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Carta IV a Jorge Alemán

El kirchnerismo puso en evidencia la disputa en el interior del peronismo. Señaló sus límites y la necesidad de ampliar su base de sustentación material y simbólica. Creer que recostarse en el PJ y sus lógicas territoriales supone la única opción para disputar con posibilidades el futuro inmediato constituye una clausura de lo que su nombre significa en la historia argentina como renovación de los ideales de emancipación y justicia. En el interior de esa creencia subyace el intento de adaptar, una vez más, el peronismo a su versión conservadora, esa que deja tranquilo al poder económico corporativo.

 

Por Ricardo Forster

(para La Tecl@ Eñe)

Querido Jorge,

 

Celebro que vayamos recorriendo distintos caminos en este diálogo epistolar que, ahora, y gracias a tú última carta nos lleva, como no podía ser de otro modo, al peronismo, ese “vasto nombre” (parafraseando a Borges) que encierra tantas vicisitudes y que ha marcado a fuego nuestro itinerario nacional. Me impacta lo que suscita, al menos en mí, la frase provocativa con la que das inicio a tus reflexiones sobre el movimiento creado por Juan y Eva Perón: “El peronismo ha muerto y precisamente como no es posible concebir la vida sin los muertos, sin  el diálogo infinito con los mismos, sin su permanente legado, sin su herencia siempre a descifrar, el peronismo es una gran reserva de memoria histórica que obliga y exige lecturas muy atentas, no solo historiográficas sino también filosóficas”. Lo espectral, quizás en el sentido que Derrida le da al término en Espectros de Marx, cabe en lo que señalás, en el impacto de una frase que es, al mismo tiempo, lapidaria y ambigua porque muestra un cierre que nunca se completa y que sigue desafiando al presente, que perturba, en el mejor sentido, la actualidad de aquello que no podemos cerrar de nuestro vínculo con el peronismo, con su presencia espectral, con su potencia simbólica y sus equívocas formas de persistencia. Pero también supone una pregunta incómoda por su futuro, por ese advenir que parece envuelto en sombras y problemas. ¿Acaso hay un peronismo que siempre está dispuesto para sacarle las castañas del fuego al Sistema, para reconstruir gobernabilidad en momentos de crisis y estallido? En tu carta, eso creo, lo preocupante es ese resto conservador que se guarda en cierto peronismo que, como si fuera un muerto-vivo, se apresura a ofrecerse como alternativa a la masacre social, institucional, económica y cultural desencadenada por el macrismo. Para lograr eso –convertirse en el recambio, ser oposición blanda y confiable– debe, como bien decís, desprenderse de ese otro nombre que lo persigue: el del kirchnerismo representado por Cristina. Y eso, nos lleva, claro, a tu frase lapidaria: “el peronismo ha muerto” que, aunque se la tenga que entender con la aclaración que le sigue, no deja de perturbarnos y de enfrentarnos a una tradición que es bajo la forma de la herencia o el legado pero que ya no parece “vivir” como plenitud. ¿Es posible hablar de la muerte de aquello que sigue atravesando nuestra actualidad y definiendo el horizonte, incierto, de la política argentina? ¿Es acaso su espectralidad la que nos sigue ofreciendo su legado emancipatorio heredado por el kirchnerismo? ¿Cómo pensar y construir en la práctica una alternativa que sea capaz de disputar poder asumiendo esta condición espectral del peronismo? ¿Es posible sustraerse a un llamado a la unidad mayúscula –en la que todos entran– en nombre del horror macrista y su capacidad de poner en riesgo la vida democrática del país? En las respuestas de algunos a estas preguntas se deja ver un intento de sepultar la experiencia kirchnerista, de convertirla en otra estación en la larga marcha del movimiento nacional asumiendo sus logros y carencias, pero destacando que su tiempo ha quedado a nuestras espaldas. Como siempre se trata de lo que dice y deja de decir un nombre tan cuantioso como el del peronismo. Una interminable querella interpretativa que se juega en el interior del presente y que, como en otras ocasiones, determinará no sólo la mirada retrospectiva sino, también, el horizonte de futuro.

    

Me gustaría, contra esas respuestas que parecen provenir de una seudo hegeliana “astucia de la razón” que siempre justifica todo (y más si de lo que se trata es de doblegar a lo peor de lo peor que hoy nos gobierna), regresar sobre algunas cosas que escribí, no hace mucho, sobre estas cuestiones para seguir por la huella que dejás.

 

El kirchnerismo es un nombre original, una invención inesperada marcada por la saga popular, por sus mandatos inconclusos, por sus desafíos, sus éxitos y sus derrotas. Su aparición en la escena de un país incendiado y a la deriva vino precedida por el desmoronamiento de una gran tradición política que llegó, al final del siglo pasado, envuelta en la incertidumbre de su propia historia, de un presente de agotamiento y de un insospechado futuro. Hablo, claro, del peronismo, de sus múltiples piruetas y travestismos que le permitieron, una y otra vez, cambiar de rostro y de discurso asociándose a los vientos de época. Lejos, muy lejos parecía quedar esa saga de un peronismo combativo capaz de ilusionar a una generación con la transformación social más avanzada en el interior de un país que le respondería, a ese deseo alocado y revolucionario, con la peor y más maliciosa de las acciones: la dictadura, el terrorismo de Estado, la masacre. Un peronismo desnutrido de sus ensoñaciones emancipadoras e igualitaristas que entró en el tiempo democrático para ofrecerse como la fuerza de la restauración, como el encargado de borrar sus antecedentes plebeyos en nombre de una nueva modernización. Nada parecía haber quedado de aquel otro peronismo de los setentas, de palabras rumorosas capaces de interpelar al poder, de jóvenes desafiantes incluso del propio Perón que, en sus meses finales, se inclinaba, más y más, por las fuerzas de la conservación contra los ímpetus de una generación ilusionada con hacer confluir el río del peronismo con el río de la revolución social. La sombra de la tragedia comenzó a desplegarse en Ezeiza. No hubo retorno. Apenas la certeza de un aceleramiento imposible de los tiempos que culminaría en la noche de la dictadura.

    

Casi tres décadas le llevaría al peronismo recobrarse del embrujo que lo carcomió por dentro. El nombre del kirchnerismo vino a sacudir lo que parecía sellado, historia acabada. Abrió lo que parecía imposible de abrir: la memoria de un peronismo supuestamente tragado por las inclemencias argentinas y por su propia decadencia. Provocación y estupor. Su nombre está cargado por esas dos inquietudes. Aunque algunos intenten huir de ese origen, de esa potencia de ruptura, su continuidad está sobredeterminada por la perseverancia de su capacidad de incomodar y de cuestionar la trama de los privilegios en un país que, cada determinado tiempo, busca reencauzar la lógica de la repetición bajo la denominación de los poderes económico-corporativos. Una parte del peronismo ha sido y sigue siendo funcional a ese retorno. El kirchnerismo dejará de ser en el instante mismo en el que en su interior, bajo cualquier excusa de sobrevivencia espuria, se escuchen los reclamos de cordura, de ciclo cumplido. Cuando en el peronismo se habla de englobar a todos los sectores, cuando se escucha aquello de que “finalmente somos todos compañeros”, lo que se está diciendo sin decirlo es que se prepara, una vez más, la pirueta que conduce al establishment, el giro que vuelve a depositarlo en el núcleo de la repetición.

    

Hoy, y bajo distintos nombres (suenan con sus diferencias los de ciertos gobernadores, esos que siempre estuvieron lejos de kirchnerizar al peronismo de sus provincias, y, por supuesto, los de los nuevos heraldos del peronismo conservador que se han convertido en los opositores-aliados del gobierno) se busca cerrar (quizás como si fuera el resto de una pesadilla que se desea olvidar) la anomalía iniciada en mayo de 2003 y que, con la dura derrota de noviembre de 2015, atraviesa por un tiempo de esencial reconfiguración no exento de problemas y amenazas que vienen  de adentro y de afuera. De nuevo, y como un signo de su historia zigzagueante, regresa una disputa que, eso hay que decirlo, no dejó de acompañarlo, al menos, desde el conflicto de la 125 en marzo de 2008 en la que una buena parte del PJ confluyó con la corporación agromediática (el massismo es hijo de esa confluencia). En esos días calientes en los que tantas cosas fueron puestas sobre la mesa, y en los que los actores asumieron sus papeles en el drama de la historia, el kirchnerismo encontró su nombre y su potencia, pudo darle palabras a su desafío y a su proyecto. En esos días, también, algo inevitable volvería a sacudir al peronismo.

Hoy, cuando todo sigue estando en disputa y bajo la forma del riesgo que toma los rasgos de la fragmentación y la derrota, regresa la amenaza, que se realiza día a día, de la restauración, pero no sólo como una acción extemporánea, venida de afuera, sino como la horadación que se precipita desde el interior. No hay peor cuña que la que se hace con la astilla del mismo palo. Por eso es imprescindible discutir críticamente el legado del propio peronismo, no dejarlo desplegarse como si nada guardase de peligroso en su devenir histórico y sospechando, siempre, de los cultores de la “unidad por sobre todas las cosas”. No se trata de ir a la búsqueda de una pureza imposible y viscosa, pero tampoco de ir con todos y con cualquiera con tal de recuperar, sin principios, el poder para simplemente “limpiarle la cara”. Sin dudas, que el triunfo electoral de la derecha neoliberal (primera vez en nuestra historia democrática que logra legitimarse por el voto ciudadano sin tener que apelar a la parasitación de algún partido o movimiento de raíz popular o, como lo hizo desde 1930, apelando a los golpes militares) redefine muchas cosas, le da un fondo urgente y complejo al futuro del peronismo y, claro, a la continuidad de su momento más avanzado que lleva el nombre de quien logró sacarlo de su marasmo. Para ciertos sectores del establishment sigue siendo el peronismo conservador la garantía en última instancia de la gobernabilidad a favor de sus intereses. Trabajan, imaginando una posible crisis de la derecha macrista, a favor de los Massa, los Urtubey, los Bossio, los Pichetto, nombres que, más allá de sus portadores, expresan la tendencia restauracionista que se guarda en el interior del movimiento creado por Juan Perón. Aunque también es cierto que, en el macrismo, hay un espíritu revanchista que intenta liquidar lo mejor de una tradición política que introdujo, una y otra vez, el conflicto y la disputa por la justicia y la igualdad. Sueña, la derecha, con convertir ese legado en pieza de museo.

 

En la opción del 83, la que encabezó Italo Luder  –jugando en espejo con la historia–, se ofrecía, aunque sin la claridad brutal que adquiriría al final de esa década con la llegada del riojano, un peronismo lavado de sus matrices populares y continuador, sin la vocinglería fascistoide del lopezrreguismo, de la anticipación pergeñada por el rodrigazo en 1975 contra esa misma historia de unos orígenes que quedaban cada vez más lejos y como recuerdo mítico de lo que ya no regresaría. La sombra de Perón seguiría el camino de un ritualismo vaciado de aquel lenguaje que mortificó, durante décadas, a las clases dominantes. Quizás por eso no resultó, finalmente, una sorpresa el “giro” de 180 grados efectuado por la copia devaluada de Quiroga. El sortilegio de un peronismo capaz de regresar sobre sus pasos para reencontrarse con esa “esencia perdida” del 45 quedó inmediatamente sepultado una vez que la certeza del poder le permitió a Menem acomodar las fichas de acuerdo a las exigencias de los nuevos tiempos dominados por la economía global de mercado y la hegemonía unipolar de Estados Unidos. Hay una relación directa, aunque complejizada por los cambios de época, entre “las relaciones carnales” del menemismo y los exabruptos de Massa ante la embajadora del país del Norte que todos conocimos por los wikiliks, la velocidad con la que una parte del peronismo se acomodó al triunfo de Mauricio Macri votando el ignominioso acuerdo con los fondos buitres que abre el tercer gran endeudamiento de la historia nacional o el apoyo parlamentario para aprobar la ley de reforma previsional que horada los derechos de millones de jubilados, sólo por citar algunos ejemplos de una complicidad expandida y cínica. Todos, el riojano que caricaturizó a Quiroga, el  ex intendente de Tigre que recorrió con fruición de nuevo rico los pasillos del poder empresarial y los gobernadores, senadores y diputados que cerraron sus acuerdos espurios con el oficialismo, representan una parte no menor del peronismo. Eso es siempre bueno recordarlo para después no hacernos los sorprendidos.       

    

Porque ya no se trata de una paradoja ni de una desviación: el peronismo se mueve sin contradicciones lógicas alrededor de la figura del oxímoron. Se podrá ser socialista, radical, nacionalista, liberal o comunista pero, como decía pícaramente el General, “todos son peronistas”. Lógica rotunda y dueña de una consistencia arrasadora de exigencias puristas que le ha permitido el eterno juego pendular de los ciclos de la historia contemporánea argentina. Pero, sobre todas las cosas, que le ha posibilitado la adaptación oportunista, el cambio de maquillaje y la pirueta de 180 grados capaz de invertir lo defendido el día anterior. Allí está su viscosidad, el núcleo de lo que para gran parte de sus dirigentes y cuadros representa la persistencia en el tiempo y, principalmente, la posibilidad de permanecer siempre a tiro de piedra del poder.

    

Cuando el peronismo cuestionó, en su interior y a través de acciones de gobierno concretas, esa veleidad pendular y travestista fue cuando se volvió insoportable para el poder real. Eso sucedió en 1945, en 1973 y a partir del 2003 y hasta diciembre de 2015. Ahí despertó los demonios dormidos de quienes siempre ejercieron su potestad desmesurada sobre los destinos del país. Ese peronismo de matriz popular, capaz de desafiar materialmente a los poderosos, lanzó al ruedo nombres disruptivos. Cito a Daniel Santoro y sus ocurrencias iluminadoras (que en su intercambio epistolar con Horacio González reclama la más amplia unidad del peronismo para hacer frente a la destrucción macrista siguiendo, en este sentido, la lógica de “la unidad a cualquier precio y con todos”) para intentar entender algo de lo que viene suscitando ese peronismo subversivo que, pocas pero decisivas veces, conmovió la marcha de la sociedad: “sucede que hay unos negros afuera que quieren entrar”. Esa exigencia revolucionaria para la época fue la que resultó insufrible para una clase social acostumbrada a la subalternidad de los trabajadores y siempre dispuesta a proferir comentarios paternalistas en relación a esos “negros” que, mientras no expresaran a viva voz sus deseos de entrar, seguirían siendo “los pobrecitos de siempre”. Penetrar en el interior laberíntico de esa frase simple y explosiva significa, eso creo, descifrar el supuesto enigma del odio que ese peronismo de nombre cambiante ha suscitado. Pero también resulta importante ir más allá del esencialismo peronista, aquella ontología de entrecasa que ha permitido justificar cada una de sus defecciones o cambios de timón a partir de una continuidad ahistórica que mantiene, siempre, la pureza intocada del origen mítico.

    

El kirchnerismo, su nombre dislocador, volvió a poner en evidencia la disputa en el interior del movimiento creado por Juan y Eva Perón. También señaló sus límites y la necesidad de ampliar su base de sustentación material y simbólica reponiendo lo mejor de su historia pero, también, atreviéndose a nombrar de otro modo la actualidad. Sus mejores momentos fueron aquellos en los que lanzó al ruedo un lenguaje y una práctica que siendo herederos de una larga travesía lograban decir y hacer de otro modo los desafíos de la época. Sus fronteras y sus regresiones se vinculan con el retorno de una liturgia llena de mitologías y carente de invenciones democrático populares. Creer que recostarse en el PJ y sus lógicas territoriales supone la única opción para disputar con posibilidades el futuro inmediato constituye, más que un error, una clausura de lo que su nombre vino a significar en la historia argentina como renovación de los ideales de emancipación y justicia. En el interior de esa creencia subyace el intento de adaptar, una vez más, el peronismo a su versión conservadora, esa misma que amenaza con cerrar sus antiguos y actuales ímpetus transformadores. Esa es la versión que deja tranquilo al poder económico corporativo y que, de la noche a la mañana, le permite a amplias franjas de las clases medias archivar el odio enfermizo que las ataca cada vez que regresa el fantasma de Evita metamorfoseado en el “advenedizo matrimonio del sur patagónico”. Cuando eso sucede se abre “de nuevo la cápsula del tiempo y reaparece, intocado, el antiguo gorilismo con su secuencia de odio y prejuicio de clase”. Habrá que volver sobre esta cuestión y, fundamentalmente, sobre lo que dispara el nombre del kircherismo para que se produzca, bajo nuevas condiciones, ese retorno de lo dormido y siempre latente.

    

A la velocidad del rayo se declaró la metamorfosis de una tradición que había nacido para reparar las injusticias y la desigualdad, para hacer visibles a los invisibles y que rompía en mil pedazos su contrato fundacional para ofrecerse como el mejor instrumento que el capitalismo neoliberal necesitaba en aquel momento de nuestra historia cada vez más famélica de ideales y más inclinada a la destrucción de sus mejores tradiciones políticas. Eso fue el menemismo como brutalización de una memoria popular. Degradación que venía a completar el trabajo de demolición de la dictadura y que ya había sido anticipado por Italo Luder cuando anunció, en plena campaña electoral del 83, que respetaría el autoindulto decretado por los genocidas. Una parte del voto que recibió Raúl Alfonsín provino de quienes no podían aceptar el pacto del olvido. El propio Alfonsín se encargaría, después de transitar la mejor etapa de su gobierno, aquella del juicio a las juntas y de los fervores democráticos cuyo mantra fue el preámbulo de la Constitución, de reencontrarse con la promesa fraudulenta de ese peronismo conservador a través de la promulgación de las leyes de impunidad. Menem sellaría la regresión decretando los indultos pero agregándole la novedad de convertirlo en el brazo ejecutor de la neoliberalización del país. El peronismo y el radicalismo, cada uno con sus propias miserias y de acuerdo a sus recursos simbólicos y políticos, se encaminarían al desastre y terminarían por hacer propia la reestructuración neoliberal de la economía hasta su estallido en diciembre de 2001. El nombre del kirchnerismo vendría, bajo la impronta del azar y de los tenues hilos de la historia, a reponer, bajo nuevas condiciones, la cuestión del peronismo. Una vez más.

 

Buenos Aires, 10 de enero de 2018

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