar la evidencia y, aunque Dreyfus logró en 1906 su rehabilitación, debió dedicar el resto de sus días a probar su inocencia y a restablecer su buen nombre. Durante y después de la tragedia, el trato a los Dreyfus fue denigrante. Les era muy difícil encontrar un hogar en donde el dueño y los inquilinos estuvieran dispuestos a aceptarlos. Las turbas callejeras convirtieron el acoso en un popular deporte urbano y los Dreyfus tuvieron que vivir rodeados de letreros hostiles. Drumont se encargaba de publicar las nuevas direcciones de la familia, instando a los vecinos a que "desinfectasen" ciertos departamentos, refiriéndose al capitán como "el gran pedazo de suciedad". Girard, fundador del periódico L´Action Nationale, se dedicó a vigilar y consignar cada paso que daban. La noche anterior al sepelio de Zola, en 1902, L´Intransigeant llamó a atacar a Dreyfus en el entierro. Dreyfus estuvo allí y escuchó los gritos de más de 200 manifestantes que exigían su muerte. En noviembre de 1943, su nieta Madeleine fue deportada al campo de Drancy desde donde partió, junto a tantos otros, rumbo a Auschwitz.
Lasar Segall - "Vagabundos eternos"