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Darío Santillán y la otra historia reciente

Jorge Gionco

Es interesante preguntarse por los mecanismos que producen en cada época formas distintas de militancias revolucionarias. Más allá de las explicaciones posibles, la realidad histórica nos muestra que en la Argentina hubo una generación militante que optó por la toma violenta del poder mientras que otra, tres décadas más tarde, impulsó la metodología de los cortes de rutas. Ambas asumieron riesgos y se inmolaron por sus ideales, como Darío Santillán y Maximiliano Kosteki.

 

Por Ariel Hendler*

(para La Tecl@ Eñe)

Evocar hoy a Darío Santillán, asesinado por la policía bonaerense el 26 de junio de 2002 junto a Maximiliano Kosteki en la masacre de Avellaneda, es remontarse a una época que ya es historia. De hecho, se trata de la misma distancia de tiempo que separó, por caso, a los militantes de la “primavera democrática” alfonsinista de los militantes radicalizados de diez o quince años antes, fines de los 60 y principios de los 70.

 

Suele suceder que una época y sus protagonistas pasan en determinado momento a ser parte del pasado cuando un nuevo clima político y un nuevo paradigma los desplaza, para bien o para mal. Así es que hoy ya no existe la Argentina de los piquetes masivos contra la políticas llamadas “neoliberales” (jamás quedó claro a qué se debe el prefijo “neo”), y aquellas luchas que conmovieron al país dieron lugar a otras nuevas o a prácticas distintas.

 

Es interesante preguntarse por los mecanismos que producen en cada época formas distintas de militancias revolucionarias. Más allá de las explicaciones posibles, la realidad histórica nos muestra que en la Argentina hubo una generación militante que optó por la toma violenta del poder mientras que otra, tres décadas más tarde, impulsó la metodología de los cortes de rutas. Ambas asumieron riesgos y se jugaron por sus ideales, como Darío y Maxi, pero también muchos otros casos en Neuquén, Salta y otros rincones del país. Incluso hubo unos cuantos militantes que vivieron -o sobrevivieron- lo suficiente como para participar de ambos procesos históricos. Pero de lo que se habla cada mes de junio es de una camada de militantes jóvenes perfectamente ubicables en tiempo y espacio: la que entre fines del siglo 20 y principios del 21 impulsó los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD) de la zona Sur del Gran Buenos Aires, ese colectivo del cual Darío Santillán es quizás el máximo emblema, por su asesinato y por haber sido en vida uno de sus referentes.

 

Lo primero que hay que decir es que tanto Darío como el resto de estos militantes de veintipico de años no eran en absoluto pibes con un porvenir más o menos asegurado que, en la edad típica de la rebeldía, dedicaban una parte de su tiempo a ayudar a los más necesitados. Estaban en general muy lejos de ser universitarios de clase media que matizaban sus estudios con inquietudes sociales, sino que ellos mismos eran parte de la masa a la que representaban; es decir que veían su propio futuro igual de oscuro que el de los desocupados a los que organizaron en sus propios barrios. Es decir que luchaban por el cambio social en su propio nombre, porque los fantasmas de la desocupación y la marginalidad eran una posibilidad que los amenazaba también a ellos, tal como le sucedió a Darío, que ya palpaba esta situación en su propio grupo familiar. Por eso, a sus 20 años recién cumplidos se convirtió en uno de los fundadores del MTD del barrio Don Orione, primero, y del partido de Almirante Brown, poco después.

 

Por eso, la de Darío Santillán es en realidad una historia colectiva. Hablar de él es hablar de muchos otros jóvenes que, como él, que le pusieron el pecho a la necesidad y a las balas una de las peores crisis de nuestra historia, y así fue que se convirtieron en protagonistas de la lucha de calles el 20 de diciembre de 2001, la gran pueblada de lo que podría llamarse la nueva historia reciente. Seis meses más tarde, el fatídico 26 de junio de 2002, todos ellos fueron también la militancia joven que con su movilización provocó el fin del gobierno como el de Eduardo Duhalde, lamentablemente a un costo demasiado alto. Como se sabe, Darío fue asesinado aquel mediodía por demorarse en asistir al agonizante Maxi, que hacía sus primeras armas en el movimiento piquetero.

 

Como ya se dijo, a esta militancia se la puede ubicar geográficamente en una zona muy concreta que es el sur más profundo e impenetrable del conurbano bonaerense. Una ancha franja en la que los partidos de Avellaneda, Lanús, Quilmes y Almirante Brown se unen por sus patios traseros, por decirlo así, o por sus barrios más marginados, como Monte Chingolo, San Francisco Solano o el barrio Don Orione, donde vivía Darío; barriadas que son también las fronteras de la ciudad formal y de la economía formal. Aún hoy. En esta zona de riesgo fue donde los MTD hicieron en la primavera de 2000 sus primeros grandes piquetes en demanda de planes sociales como reivindicación inmediata, pero enarbolando también consignas como la ruptura con los organismos financieros internacionales y el fin de los subsidios a los grandes grupos económicos.

 

La radicalización política de Darío y sus compañeros fue un ida y vuelta entre la práctica y la teoría, en ese orden. Empezó con su militancia en el colegio secundario, y a falta de universidad siguió en el barrio. Pero se nutrieron también de algunos referentes regionales de América Latina. Cuando todavía internet no formaba parte de nuestras vidas, los fundadores de los MTD se las arreglaron con la poca literatura disponible para tomar como modelo la organización horizontal del Movimiento de los Sin Tierra, en Brasil, o del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en Chiapas, México, y adoptaron como principio básico de funcionamiento la metodología de la asamblea para la toma de decisiones en forma colectiva. Se diferenciaron así del clásico “centralismo democrático” de los partidos de izquierda leninista o trotskista, con sus estructuras rígidas y dirigentes vitalicios. Y se distanciaron de las recetas preconcebidas.

 

Con la voluntad firme y el convencimiento de estar generando un fenómeno social y político novedoso, los MTD se pensaron a sí mismos como el reverso exacto de los “punteros” y “barones” del Conurbano que otorgaban dádivas o planes sociales a cambio del voto y la concurrencia a actos partidarios, y se declararon absolutamente independientes del Estado, de las patronales, de las centrales sindicales y de los partidos políticos. Aunque se dieron a conocer con los cortes de rutas y puentes, la mayor parte de su militancia consistió en encarar sus propios proyectos productivos, que financiaron con los planes sociales arrancados al gobierno en los piquetes. Desde los primeros roperos comunitarios y huertas colectivas hasta emprendimientos más complejos como la fábrica de ladrillos en la que trabajó Darío en los últimos meses de su vida, cuando mudó su militancia al MTD de Lanús, con base en Monte Chingolo.

 

Pero Darío participó también en una arriesgada toma de tierras en un cementerio de autos de la policía bonaerense, única opción a la vista para solucionar la falta de vivienda. El predio fue parcelado entre los vecinos que participaron, y hoy se erige allí un barrio de viviendas autoconstruidas, aunque a Darío no le alcanzó el tiempo que le quedaba de vida para levantar la suya propia.

 

Por todas estas necesidades insatisfechas fue que los MTD se movilizaron el 26 de junio de 2002, y también en defensa de todo ese proyecto en marcha de organización popular que se concibió y fundó desde abajo en el peor de los contextos imaginables, al margen de la política tradicional y sus dirigentes siempre reciclados. Pero se encontraron con una masacre que se cargó a mucho más que las vidas de Darío y Maxi.

 

 

*Coautor de Darío Santillán el militante que puso el cuerpo (Planeta, 2012).

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