Calle Salta, un año, todos tus muertos
Sol de los Venados - Orlando Rojas Gutierrez **
Nacimos y morimos remotos por una in-sensata explosión. Hiroshima y Nagasaki en 1945; Chernóbil, un 26 de abril de 1986; el atentado a la sede de la AMIA, el 18 de julio de 1994; las torres gemelas, el 11 de septiembre de 2001; Atocha, el 11 de marzo de 2004; desde hace algunas semanas el Estado de Israel bombardeando con una pasión desmedida a la población civil en Gaza; y finalmente, el 6 de agosto de 2013, Rosario, Salta 2141, la peor tragedia de la ciudad, 22 muertos.
Por Manuel Quaranta*
(para La Tecl@ Eñe)
Estamos hechos de tal manera que la belleza no nos basta y la desgracia no nos destruye totalmente.
Juan José Saer
Nacimos, remotos, de una insensata explosión, cuya onda expansiva perdura, pertinaz, hasta nuestros días: una mítica explosión que con demasiada frecuencia se replica en el mundo. Podríamos comenzar por el lanzamiento de las dos bombas atómicas el 6 y 9 de agosto de 1945 en Hiroshima y Nagasaki; seguir después por el camino de Chernóbil, un 26 de abril de 1986; luego recordar el atentado a la sede de la AMIA, el 18 de julio de 1994; más tarde volar hasta las torres gemelas, el 11 de septiembre de 2001; de un golpe movernos hacia la estación Atocha, el 11 de marzo de 2004 y, finalmente, –esto simplemente es un decir puesto que desde hace algunas semanas el Estado de Israel está bombardeando con una pasión desmedida a la población civil en Gaza–, llegar hasta el 6 de agosto de 2013, Rosario, Salta 2141, la peor tragedia de la ciudad, 22 muertos.
Claro que a comparación de los otros hechos, nuestra tragedia parecería ser casi irrelevante. Además, todos los días en Argentina, por ejemplo, muere igual cantidad de gente en accidentes de tránsito y nadie se inmuta. Sin embargo la explosión, repentina, difiere de cualquier desgracia cotidiana: un acontecimiento que irrumpe, arrasa con lo corriente, y se retira, aunque dejando marcas que ni el tiempo, asesino, es capaz de borrar.
Calle Salta nunca más será la misma –nunca fue la misma, pero eso es para otra discusión–. Cada vez que uno circule a pie, en auto o colectivo por esa cuadra, en algún lugar de la memoria, tramposa, habrá un resquicio que retenga, al menos, algún vestigio de la fatídica mañana de agosto: fuego, esquirlas, lágrimas, escombros, cuerpos.
Abro paréntesis (en una nota publicada el 24 de mayo de 2013, en la revista cultural La única, escribí lo siguiente:
“Rosario no es Buenos Aires. Buenos Aires no es París. París no es el fin ni el principio del mundo, pero sí es el lugar en donde todos los que tenemos alguna pretensión literaria queremos estar. O por lo menos, con mayor precisión, queríamos, hasta los ´60, tierra fecunda en escritores y poetas, rito de pasaje, bautismo o consagración: París era una fiesta. Luego vino New York, luces y sombras, traición de la tradición, consumo, arte, paz, Warhol; aunque ya no era lo mismo, algo había cambiado, se había roto, había nacido, en el fondo, no de París, sino de nosotros.
Rosario no es New York ni puede serlo. Faltarían un Giuliani y una gran explosión. En todo caso querría ser Buenos Aires, sin Macri, claro, competencia desleal para una ciudad que está a medio camino entre un pueblito de provincia y la deslumbrante metrópolis. Rosario, sumisa, pujante, contradictoria, poética, artística, socialista, luchadora y pobre. ¿Cuántas Rosario existen?”.
Y tuvimos, lamentablemente, una gran explosión. ¿Las causas? ¿El Gobierno Municipal, la empresa Litoral Gas, ENARGAS o el gasista? Todos, ninguno, injusticia. Negligencia, inoperancia, corrupción. Vale quizás mencionar que en esa semana dos nenas fallecieron en el parque de diversiones de la ciudad por idénticas razones: negligencia, inoperancia, corrupción. Todas, ninguna, injusticia.
Si hablamos de morir, además, nos estamos transformando en especialistas. Nadie puede ignorar el aumento exponencial de homicidios –principalmente en las zonas más pobres– originados por el crecimiento del negocio de la droga que luego deposita sus suculentas ganancias en, por ejemplo, las hermosas torres Dolfines, orgullo de muchos rosarinos). Cierro.
Morimos, entonces, remotos, por una in-sensata explosión. Cientos de miles de cuerpos roídos, calcinados, desmembrados, desaparecidos. Madres, hermanos, tíos, primos, niños, ancianos, comerciantes, artistas, soldados, escritores, racistas, liberales, violadores, docentes, obreros, etc. Una lista sin fin de fantasmas anónimos que se transforman, de a poco, en cifras que ya no transmiten ningún calor: 140.000, 80.000, 86, 3000, 192.
Pero en Rosario la angustia tiene distintos orígenes. Salta 2141 es una dirección en donde cualquiera de nosotros –como visión universal, clase media, media alta– podría haber vivido o transitado por casualidad. Pleno centro. Barrio bien. No era una calle con casillas precarias de chapa que sólo se construyen en las zonas marginales, lugares de una identificación imposible. No. La explosión fue en el corazón de la ciudad. Sin embargo, esta mirada de clase se queda corta. Es eso, pero a la vez es otra cosa lo que nos conmueve. Es el arcaico terror a lo imprevisible e inexplicable; ¿por qué? ¿Por qué justo ahí? ¿Por qué ella? La ausencia de respuestas precisas genera inquietud, y esta nueva ignorancia produce que cada uno, a pesar de su voluntad, tome conciencia de su propia fragilidad: estamos a un paso de la muerte.
Juan José Saer escribió en un borrador: “Todos los muertos son mis muertos”, yo me atrevo a corregir sólo para la ocasión: todos los muertos son nuestros muertos, los muertos somos nosotros.
*Licenciado en Filosofía, docente de la Universidad Nacional de Rosario, escritor.
** Orlando Rojas Gutierrez: Nacido en Cúcuta. Se graduó como Maestro en Artes Plásticas de la Universidad Nacional De Colombia con grado Meritorio