Capítulo 8. El folletín argentino
Peronismo: esquemas de adecuación
En la octava entrega de El folletín argentino, Horacio González propone un análisis histórico y semántico del peronismo, movimiento social de vastos alcances y creador de identidades que atravesaron ciclos heterogéneos de la política argentina. La aspiración a la unidad nacional que supone un antagonista externo y los intentos de hacer del peronismo un frente transversal, son otros de los puntos que González aborda. La reflexión final queda para el concepto de autocrítica como una mirada que examine lo que ocurrido durante los últimos doce años bajo la manera de un método de extrañamiento que lejos de desentenderse de una interpretación profunda, se aparte de los “conversos”, “nuevos pluralistas” y “ortodoxos de la vendetta”.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
La atracción que ejerce el peronismo es que fue preparado como un conjunto de astucias que de alguna manera u otra terminan siendo un conjunto de tragedias. Por otra parte, su aspiración a la unidad nacional, siempre se ve impedida por su propia configuración enunciativa: al afirmar su deseo de universalizarse, queda automáticamente convertido en una parcialidad que se realiza fronteras adentro y deja un fuerte resto afuera. Ese exterior sobrante o antagónico, según los momentos históricos, es juzgado como incapaz de comprender las intenciones de instituir la unidad extensa, y merece el apelativo de “gorila”. Esta expresión es muy profunda, y por mera complementación lo es también decir peronismo. Se trata de conceptos pre-categoriales, vinculados a un modo de comprensión donde es habitual postular un tipo de identidad “bebida en las fuentes”. Se escuchó muchas veces decir “esto lo mamé en mi casa”. El peronismo como desprendimiento iniciático de una voz maternal, una heredad que apela a las primeras huellas emotivas que se inscriben en una conciencia lactante.
Esos criterios hacían del peronismo un linaje genético, y si bien su doctrina está articulada como un texto de saberes patriarcales, un marxismo mucho más que ocasional también imprimió otra veta en su verba, lo cual convivió bien con una épica extraída de una crónica de ascensos y caídas. De modo que lo “heredado” podía conciliarse muy bien con lo “adquirido”, y en la imaginación más cotidiana del peronismo, lo habitual es menos lo “mamado” que lo adoptado, lo que no impide en éste último caso, que pasado un ligero período de tiempo, se invoquen alusiones originarias. Siempre se es “peronista originario”. El nombre pesa tanto, que está a disposición de todos. Es una inmensa paradoja. Pero el que cree que con este requisito tan fácil se arregla todo, no sabe aún lo fundamental. Que en su cuerpo interno de límites imprecisos, hay un gatillo siempre montado en su lengua interna, que traza ahora sí una frontera de apariencia inapelable: traidores y leales. En vida de Perón, la única facultad que se arrogaba era la de ser el autor (sigiloso, tácito, pues nunca lo decía sino a través de un elaboradísimo sistema de signos y de notables implícitos gestuales). Pero una vuelta de tuerca más tenía este rasgo crucial de trazar la “línea”. Estaba escrito en la doctrina: el peronista que se cree más de lo que es, se convierte en oligarca. (Cito de memoria). Esto convertía potencialmente a todos en candidatos a atravesar la línea. ¿Era grave? No, para el Perón exilado, o para el Perón anterior a la aparición de Montoneros. La “línea” era sumamente porosa, se salía de ella en medio de estridencia, pero se podía volver con los debidos recaudos, pues si todo leal podía ser traidor, todo traidor podía ser leal.
El núcleo final de estos vaivenes estipulados, era un concepto agrupado en un lema sucinto de Perón, que de tan enigmático parecía tener la más fácil de las interpretaciones: la única verdad es la realidad. En nuestras épocas de estudiantes que iniciábamos el largo contacto con el peronismo –con Perón exilado, con el atractivo de la proscripción y la resistencia, con la fascinación del “Gordo Cooke”-, nos reíamos de la coincidencia de uno de los conceptos magnos de Hegel –la “realidad efectiva”-, con una línea de las estrofas de la marcha peronista. Pero en esa época, no era inadmisible pensar en un hegelianismo peronista –el Hegel de la Filosofía del Derecho- que podía encarnar Guardia de Hierro, y un sartrismo peronista, que por supuesto, encarnaba Cooke, quien había conocido a Sartre, y toda su teoría del “hecho maldito” no era sino una variante de la idea de la “mala fe” del autor de El Ser y la Nada. Queda muy poco hoy de eso, como debate o como rastro que late en un presente dado. Desde luego, el peronismo cuyo nombre vale la pena conservar, es el de los perseguidos, los caídos, los que fueron torturados, los que la soportaron sin “cantar”, los fusilados… Esta historia fue muchas veces contada, y en libros célebres de la literatura argentina, y tiene un fuerza tal, que incluso subyace aun en pócimas reducidas en el trasfondo último de la conciencia de los funcionarios peronistas, burócratas o edecanes, senadores, sindicalistas o diputados, mandaderos o transfuguistas, pues en todas las trapisondas en que se empeñan, hay siempre un rasguido último, un quejido casi inaudible, que los lleva a una tan vaga como indeclarable culposidad. Allá ellos. Perdónenme que ahora no hable de las numerosas excepciones, que como es lógico, abundan en un movimiento social de tan vastos alcances y creador de identidades que atravesaron ciclos heterogéneos de la política argentina.
Un dilema por el que hoy se atraviesa es el de afiliarse o no al Partido Justicialista. Personalmente, me duele en mi pequeño memorial, en los puntazos de intimidad reminiscente que me asaltan, que jóvenes militantes que esperaban tan otra cosa de las zozobras de la vida nacional, terminen afiliados a esa armazón artificiosa, gobernada por una clase política cuyo único arte es el de la adecuación a los poderes de turno en el mejor de los casos, o a las proclamas libremente expresadas de un antiintelectualismo o un anticomunismo propio de la “guerra fría”. Néstor Kirchener sospechó dos veces esta situación. Una cuando lanzó la transversalidad y propuso configurar –sobre la base del peronismo- un gran frente de centro izquierda nacional. Otra, cuando fundó la Cámpora, poniéndole al grupo juvenil un nombre que sería determinante. Por un lado, de una “ala izquierda” definida por el propio Perón en la persona de quien era su delegado en la Argentina. Por otro, arriesgándose a que con ese nombre, varias décadas después, se reprodujera el episodio de enfriamiento de las relaciones de Perón con su Delegado, que de la “lealtad” había comenzado a bordear la “traición”. Siempre, el peronismo recurre a su validación arcaica, y está realmente formado de los distintos afluentes que lo alimentan cíclicamente en nombre de la “realidad efectiva”. Su maquinaria real se compone de ventosas adaptativas que en su recóndita sabiduría, espera a los nuevos conversos. ¿Qué los aguarda? El credo realista de cuño adaptativo: la única verdad es la realidad. Enigmático aforismo que puede preanunciar un examen realmente crítico de las condiciones de lo real, o una adaptacionismo que siempre encontrará su justificativo oportuno. Mientras, muchos jóvenes podrán cotejar ese futuro destino, protegidos de las inclemencias que durante un tiempo deberán soportar por el solo hecho de que provisoriamente sigan considerándose los “herederos de la gloriosa resistencia”.
No quiero ocultar mi pesimismo ante las afiliaciones masivas de los jóvenes que llenaron el Patio de las Palmeras, ente los discursos agonales y autoafirmativos de la Presidenta; me basta para alimentar esa desesperanza cualquiera de las fotos que veo de los pelucones del justicialismo, gobernadores en actividad o retirados, operadores de “todo terreno”, ex insurgentes setentistas absorbidos ahora por la “única verdad”. El peronismo es una masilla adaptativa cuyo mimetismo se realiza en la espera del “próximo turno”, frase balbinista por excelencia, solo que ahora no ocurrió un episodio de alternancia, sino de cataclismo. La diferencia de tres por ciento de votos era mínima desde el punto de vista cuantitativo, pero cualitativamente, fue como la caída de Constantinopla. Había algo mal ensamblado en el kirchnerismo, una debilidad constitutiva que no se sabía declarar como tal, mientras se encaraban gestas comunicacionales –que sin duda acompañamos- que se presentaban como “la crítica al poder real”. En efecto, aunque un gobierno no suele decir eso, el kirchnerismo se caracterizó por sus rasgos contingencialistas, acentuados por tener una única y absorbente voz enunciativa, pero también muchos pigmentos que combinaban la tolerancia disidente con el control despreocupado de la diversidad.
¿Qué cosa no les gustaban a las ortodoxias del viejo Movimiento de estos rasgos kirchneristas? ¿Qué cosa causó la ruptura con Moyano, con Pichetto, con Smith? Las rupturas con la derecha justicialista ya estaban instituidas, preanunciadas. De la Sota, Urtubey, Massa, eran y son evidentemente la derecha oceánica que existe desde siempre en la Argentina, forjada al calor de su geografía política, su reconversión de las almas, su enclave de clase (aristócratas del noroeste, algunas patronales empresarias, son figuras permanentes de los aparatos del Estado, son “peronistas”) con la hipótesis –hoy en pleno curso en el macrismo- de que hay una “pata peronista” en el proyecto de situar al país en el bloque mundial del Capitalismo Global, servicialmente ubicado, con sus cuadros de situación en torno a temas de “derechos humanos”, “seguridad”, “narcotráfico”, “terrorismo”, etc., ya absorbidos por los grandes Configurados mundiales, ideología central de su Banco de Datos. La subsunción del peronismo por su intermediación macrista está casi hecha. Le siége est fait.
El programa de Kirchner que se insinuaba, en sus primeros pasos, junto a Torcuato Di Tella (el único testimonio escrito más completo de los inicios de esta experiencia) nunca pudo ser consumado, y muy pronto se convenció que la “transversalidad” (un frente social potencial, que contara con una viga peronista capaz de replantear su historia), no era posible. Las sustituciones de este programa originario, a pesar de que el Presidente Kirchner no guardaba grandes esperanzas en relación al Mamut petrificado, recubierto de medallas y canciones, testifican que sin embargo no podía privarse de él. Esta discusión nunca se hizo pública de un modo en que, necesariamente, debía ser asumida como un tema vital para miles de personas vinculadas a la memoria nacional. Lo que estaba destinado a despertar grandes polémicas fundamentales, se hablaba en sordina y formaba parte de la mayor incógnita para los militantes del “pan-peronismo” de la época.
Una, fue la Convergencia Plural –muy pronto fracasada, pero nótese que ya se invocaba el concepto de “pluralismo”- y otra, “La Cámpora”, cuya heterogeneidad como grupo de gobierno ligado al primer círculo presidencial, también incluía fervor militante, adopción inmediata de la fascinación simbológica, una tesis sobre la continuidad de las grandes epopeyas argentinas y palabras-salmo como “modelo” y “proyecto”. De algún modo sigue representando la dialéctica soterrada de todo grupo político, entre el funcionario que tributa al conjunto, la militancia barrial activa, y la hipótesis magna de la historia del peronismo transferida al siglo XXI: “la relación líder masas”. No hablo con sorna ni suficiencia, aunque sí con dudas espirituales. Era imposible escuchar los cánticos de la Plaza o del interior de la Casa de Gobierno, sin que se suscite el perseverante recuerdo y la nerviosa ansiedad por las recurrencias históricas que siempre precisan de un balance específico, pero que con ese balance nunca reaparecerían desde los caudales remotos de la memoria. ¿Qué es lo mejor? No pertenece a los dominios de la política la posesión exacta de ese saber.
La expresión la “pata peronista” –en verdad, esta catacresis era empleada por todo aquel que pensara en una política de remiendos rápidos y oportunos-, fue aceptada por el propio peronismo, en la confianza de su ubicuidad (podía alimentar y participar de las experiencias más diversas o antagónicas a lo que es o cree ser). El macrismo tiene desde hace casi una década, una “pata peronista”, pero la cosa va mucho más allá. Una vieja figura de la retórica, tomada de la medicina, es el quiasma. El entrecruzamiento por pares de diversos elementos antagónicos que se turnan para forjar pseudo-antagonismos o antagonismos que tienen un plano efectivo, pero con napas internas de fuertes intercambios e interrelaciones. Creo que la estructura semántica profunda de la política argentina, incluyendo de Alfonsín en adelante, es ese quiasmo, resumido en: el neoliberalismo “en” el peronismo y el peronismo “en” el neoliberalismo. Con Alfonsín, empezó la búsqueda de la “pata peronista”, mientras muchos sectores de la entonces renovación, éramos la “pata alfonsinista” del peronismo. Sé algo de eso. El Chacho, cuyo ascenso y caída es parte de esta tragedia, no sólo lo sabe, sino que fue una víctima propiciatoria de esta situación, una “convergencia plural” fracasada. En su sentido general, como primer destituido de una alianza de centro derecha que declaraba un improbable progresismo, su caso destiló escenas injustas hacia un político ingenioso, audaz, pero con irresolubles vacilaciones.
Estos entrecruces se acentuaron con Menem, que ya había asumido plenamente el programa económico neoliberal, con ministros de esa orientación, aunque ratificando la “cultura peronista”, ocasión en que surgieron teorizaciones diversas respecto a que el peronismo era precisamente “una cultura” que podía ser adosado al programa económica que cada época recomendara, por más caprichosamente diferentes entre sí que fueran. Papilla banal. La historia en remate, la biblia junto al calefón. El signo del menemismo bañó al conjunto del peronismo y fue apenas una antesala de la experiencia en curso que no sabemos cómo llamar: apelemos para señalizarla al mero nombre de superficie: Macrismo, pues.
En el macrismo actúa un peronismo pleno –han puesto la estatua de Perón en la ciudad-, y en el peronismo hay un macrismo más que adulatorio, sobre todo a nivel gobernadores, que concurren a la Casa Rosada sin el enojo, era evidente, que les provocaba Cristina. No será en vano que se investigue al macrismo, politológicamente hablando, como cierta fase superior de lo más ambiguo y pregnante del modismo asociativo básico peronismo. Basta ver rostro, estilos, declaraciones, astucias. El kirchnerismo problematizó a las Corporaciones, sobre todo las mediáticas, que en todo el mundo se han convertido en fábricas de subjetividad, lenguajes y deseos, y ubicó a Clarín como su enemigo esencial (en un capítulo anterior comentamos largamente esta situación); mantuvo rasgos de independencia en la política exterior; sostuvo con los tenedores de la deuda que no entraron en el canje (los fondos buitres) una actitud digna; el Banco Central asumió políticas sociales además de las tradicionales en torno a la moneda; el programa económico acentuaba las demandas efectivizadas en el mercado interno; y se dedicaban fuertes partidas presupuestarias al sostenimiento de universidades suburbanas, investigación científica, con resultados tecnológicos ostensibles en la ocupación de órbitas satelitales, además de construir una infra-estructura cultural que antes nunca existió de esta manera tan copiosa. Por supuesto, todo esto cae ahora bajo el fuego granado del gobierno macrista, que percibe esta conjunción de hechos como parte de una Gran Corrupción, incluso de latrocinios personales, lo cual provoca la secreta satisfacción de los peronistas ortodoxos y quizás de los nuevos pluralistas, algunos de los cuales con actuación implícita en el kirchnerismo, que han pasado a la posición de inquisidores en los medios masivos, participando de tribunales sumarios a los antiguos funcionarios del “régimen caído”.
Ante este delicado panorama, surgen voces que reclaman “autocríticas”. En verdad, no tengo nada contra quienes las anuncian e incluso avanzan en señalar ciertos temas enojosos, pero en lo que no creo es en ese concepto tan complaciente, autocrítica, originado en una de las formas más rígidas de la dialéctica. En los ámbitos de antiguas izquierdas, cualquier tropiezo no se tornaba casi nunca un hecho de la historia que producía aperturas inesperadas y muy desafiantes hacia situaciones nuevas, sino que apenas exigía una autocrítica, un perdón por lo actuado –la Iglesia tiene ese equivalente, pero lo usa con más ambigüedad- que permitía salir fresco hacia el próximo segmento de actuación, tan previsible como el anterior. Por supuesto, luego de un resultado tan abrumador –como dije, menos electoral que abismal- no es posible quedarse mudo en la afirmación a-crítica de todo lo actuado. No obstante, la crítica no es de índole literal, rutinaria, equivalente a una rápida expurgación que sirve para comprar otro boleto de tren para reiniciar otro viaje en dirección contraria. Hay que estar muy intranquilo para conocer a fondo las razones de un derrumbe, de este desplome con tantas dimensiones a ser examinadas, internas y externas. Y esa intranquilidad proviene de lo que se venía originando en las grandes escenas internacionales, donde las lógicas financieras asociadas a nuevas formas de consumo –del poder, de las guerras territoriales y religiosas, de las nuevas militancias sacrificiales, de las nuevas acciones del capitalismo ya fusionado a todas las “formas de vida”- arrasaban con los tejidos existenciales de vastos núcleos humanos.
Pero también el gobierno de Cristina transitaba por difíciles cornisas, que mezclaban valentías inusuales en foros internacionales con proclamas sobre el “capitalismo serio” que no se condecían con la crítica a las “corporaciones”. Muchas veces, un genuino fervor sostenido en grandes leyendas nacionales, ocupaba el lugar entero que debía compartir con análisis más realistas de la situación. Por otro lado, las políticas económicas no se sometían a miradas más agudas que alertaran que se estaba transitando por el filo de la navaja –resalto, no obstante, la sensatez decidida con que Kicillof tomó los delicados asuntos de los deudores recalcitrantes que impiden ya no las soberanías nacionales sino las formas existenciarias colectivas más elementales-, y si bien el Estado era desacralizado (desburocratizado) para hacerlo admitir comportamientos militantes que lo reactiven, no pocas veces esto permitió desprolijidades, que hoy exaltadas al extremo por la prensa oficial que ocupa todos los espacios del lenguaje informativo, configuran las bases de una situación genéricamente persecutoria basada en la interpretación hiperbólica de ese u otros errores.
La “autocrítica” no es un ritual o un protocolo cargado de axiomas. Es principalmente la búsqueda de una forma para hablar de lo que pasó. Especialmente, esa forma requiere cierta distancia para los que de alguna manera u otra, tomamos el compromiso de actuar en el apoyo del gobierno –o como es mi caso- aceptando ser sus funcionarios en distintos niveles de responsabilidad. Y esa distancia no es un apartamiento de lo político y los compromisos que de allí emanan, o una negación de aquello que aceptamos, sino la creación de una mirada que examine lo que ocurrió al estar cerca, bajo la manera de un método de extrañamiento que lejos de desentendernos de una interpretación profunda, nos aparte de los “conversos”, “nuevos pluralistas”, “inquisidores que pasan la factura” y “ortodoxos de la vendetta”. Pero que nos acerque con más sensibilidad a explicar lo que vivimos. El extrañamiento es un modo de la objetividad en antiguas críticas literarias, pero es la objetividad del comprometido.
Asistimos ahora a una nueva persecución bajo la forma de la difamación, que nunca cesó. Es pre y post gobierno de Cristina. Como tantos opinan, se trata ya no de destruir una estructura sino de demoler un recuerdo. Debe haber entonces una reflexión que acentúe formas éticas –no debe ser problema llamarlas resistentes, todo resurgir futuro implica una forma óntica de tipo resistente – y después una oposición política –parlamentaria, social, y en ámbitos urbanos abiertos- que ate los puntos de protesta más elocuentes y no rociados de un costumbrismo sin capacidad de convicción o persuasión, y que así nos vaya acercando a la configuración de un frente social novedoso, aglutinante, convergente.
Una y otra vez en la historia se ha presentado esta disyuntiva. Estamos recién en los comienzos de reconocerla y pasar lista de los infinitos nombres que llenarán lo casilleros donde se inscriban las voluntades que ya estaban y las que se sumarán.
(Escrito el 22 de febrero de 2016, a la noche. Leo en Clarín una nota sobre una asamblea de Carta Abierta, donde el comentario del periodista sobre una intervención mía no es totalmente exacto. No puse a Holland a la misma altura que la presencia de Obama en la Ex Esma. Ambos son hechos complejos de distinta significación. El periodista pone entre paréntesis su opinión, refutando al parecer al orador, que sería tan necio que no sabe que Holland viene a recordar a los desaparecidos franceses. Creo que es el periodismo de combate de Clarín, que entre líneas sabe cómo ridiculizar todo lo que digamos los del “período anterior”. Reafirmo que el problema es la fecha en que vienen. Si hubiera venido Mitterand, seguro que no se prestaba a la confirmación de una nueva versión de los “derechos humanos”, ya convertidos en una pieza de la globalización y un canje con la situación venezolana y cubana. Es claro que festejo que Holland recuerde a los desaparecidos franceses, pero no me diga el periodista Héctor Pavón –que sigue gozando de mi simpatía, en este caso crítica- que no se abre un dilema trascendente respecto a la fecha. Eso es lo que tendría que haber informado, pues eso fue el corazón de lo que se dijo. De ahí también mi observación de que la invitación a Estela Carlotto adquiere una gran importancia, porque sobre ella reposará la responsabilidad de devolver la atención pública sobre el tradicional acto de Plaza de Mayo de las organizaciones de derechos humanos y sociales del país. Estela conoce suficientemente bien a todos estos personajes de la política mundial, como para salir muy airosa del desafío al que es sometida).
Buenos Aires, 22 de febrero de 2016
*Sociólogo, ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional