Derecho a la Alimentación y Soberanía Alimentaria
El actual modelo de acumulación y desarrollo de las fuerzas productivas está agotado. De aquí la necesidad de pensar en una nueva relación entre la ruralidad y los centros urbanos, desde una perspectiva humana y no desde el frenesí de una acumulación de capital que sólo lleva a la insatisfacción y la desigualdad.
Por Carlos Raimundi*
(para La Tecl@ Eñe)
Este artículo parte de una base conceptual que es el agotamiento del actual modelo de acumulación y desarrollo de las fuerzas productivas, desde el momento en que está completamente ausente de él toda aspiración de felicidad, esperanza, igualdad y justicia, valores esenciales a la condición humana.
Nadie, en su sano juicio, podría bregar por sostener un modelo que, entre otras consecuencias, ha llevado a que 85 fortunas personales reúnan la misma riqueza que los 3.500 millones de habitantes más pobres del planeta (de los cuales alrededor de 1.000 millones está padeciendo hambre en este mismo instante).
En este marco incorporo, desde mi mirada filosófica y política, y no técnica, las nociones de Derecho a la Alimentación y Soberanía Alimentaria. Nuestras creencias más básicas nos llevan a bregar porque los seres humanos, con absoluta prescindencia de sus condiciones particulares, no sólo estén alimentados, sino APROPIADAMENTE alimentados.
Quisiera ahora distinguir dos tipos de sujeto productivo, según el modelo que se adopte. El que suscintamente acabo de describir se apoya en un conjunto de instituciones de índole estrictamente financiera, como los bancos, la apertura del comercio, los seguros y el tráfico de derivados, las primas y las burbujas, los fondos de inversión, las calificadoras de riesgo. Para ellos, el mundo entra en crisis cuando cae una de estas instituciones, como fue el caso de Lehman Brothers en el año 2008.
Para el modelo de mayor justicia al que aspiramos, hay crisis cuando un solo niño en el mundo padece hambre. Por eso procuramos fundarlo sobre otras instituciones, como el precio justo, el comercio responsable, los fondos de desarrollo local, las empresas recuperadas, la incorporación de valor en origen, los microcréditos, la agricultura familiar, la construcción de una nueva ruralidad, el cooperativismo y el asociativismo, las energías alternativas. Un conjunto que podríamos englobar en el concepto de Economía Social y Solidaria.
Y aquí cabe hacer una nueva distinción. Yo no me refiero a ella como un subsistema cuasi-marginal, emergente de situaciones de pobreza y, por tanto, merecedora de la atención asistencialista del Estado, sino que concibo a la Economía Social y Solidaria como la nueva matriz organizadora de la producción, superadora del modelo agotado. Y a los que trabajan en ella como los protagonistas de un nuevo paradigma social de inclusión e igualdad entre los Seres Humanos, y no de abandono, desprecio, miseria e insatisfacción, que es lo que vemos agrandarse en el mundo de estos tiempos. Pasar, en definitiva, de la marginalidad a la centralidad.
Al respecto, los últimos años develan una nueva sociología rural en la Argentina, y seguramente, con sus matices, en toda nuestra región.
¿Quién “alimenta” a los argentinos? ¿Quién lleva los alimentos a su mesa? Y aquí una nueva diferencia. Una cosa son los grandes beneficiarios de los nuevos sistemas productivos, crecientemente teñidos de aspectos financieros y no eminentemente productivos, y otra cosa son los productores de verdad. Los primeros se relacionan con la tierra pensando en las pizarras de los grandes mercados bursátiles a futuro. Su objetivo es la tasa de renta, no el amor por la tierra. Lo mismo les da conseguirla a través de los nuevos sistemas de siembra, que comprando acciones de una empresa de celulares o vendiendo paquetes de turismo VIP, según se vayan inclinando las oleadas del mercado financiero.
El que verdaderamente pone los alimentos en la mesa de los ciudadanos y ciudadanas de nuestro país es el pequeño productor que, organizado de diversas maneras, siente lo que hace, quiere lo que hace, y sabe que su destino y el de su familia no está en una plaza financiera del exterior, sino en la dignificación de todos los demás conciudadanos y conciudadanas con los cuales convive. Estoy convencido de que esta concepción, lejos de cualquier mirada ingenua o idílica de la realidad, es la que podría llevarnos a un mundo más justo y con menos vicisitudes.
El mundo de hoy está construido sobre desatinos. Cada tonelada de cobre fino que exporta Chile demanda noventa de agua. El desierto chileno es uno de los principales exportadores de agua del planeta. Por cada caloría que generan nuestras economías deben invertirse diez. Sólo tres de ellas directamente relacionadas con el hecho productivo en sí mismo, las restantes vinculadas a logística, trasporte, comercialización, empaque, estrategias de marketing. Y esto es así pese a que el calentamiento global exige el ahorro de calorías.
De aquí la necesidad de pensar en una nueva relación entre la ruralidad y los centros urbanos, desde una perspectiva humana y no desde el frenesí de una acumulación desenfrenada de capital que sólo lleva a la insatisfacción. De aquí la necesidad de un nuevo balance ecológico y poblacional a nivel mundial, de modo que al nombrar al mar Mediterráneo, volvamos a invocar la hermosa canción de Joan Manuel Serrat, y no la fosa común más extensa del planeta en que el modelo agotado lo ha convertido.
Buenos Aires, 13 de noviembre de 2015
*Diputado Nacional Frente para la Victoria