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La fama de nuestros muertos

La muerte de un ser vinculado a un mayor o menor grado de exposición pública puede servir para el ocultamiento de sucesos de resonancia política. La muerte de Carlos Gardel fue utilizada para distraer a la población de los escándalos de corrupción durante la década infame. La muerte de otro Carlos, hijo de un presidente que reactualizó el credo neoliberal, desplegó una empatía piadosa que tornó borrosa la dramática “revolución conservadora” que finalizó con la crisis de 2001. La muerte de un fiscal obsesionado por la fama dio inicio a una ofensiva descarnada de sectores del poder judicial vinculados al encubrimiento de delitos de lesa humanidad, como lo son el atentado terrorista a la AMIA y las ejecuciones de detenidos en La Tablada.  

 

 

Por Juan Strocovsky*

 

(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Carlos Nine

El día que arribó el cadáver repatriado de Carlos Gardel, una multitud lo recibió con un fervor inusitado que ocultaba las denuncias de corrupción realizadas por Lisandro De La Torre al gobierno de Agustín P. Justo.  La muerte de Gardel generó un cúmulo de hipótesis: guerra entre compañías de aviación, disparos por rencillas de polleras o condiciones climatológicas adversas; pero hasta el día de hoy se desconoce la causa del trágico accidente.  Lo que sí puede afirmarse, es que la fama del muerto sirvió para mantener a la opinión pública distraída en asuntos ajenos a los graves problemas socioeconómicos de esa década infame. El cadáver de Gardel era la venda que envolvía los ojos del pueblo y que servía para oxigenar a los conservadores golpistas. Pero no sólo sirvió para ocultar la corrupción imperante sino que también tapó los ecos de la gran huelga general de enero de 1936, que dejó centenares de muertos por la represión.

 

Casi sesenta años después de la muerte de Carlos Gardel, otra catástrofe aérea, esta vez en tierras argentinas y cuyo muerto, casualmente también se llamaba “Carlos”, sacude a la sociedad entera. La fama del muerto ya no se expresa en una popularidad ganada por el arte, sino que lo hace a través de la farándula y de su apego a la veneración de la velocidad y el vértigo que su padre le había infligido al pueblo trabajador, cuyas luchas resurgirían justo un año después, en el lejano pueblo patagónico de Cutralcó. Los enigmas acerca de la muerte del hijo del sultán Menem, aún hoy, como los de la muerte de Gardel, siguen esperando la aparición de algún Auguste Dupin que se les anime.

 

Muerte mafiosa, venganza por incumplimiento de pactos preelectorales del 89, la muerte del sonriente Carlitos junior, pone un manto de oscuridad sobre los manejos turbios del poder y acelera un sentimiento de piedad inmerecida para quien se había ocupado de liquidar los sueños de millones de argentinos en 6 años de gobierno y producir el más feroz proceso de redistribución de ingresos hacia los sectores conservadores, cuyos miembros seguramente contaban con algún pariente lejano en el gobierno de Justo. Tengamos en cuenta la sordera temporal que le aquejara recientemente a Federico Pinedo, nieto del ministro de hacienda de Justo, cuando se le pidiera opinión sobre los panegíricos macristas de Cavallo, el ex funcionario de cuanta dictadura cívico-militar o gobierno de derecha medrara sobre la patria.

 

Hoy, casi 20 años después de la muerte de Carlitos Menem junior y a 80 de la muerte de Carlos Gardel, un nuevo muerto, esta vez encaramado en los aires de las torres de barro de la justicia federal argentina, vuelve a servir de entretenimiento y de manto de olvido de los reales problemas de la sociedad argentina. Ya llevamos 3 meses de zozobra social y buena parte de la vida de millones de argentinos ya no es entendible sin consumir las últimas novedades sobre el caso Nisman.

 

Resulta imprescindible que nos detengamos para pensar en qué se sustenta la fama del muerto, obtenida en esta circunstancia con posterioridad a su deceso. Desde un punto de vista del reconocimiento social, Nisman era un desconocido. Un oscuro fiscal que reemplazó al juez y los fiscales que llevaron la causa AMIA al callejón del encubrimiento y que salía indemne de la borrasca que arrastró a la ignominia a sus colegas. Un hecho fortuito lo llevó a ocupar el trono de fiscal de fiscales. La eclosión popular de diciembre del 2001, le puso fin a la revolución conservadora de los 90 y todo acontecimiento subsiguiente iba a estar indefectiblemente ligado a los estallidos populares que cerraron un ciclo.

 

La inercia política tardo en darse cuenta del cambio social y tuvieron que pasar algunos años hasta que el kirchnerismo se hiciera cargo de las demandas de diciembre del 2001. Se iniciaba una era de pugna con el orden conservador, cuya justicia federal colaboracionista con la etapa más negra de la Argentina, no se iba a rendir tan fácilmente ante el nuevo estado de situación. Era en ese marco institucional, en el que un juez como Galeano, que se había ocupado de encubrir la causa AMIA durante 7 años, imputando a falsos terroristas locales que finalmente fueran puestos en libertad en el 2001, era destituido recién en septiembre del 2005, acusado del peor de los delitos para un magistrado que es el de encubrimiento.

 

Repasando la vida del fiscal a través de la lectura de la excelente e imprescindible investigación de Budassi y Fidanza publicada en la revista Anfibia, llegamos a la conclusión de que Nisman anhelaba la fama que le era esquiva, sin cejar un segundo en su lucha por el poder en la justicia federal, gobernado por el orden conservador y cuasi monárquico. “Vanidoso y audaz”, “verborrágico, “impiadoso o “competitivo”, Nisman tejió un futuro de fama que acabó con su propia vida.

 

Todos los reportes sobre su desempeño como fiscal lo califican de “hiperactivo”, aunque nunca se supiera a qué dedicaba esa supuesta energía suprema al trabajo. La pregunta es a qué actividad principal se consagraba el fiscal y una de las respuestas, ante la avalancha de evidencias que lo vinculan a la vida porteña y otras que lo relacionan con manejos espurios de los dineros públicos, es que su dedicación principal era a construir una fama que lo siguiera posicionando aceptablemente en la consideración pública pero principalmente de aquellos que podrían avenirse a que su escalamiento en el fiscalato no se detuviera.

 

La construcción que hizo de su propia fama, se lo terminó devorando, inesperadamente. Opiniones tempranas como la del ex juez Eugenio Zaffaroni o Leopoldo Moreau, siguen esta línea argumental, bajo la hipótesis más cercana al suicidio a partir de la encerrona laberíntica que terminó tejiendo Nisman alrededor de su vida. Hoy, el orden conservador, representado por un grupo de fiscales díscolos a los cambios de estos tiempos y por su ex esposa Arroyo Salgado, que acaba de recusar a la fiscal Fein, desean tornar la mala fama de Nisman (nutrida de encubrimientos en causas centrales como la de “La Tablada” o la AMIA, de placeres desfogados en la noche porteña y de malversación de dineros públicos), en una buena fama inventada, que se basa en la inversión de la carga del encubrimiento sobre el PEN, y un fantástico magnicidio que a estas horas ya son parte de un grotesco pergeñado por la jueza federal y el club de fiscales dirigido por Germán Moldes, apellido muy amoldado a un empeño “encubridor”.

 

Si la fama de Gardel fue la excusa perfecta para tapar la revuelta social y la de Carlitos junior sirvió para que la piedad se adueñe del sentimiento popular, la fama de Nisman es utilizada como una herramienta de confusión, desviación y encubrimiento, que nos quiere hacer pasar gato por liebre y llevarnos a un  falso sentimiento de piedad para con un magistrado que sin controles estatales para su gestión, se ocupó de servir a los más oscuros intereses, encubrir genocidas, llevar una vida de lujos y placer, malversar fondos del estado y en el final de su vida, pretender enjuiciar a la máxima autoridad de gobierno, con una denuncia mendaz cuyo vía crucis señala dos desestimaciones a cuestas y que todo indica que terminará siendo una ignominia más en el derrotero de la justicia federal argentina.

 

 

* Licenciado en Bibliotecología y Ciencias de la Información

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