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Por un nuevo humanismo ni inocente ni temeroso

El tópico que queremos tratar, en realidad, se refiere a mantener la condena ante las escenas de horror que se ven a diario en los medios de información mundiales, y a la pregunta de qué tipo de razonamiento, conceptos y palabras debemos emplear en desaprobarlos, sin incurrir en los estereotipos que hacen que a la postulación de genocidio, lanzada como pedrada espontánea, se le responda con la de antisemita, lanzada asimismo como bastonazo automático.

 

 

Por Horacio  González*

(para La Tecl@ Eñe)

“Si nosotros nos revelamos incapaces de alcanzar una cohabitación y acuerdos con los árabes, entonces no habremos aprendido estrictamente nada durante nuestros dos mil años de sufrimientos y mereceremos todo lo que llegue a sucedernos.”Albert Einstein, carta a Weismann, 1929 [citado por León Rozitchner, en Plomo fundido sobre la conciencia israelí, Página 12, 2008]

 

 

La tentación del guerrero es la de llamar justa a su guerra. La del pacifista, es la de llamar odiosa o insoportable a toda guerra. La posición del guerrero no es una cosa única, sin fisuras. Si Napoleón decía nada deseo más que una batalla, muchos guerreros han meditado sobre los inconvenientes profundos que arroja su oficio, y se tornaron figuras autocontenidas. Pasaron a no desear las guerras y en un paso más allá, a su profesión de seres beligerantes la dedicaron a tratar de impedir las guerras. No se parecen por ello a los pacifistas, que responden a otro linaje humano. Ellos pueden demostrar que toda guerra es obscena cualquiera sea su justificación, y corren el riesgo de convertirse en ingenuos. Algunos pacifistas, con todo, no desconocen el rigor de la historia, su matriz agresiva, por lo cual hablan de una paz no ingenua ni ignorante de las violencias inherentes, sin más, al acontecimiento humano. Llamamos acontecimiento humano a la historia de violencias y masacres que al parecer, no se detienen  nunca. Y que son vástagos de la arcaica alianza entre los poderes y el terror, los textos justificatorios y el Estado.

 

El pacifista integral, incapaz de hacer excepciones a su favor (esto es, a reconocer que en ciertas causas vitales se toleraría la acción de la “partera de la historia”), introduce el principio de inmutabilidad en la teoría de la paz. Es un pacifista abstracto, que tiene la fuerza de la pureza ética pero no la fuerza de la impureza y contingencia de la historia. Henri Thoreau  no es un pacifista abstracto. Su idea de la desobediencia civil implica saber qué es la violencia, y la violencia es el otro que quizás refleja zonas ignoradas de mi conciencia. La desobediencia colectiva, en cambio, hace de la violencia un ser oscuro impugnado por la creación de un individuo autogobernado. Gandhi no es un pacifista abstracto, pues su principio de la no violencia es una suma de tensiones de la historia, que se nutre de la violencia del otro para conocerla y también para examinarla. Son principios para desactivarla y anularla en la propia conciencia.  Tolstoi  creó la actitud denominada resistencia no violenta, y Gandhi le dio a esta perspectiva en nombre de  'satyagraha', el fundamento ético de la no violencia, que tanto inspirara a las  grandes figuras norteamericanas de la lucha por los derechos civiles, como Martin Luther King.

 

En los años 60, Sartre aprobó la idea de hacerse hombre en un acto de reconocimiento de su soterrada identidad autónoma, a través de la violencia. Se inspiraba para ello en los primeros capítulos de Los condenados de la tierra de  Fanon, donde el colonizado ejerce la violencia de un modo fenomenológico, es decir, como una acción que implica su autoreconocimiento como persona. Matando a un policía se mataban a la vez dos identidades: la de él y la del colonizado. La violencia fundaba la autoconciencia emancipada. Sartre se inspiraba en Fanon porque Fanon se inspiraba en Sartre. En trabajos posteriores, Hannah Arendt condenó ese acceso a la violencia que iluminaba un yo emancipado, relacionando la tesis de  Sartre con las anteriores reflexiones sobre la violencia de Sorel, donde campeaba la idea de mito en tanto praxis.

 

Hannah Arendt no era una pacifista  abstracta, ni candorosa, ni ignorante de los dobladillos violentos que subyacen a toda historia. Había aprobado el juicio de Eichmann en la ciudad de Jerusalem, y la inevitable consecuencia de éste. Eichmann se había defendido citando el imperativo categórico de Kant y la idea tradicional de “obediencia debida”. La idea de “crimen de la guerra” (no “crimen de guerra”, lo cual es más complejo, porque ¿cómo diferenciar lo que es legal y lo que es injusto dentro de una guerra?) es un concepto perentorio en toda época y el más difícil de considerar. Declarar que como totalidad enteriza la guerra es un crimen, parece un contrasentido, provocando que puedan  considerarse inocuas ideas más o menos contractualistas de sociedad y vivir en común, 

como la facultad arendtiana de “hacerse promesas mutuas”. En nuestro país contamos con el célebre libelo reflexivo de Alberdi, titulado justamente así, El crimen de la guerra, donde condena los sangrientos episodios que destruyeron Paraguay en los años 60 del siglo XIX, y también acusa de barbarie a los guerreros de la conflagración entre Francia y Alemania en 1870, guerra de la que salió triunfante Bismarck, y derrotado Luis Bonaparte III, así como en Paraguay el derrotado era el mariscal Solano López, alguien que también podía considerarse un discípulo distante del mismo gobernante francés que en el 18 Brumario tanto había despreciado Marx. 

Alberdi pretendía reemplazar la guerra por el comercio internacional, y a la cultura bélica que estudia con gran conocimiento el derecho internacional y agudas apreciaciones contra la vida militar, le opone grandes eventos de época, como el trazado del cable submarino entre América y Europa. En suma, o guerra o comercio internacional. Deberíamos, quizás, detenernos más tiempo en desmenuzar este esquema tan sucinto que acaso no favorece un pensamiento tan sutil como al alberdiano, pero sus escritos rondan sobre un tema obsesivo: la vida militar y el arte de la guerra son un dispendio, un gasto improductivo, un desperdicio inútil, y la idea  

misma de heroísmo es un derroche infértil. Pasa por alto Alberdi que el comercio o las finanzas guardan en su trama interna un procedimiento que “por otros medios” responde a los emplazamientos de posiciones “de guerra”. Y si no fuera así, responden a fórmulas inmanentes de dominación que no estaba a su alcance definir, en la misma época en que tanto Hobson como Hilferding se disponían a escribir sobre el funcionamiento del capital financiero.

 

El antimilitarismo de Alberdi respondía a una estética de la vida civil en la “paz del arado”, que llegó  cuestionar las campañas  militares dela Independencia y la misma figura de San Martín, por encarnar lo que podríamos llamar la mercancía de la “gloria”, lo que podía producir relatos épicos y legendarios, pero en suma perder todo el territorio de Alto Perú. ¿Con el libre juego del comercio se hubiera mantenido una integridad territorial mayor? No parece que hubiera sido así, y esta misma pregunta no la hubiera sabido responder bien Alberdi cuando se trató de derrocar a Rosas, hecho que lo encuentra inscripto en el ejército de Urquiza –“ejército de gauchos”-, sosteniendo una dura polémica con Sarmiento que en su profunda 

coquetería imaginaba que un boletín bien escrito –la fuerza de la retórica- alcanzaba para echar al hombre fuerte de Buenos Aires. Solo que de inmediato, un día después de Caseros, Alberdi reclama paz, y Sarmiento prosigue con su modelo de acción preferida, las “campañas de prensa”, emparentadas con un razonamiento militar, aunque sin un ejército como sujeto.

 

Como apreciamos, el tema alberdiano del crimen de la guerra es elocuente y difícil de sostener. ¿Es susceptible de ser perfeccionado? Lo intentaría durante el peronismo el gran filósofo Carlos Astrada, en su discurso “Sociología de la guerra, filosofía de la paz”, dado ante los marinos de la Escuela de Guerra Naval, en 1948. Allí Astrada estaba bajo la impresión del estallido de la bomba de  Hiroshima. Critica la tesis militar de la “movilización total” que había leído en los célebres trabajos de Ernst Jünger a comienzos de los años 30. No hay constancia que en el peronismo se conocieran esos trabajos, pero sí el lejano antecedente clausewitziano. De alguna manera, el peronismo de los orígenes encarna cierto tipo de humanismo, al instalarse sobre una inmensa transposición del lenguaje, desde la teoría la guerra hacia la retórica política. Este pasaje podría entenderse como natural, hasta trivial, inscripto en las intrínsecas necesidades de la propia teoría de la guerra, que Perón había cultivado con ahínco. No obstante, el pasaje mismo, por las características que tuvo,  significó cierto anonadamiento del núcleo central del argumento literalmente militar, para pasar a primer plano otros elementos, también allí contenidos, pero que admitían una restitución filosófica de mayor amplitud: las ideas de destino, conducción, solidaridad, persuasión, equilibrios dramáticos. Una y otra vez estas ideas eran invocadas de maneras diversas, en su modo menor, o produciendo grandes modelos militantes. En su conjunto, era un intento valorable aunque balbuceante de recrear un humanismo crítico, no junto, sino en el interior de los sectores populares, a partir de la translación del arte militar a la artesanía de la creencia política.

 

Por eso tiene enorme valor que en el seno de esa gran experiencia translativa, las metáforas del lenguaje castrense pudieron convivir en un plano, sino subordinado, al menos no determinante con las variedades profundas de una lengua popular. El peronismo de los orígenes fue una gigantesca transcripción de una lengua basada en doctrinas militares –la guerra como continuación de la política- para colocarlas en un bastidor donde efectivamente se fundaba lo político como consecuencia de ese viraje por el cual la política no encontraba la guerra sino que la guerra se disolvía en la política. Translación, por otra parte, que ya estaba enunciada en el interior de la teoría misma. Todo Clausewitz clama, en su célebre  idea de que la guerra es continuación de la política “por otros medios”, por configurar un deseo de inhibir ese pasaje. Si la guerra es continuación, se dirá primero que el militar en jefe no es superior a jefe político, y segundo, que es deseable la concepción y preparación de la guerra precisamente para evitarla.

 

El peronismo será fiel a la consigna de  Clausewitz de la primacía de lo político descubierto en su otro nombre –la guerra-, que sería otra representación que seguiría las líneas de sentido ya establecidas en el conflicto político. Lo que las une y las separa no es otra cosa que juegos retóricos. Y es eso lo que puede determinar –por lo menos en caso del peronismo-, que hablar con el lenguaje de la guerra era un modo de transfundirla en los recursos discursivos que exigía la movilización social. Ésta es también un concepto militar, desplazado hacia el ámbito de la política y de la “sociedad”. De algún modo, a este poderoso concepto proyectado sobre las “masas sociales movilizadas”, ya se lo consideraba exculpado de su contenido previo, afincado en su índole militar. Pero el que vuelve a recordarlo es justamente Carlos Astrada, en su ya mencionada conferencia en la Escuela Naval, en plenos años peronistas. Va allí como sapo de otro pozo, ante marinos que años después bombardearán cruelmente el centro de Buenos Aires, para decirles que hay una vitalidad digna en la llamada “tercera posición”, pero que es necesario revisar el concepto de “movilización total” –y  aquí, la palabra total funciona como el eco de la teoría íntegra que fusiona guerra y sociedad sin atenuantes de “traducción en otro medios”-, concepto que proviene de  Ernst Jünger. Por la época, Astrada es el único que lee a Jünger, para refutarlo. Cuestiona el concepto de movilización total evocando  en él todo lo que Alberdi critica con el de crimen de la guerra.

 

Podríamos percibir que sería ésta una crítica larvada al peronismo, que se ensamblaba con el concepto de movilización aunque quitándole el totalismo que lleva a Jünger a decir que “ni una máquina de coser debe estar al margen de la guerra” anexando toda cotidianeidad y haciendo de la vida industrial un acto bélico, del trabajador haciendo un soldado, y estetizando la destrucción de la técnica por la técnica –rasgo este sí antagónico al peronismo-, como asimismo apartándose completamente de Clausewitz. Si este separaba guerra y política, dándole a ésta última el papel racional y a la otra el ordenamiento de las pasiones volitivas, Jünger fusionaba dramáticamente como en un alto horno, la condición obrera y el arte militar. La movilización total llevaba a la estética de la destrucción,  en medio de una apoteosis literaria. Hiroshima podía ser una de sus consecuencias. De ahí que desde el seno mismo del peronismo, su máximo filósofo de entonces, renovase la consigna alberdiana. Era un posible Alberdi en el pliegue interno de las virtuales tesis de Perón.

 

Voy a detener aquí estos rápidos apuntes para dar lugar, tomando al vuelo los elementos considerados, a una reflexión también sucinta sobre los usos posibles de la expresión humanismo crítico y uno de sus corolarios posibles: establecimiento conciso de una paz que mantenga en estado de tensión autocontenida a la pulsión bélica.

 

 En el conocido y aun actual intercambio entre Einstein y Freud a propósito de la guerra –a comienzos de la década del 30-, éste último responde al primero que “las actitudes psíquicas que nos han sido impuestas por el proceso de la cultura son negadas por la guerra en la más violenta forma y por eso nos alzamos contra la guerra: simplemente, no la soportamos más, y no se trata aquí de una aversión intelectual y afectiva, sino que en nosotros, los pacifistas, se agita una intolerancia constitucional, por así decirlo, una idiosincrasia magnificada al máximo. Y parecería que el rebajamiento estético implícito en la guerra contribuye a nuestra rebelión en grado no menor que sus crueldades”. Antes, Freud  realiza una serie de elaboraciones sobre las pulsiones de muerte, contrapuestas a la emanación del Eros, ámbito de la vida creativa proliferante que podría expandir la muralla que contenga la fuerza instintual del conglomerado anímico del “ser para la violencia destructiva”. Son pensamientos para una paz profunda, lanzados por un pesimista moral, y por eso mismo, sostenido en la verosimilitud del pacifista no candoroso, conocedor del rasgo profundo de lo social, señalado por la tremenda consigna de constituirse “el hombre como lobo del hombre”.

 

Pero lo que nos interesa –nos sigue interesando- es la idea de Einstein de crear una entidad supranacional con la fuerza ética suficiente para detener la guerra de una manera efectiva. No con el sayo inocente del humanista bienpensante, sino con la creación de un humanismo crítico políticamente consistente, que recree instituciones correctas como inoperantes. Llamamos así a las propias Naciones Unidas, que no puede evitar que sus hegemonías internas estén fundadas en los resultados inmediatos que obtienen las fuerzas militares tecnológicamente más avanzadas del mundo. En unas futuras Naciones Unidas, la fuerza moral debe ser preponderante, y equilibrar  por su propio peso inspirado en su argumento ético, superior en-sí y para-sí, a los decrépitos imperialismos modernos. Por lo tanto, los nuevos imperativos éticos de paz deben examinar atentamente la saga contemporánea del capitalismo y establecer – falta de nombres sustitutos heredados de la longeva utopía humana de emancipación- otro espacio cuya vitalidad se inspire por el momento en la fuerza resistente de la negatividad: que se inspire en un no-capitalismo, un no poder del capitalismo, una deconstrucción del capitalismo, que cada vez más aglutinado, sus nuevas formas de plusvalía son, además de las conocidas, de índole jurídica. Hay una plusvalía jurídica. Es el excedente producido respecto al aglomerado de maniobras  y actos jurídicos, que asumen miméticamente la mayor espesura de la frontera especulativa del capitalismo, cuyo rasgo explotador adquirió lenguaje jurídico, la plusvalía producida en el decisionismo de las entidades jurídicas de la metáfora bélica de los juristas con cabeza de misil.

 

A la espera de las nuevas movilizaciones del  humanismo crítico sustantivo, procreador de nuevos nombres  para las experiencias sociales y humanas de transformación de la guerra en política (el aprendizaje en el conflicto), debemos hacer un esfuerzo del pensar que revise en cada uno de nosotros nuestra capacidad de poner la palabra justa en el lugar apropiado. El humanismo crítico consiste, entre otras cosas, en el pensar insinuante, la explanación no literal, el uso prudente del concepto, pero en la energía de su dicción. Es un traductor, porque sabiendo de la violencia, quiere utilizar su potencia exultante y definitoria, en argumentos de detención del desastre que posean el exigentísimo nivel que hay que tener para que tal cesación ocurra. Si bien es tentador para el acto de inmediata intervención, consultar de urgencia el raudo dolor que nos recorre, tampoco es posible sacar de nuestro ya empleado bagaje de caracterizaciones, las que nos dejan más tranquilos ante la linealidad ostensible de la historia, pero nos pueden descolocar desde el punto de vista de la complejidad del encadenamiento de la violencia contemporánea y sus cimientos más ancestrales. Por eso, hay que pensar dos veces antes de decir las palabras que más nos gustan, las que estamos acostumbrados a decir desde nuestra cartilla de aplicaciones ya adiestradas.     

 

El largo conflicto histórico-cultural por el cual estamos asistiendo a un nuevo ataque del Estado de  Israel contra la Franja de Gaza, sacude otra vez la conciencia moral e intelectual. Es necesario que el pensamiento humanista crítico se haga cargo de este grave acontecimiento, para situarlo en otros carriles conceptuales y ponerlo en términos de una consistente detención de la masacre. Una vía dramática de primer grado para encarar una crítica radical a la matanza indiscriminada sistemática, es seguir el sendero que señalan las inapelables noticias sobre bombardeos sobre hospitales, mercados, barrios enteros, viviendas particulares, presentados como “blancos selectivos” precedidos de “avisos humanitarios”, que solo cobran aspecto de disimulados pretextos, quizás remotamente culposos, para proceder muy directamente de un modo aterrorizante y total. Sencillamente, es imposible evitar que mueran súbitamente familias enteras, y que en muchos casos, ya castigadas y heridas, se amparen en centros de refugiados que de todas maneras son también atacados, esparciendo terrores difusos y colectivos con cientos de muertos al unísono.

 

El justo dolor inmediato, un ejercicio que no puede ser interrumpido por la distancia geográfica, se aloja como un agujazo instigador en nuestra conciencia. Es posible infundirle ese propio dolor al pensamiento, en primer lugar, evaluando los acontecimientos sin procedimiento mediador alguno, pues produce un severo impacto moral el ataque indiscriminado contra habitantes desesperados (a pesar el argumento contrario, la inescindibilidad entre el habitante de Gaza y el militante armado de Hamas). El Estado de Israel opera como si no hubiera escisión alguna entre el habitante palestino de Gaza y el militante armado de Hamas. Esto lleva al estado israelí a reproducir todas las condiciones del crimen de la guerra. A la vez, no es posible negar el vínculo social y moral entre la población de Gaza y la organización político-militar Hamas. Ni esta situación hace que formen sistema los combatientes de Hamas  y la población en general, ni es posible desconocer grados explícitos de representatividad  política o el goce de una simpatía generalizada. Ahora bien, sobre estos acontecimientos hay una dificultad para discurrir en términos de operatividad cultural (cese inmediato del fuego y toma de medidas de carácter universal que impidan que se reproduzca esta estructura cíclica que se abate especialmente sobre la población palestina) pues el dolor inmanente que obliga a repudiar la represalia militar contra las víctimas principales (la población de Gaza) se transforma de inmediato en una serie de conceptos que tienen varias dimensiones: pueden ser justos, pero son difusos; pueden ser precisos, pero corren riesgos de unilateralidad; pueden surgir de conciencias golpeadas por la masacre, pero reiterar opiniones estereotipadas que poseen involuntariamente una ineficiente operante y en otros casos, una inadvertida articulación con la masacre. Es posible encolumnar en una lista de temas fundamentales pero abstractos, conceptos como limpieza étnica, genocidio, rechazo a la tesis de los dos demonios, y otra colección de frases perentorias que no desestimamos, pero no consideramos surgidas de una autoreflexión que condene la injusticia de la masacre y a la vez permita anular las causas  históricas que la permiten. Sobre todo, la transposición histórica del sintagma nazismo, como regla reversible para referirse ahora a las acciones militares israelíes. A cada uno de aquellos conceptos hay que invocarlos, si lo hacemos, como fruto de una larga reflexión con sus consiguientes respaldos pedagógicos, y no como el airado militante que no ha jubilado sus cánones cerrados para ejercer su facultad de juzgar.

 

Al decir esto, el tópico que queremos tratar, en realidad, se refiere a mantener la condena ante las escenas de horror que se ven a diario en los medios de información mundiales, y a la pregunta de qué tipo de razonamiento, conceptos y palabras debemos emplear en desaprobarlos, sin incurrir en los estereotipos que hacen que a la postulación de genocidio, lanzada como pedrada espontánea, se le responda con la de antisemita, lanzada asimismo como bastonazo automático.

 

No habría ningún problema en emplear la fulmínea expresión genocidio, entre nosotros habitual calificativo para los resultados del terrorismo de Estado. Surgió esa palabra de un convincente acuerdo social en torno a una guerra que los militares habían ganado poniendo partes completas del Estado en la clandestinidad, empleando tecnologías de destrucción de memorias, expropiación de nombres y propiedades, borramiento de huellas sobre el ultraje sistémico de los cuerpos, por lo que el repudio generalizado que generaron por escenificar un estado de apariencias neoliberales y catacumbas secretas alojadas en edificios estatales (bases militares, depósitos y garajes vinculados a las fuerzas armadas, edificaciones marginales en asentamientos castrenses reconocidos), permitió que brotara del asombro colectivo el justo apelativo de genocidio. ¿Es posible invocarlo ahora, en el actual conflicto palestino-israelí? Es posible, y depende de cómo cada operador consciente de un juicio concluyente que emane de su dolor por la masacre y escale semánticamente de asombro por las miserias de la condición humana de los gobernantes a la malaventura humana que esparce una metódica destrucción en un pueblo hostigado, depende, decimos, de intrincados balances de conciencia pues estamos ante un juego de reverberos con latentes analogías inadecuadas que tientan la opinión enjuiciante.

 

Pero lo que inhibe la creación de un espacio efectivo de paz, y no los frustrados esfuerzos anteriores que alimentan la lógica circular y recurrente de la masacre, es el pensamiento tomado por el halo fantasmal de las oposiciones simétricas. El holocausto y su Otro simétricamente opuesto, la Nakba, como acto culpable de la antigua víctima convertida en victimario, cerrando esta órbita desencajada del pensamiento, con el israelí convertido en nazi, el nazi invocado episódicamente en algunos documentos palestinos, y en cierto casos, los hornos crematorios equiparados al misil que cae sobre viviendas palestinas, arrojado por los tanques estatales israelíes. Esta simetría que equipara (con el gesto de invertirlos) a hechos de naturaleza heterogénea, apretujando en una doctrina rígida de “lo mismo-lo otro” a la anterior Shoá con la contemporánea Nakba, clausura la historia en una serie de transferencias intercambiables que nos priva, justamente, de lo más valioso en la formación del juicio: la infinita heterogeneidad del mundo histórico y la necesidad de crear en cada caso la palabra iluminadora que se ajuste a las dimensiones clásicas de cada singularidad temporal. En todo caso, está por escribirse una historia del dolor humano no profanada por el inevitable mundo de categorías de juicio a priori que involucra el ser político, sobre todo cuando se relaciones con formaciones y organizaciones partidarias, por más representativas que sean.

 

 Aparece una trasposición de la lengua argentina, en ciertos momentos, cuando se hace mención crítica a la tesis de “los dos demonios”, específicamente rebatida por la realidad desproporcional entre los recursos bélicos que cuentan los protagonistas históricos del enfrentamiento. Hay que ver si este concepto de desproporcionalidad, descriptivamente justo, tiene alcances que van más allá del que provoca su convincente fuerza estadística, lograda a través de la logística militar. Lo cierto es que si para evocar la terminología con que Argentina sale de su período más oscuro, tampoco tenemos que estar de acuerdo con la idea de los “dos demonios”. La posición de Israel es abusiva, genera continuos pretextos para desencadenar periódicas ofensivas expansionistas con gran cantidad de víctimas y resultados concretos en cuanto a una progresiva expansión territorial.  

 

         Sin embargo, no solo no es conveniente esa superposición rectilínea de conceptos, sino que debemos sentirnos incómodos con las retóricas de reciclamiento, que nos hacen portadores de unos módulos fijos para juzgar situaciones que exponen otra escala de hechos, otra gravedad histórica y una  densidad argumental que acarrea una relación entre dominios territoriales  y escrituras históricas  que están muy lejos de agotarse de un solo plumazo conceptual.

Podemos tomar de Edward Said incontables definiciones sobre lo que podría hacer hoy. En una de sus reflexiones, Said opina que una de las posibilidades de que prospere la autodeterminación de la causa palestina es la de realizar “una campaña de masas a favor de los derechos humanos de los palestinos, que tendría el efecto de soslayar a los sionistas y de dirigirse de forma directa al pueblo estadounidense. Aunque desinformado, este pueblo está abierto a los llamamientos a favor de la justicia, razón por la que reaccionaría como reaccionó frente a la campaña del Congreso Nacional Africano contra el apartheid, que acabó por cambiar el equilibrio de fuerzas en Suráfrica…” 

¿Quién era Said? En primer lugar, un intelectual palestino poseedor de los más elevadas señales de una reflexión estética y política, estudioso de textos entendidos como visiones del mundo y territorios simbólicos de la expansión de poderes. Su concepto de orientalismo es una crítica al canon occidental, pero para condenar la construcción conceptual que la literatura de Occidente hizo de Oriente, borrando diversidades y asignando valoraciones inconvenientes  o meramente denigratorias. Pero la originalidad de Said consiste en que su crítica a las elaboraciones ficcionales, se inspiran en gran medida en las propias contradicciones culturales, tal como son tratadas en la dialéctica negativa de Adorno, en su crítica a la industria cultural, la coexistencia de las obras como enemigas mortales unas de otras, el arte como un enigma y el papel revulsivo del ser desprovisto de las musas. Cuando Said toma de Adorno un concepto etéreo como el de estilo tardío, lo pone al servicio de reflexiones culturales sobre una reescritura que revisa el pasado como si anunciara prematuramente una decadencia, que al volverse estetizante,  adquiere una formidable fuerza constructiva en cuanto a disidencia y alienación.

 

Del mismo modo, su reflexión sobre Joseph Conrad lo lleva a considerar la forma imperialista como una fuerza existencial oscura, que no aparece explícitamente criticada en el gran autor polaco, aunque indirectamente la somete al más duro examen posible al mostrar a los hombres tomados por una mezcla de heroísmo y servidumbre en las acciones de conquista, las que serán posibles cuando se asimila el imperialismo a las zonas más detestadas del alma. ¿Cómo podemos vincular estos estudios sobre imperialismo y cultura con las posiciones sobre el drama palestino? Said, en las conversaciones con Daniel Barenboin –autores que comparten un proyecto fundamental de índole artístico y político en torno a la superación de los límites históricos que agravan el conflicto-, reflexionan sobre Masada, la meseta donde los antiguos resistentes judíos se suicidan ante el cerco del ejército romano, tal como lo cuenta el historiador Flavio Josefo. El Estado de Israel convirtió ese lugar, redescubierto muchos siglos más tarde, en un sitio de arqueología sacra y fundante. Edward Said lo contrasta con la experiencia de muerte y desolación que entraña el exilio profundo, como en la Ilíada de Homero, donde se habla de la pura fuerza de la muerte, de los resultados agónicos del perpetuo desarraigo.

 

Estas reflexiones conjuntas de Barenboim y Edward Said hacen pensar que no están totalmente ocluidas las fuentes de un encuentro específico entre personas, pensamiento y ejemplaridades ética de ambos pueblos, que permitan reiniciar la más ardua de las tareas, pensar por encima de los ejércitos y detener las masacres, buscando arqueológicamente las palabras soterradas que sirvan de acogimiento a una nueva actitud que sustituya tanto la facilidad oprobiosa que da el poderío de las armas, como la solución habitual de sacar de nuestro arsenal de conceptos reincidentes, los recursos de la comodidad opinativa que nos permita sentirnos atrevidos cuando en realidad reposamos en nuestras ideas-camastro, dormitando junto a nuestros condenas escasas de profundidad histórica, aunque legítimamente doloridas.   

 

Esta nota la quise encabezar con un ya muy conocido escrito de León Rozitchner, a propósito de la anterior guerra en medio-oriente. Corría el año 2008. El fragmento de la carta de  Einstein es muy elocuente. León habla también de Masada, como mito profundo de la resistencia judía. Concluye que hace tiempo quedó agotada, subyugada por los que al vencer a la conciencia judía, la hicieron cumplir con el papel de sus vencedores. Dice León: “¿No piensan que esa misma dignidad extrema que nuestros antepasados tuvieron [en Masada], de la que quizá ya no seamos dignos, es la que lleva a la resistencia de los palestinos que ocupan en el presente el lugar que antes, hace casi dos mil años, ocupamos nosotros como judíos?”. Hay aquí una fuerte concesión a la idea de que un Estado fundado por los vencidos toma a su cargo el papel de quienes los masacraron, y recrearon su conciencia a la altura dela de sus verdugos, convirtiendo a los palestinos agraviados, en los que ellos fueron cuando fueron también agraviados. No es fácil esta transposición. Creo que León la formula desde un inmenso dolor filosófico, para alertar justamente para que no se produzca la tragedia, siendo que estamos en el borde de que así sea. Me  sería fácil a mí levantar la censura trabajosa que me impide realizar estas transposiciones sacras: es sacra Masada, es sacro el getto de Varsovia, es sacra la defensa de Gaza, y está despojado de legitimidad total el Estado de Israel. Es bueno saber que la historia es portadora de esa tragedia, siempre en estado potencial. Darla por consumada es el fin de la historia, la circularidad perfecta que la hace inerte. En cambio, esos elementos del mito esférico y periódico pueden tener fuerza literaria aleccionadora, y no ser la base de una escueta posición política que, aun en su fluidez persuasiva, nos ponga frente a conclusiones adquiridas en las grandes galerías esmaltadas del determinismo corriente, que desecha mayores obstáculos en el pensar histórico, y dicta votos sobre limpiezas étnicas y nazismos revividos en sus antiguas víctimas. No así León. La de León es una pregunta filosófica, de las más alentadoras y fronterizas. Nos incita a parar la masacre con una gran campaña mundial por los derechos palestinos, y nos obliga a través de preguntas radicales, a preservar nuestra lengua de menudas facilidades políticas.  Por eso al lado de León, en nuestra grávida galería de pensamientos donados a la gran causa de la  reparación de los pueblos y en contra del crimen de la guerra, debemos poner también a  Alberdi, Carlos Astrada y al gran intelectual palestino Edward Said.

  

 

 

 

*Director de la Biblioteca Nacional. Sociólogo y ensayista

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