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Sobre pliegues, pueblos invisibles y sobreexpuestos:

Imágenes y palabras sobre lo ‘inimaginable’

 

En Salta, los niños de pueblos originarios mueren de hambre. No sólo en Salta, pero eso no es un consuelo. Esto sucede en la Argentina, en un territorio interprovincial desmontado, sembrado con soja, desertificado que ha dejado a sus habitantes ancestrales subviviendo debajo de la línea de pobreza. Los medios realizan un tratamiento ocasional e interesado de este grave problema mientras la matriz es la negación de la existencia de estos pueblos milenarios.

 

Por Alejandra Cebrelli*

(para La Tecl@ Eñe)

En Salta, los niños de pueblos originarios mueren de hambre. No sólo en Salta pero eso no es un consuelo.

 

El estado provincial reconoce el problema, es verdad, y elabora una serie de políticas públicas para paliar una situación de larga data y ya endémica en las zonas donde hay más comunidades aborígenes, en especial wichis y guaraníes. Juan Manuel Urtubey invierte millones en asistencia alimentaria y en infraestructura hospitalaria, capacita médicos, enfermeros, agentes sanitarios y pide ayuda a organismos internacionales y nacionales especializados en el tema. En los últimos seis años se reforzó la inversión pública en áreas claves como salud y atención nutricional, que junto con políticas descentralizadas permitió mejorar ‘en forma considerable’ la situación nutricional. No se puede decir que no hace nada. Tampoco que haya solucionado un problema arraigado en los tiempos largos, medios y cortos de la historia nacional y local. De hecho, los chicos se siguen muriendo de hambre, de sed, de enfermedades relacionadas con la miseria: parasitosis, diarrea, septicemia. Los vamos contando por año, en el 2011 fueron nueve o diez según las fuentes, en lo que va del 2014, ‘apenas’ dos o tres.

 

Esto sucede en la Argentina, en el ‘corredor del hambre’ –como lo denominó no sin malicia el diario  Clarín- un territorio interprovincial desmontado, sembrado con soja, desertificado que ha dejado a sus habitantes ancestrales subviviendo debajo de la línea de pobreza. Es que la expansión de la frontera agraria es, sin duda, otra de las caras del hambre y la miseria. Y eso no se dice en las páginas del ‘gran diario argentino’.

 

Y acá se pone en evidencia la importancia del tratamiento que hacen los medios de esta situación que, para la mayoría de los conciudadanos, no existe en este país, como las mismas comunidades donde el hambre sigue siendo un flagelo. Porque este problema señala un pliegue en el imaginario, en ese magma de doxa que alimenta y del que se alimentan los medios y que por años negó siquiera la existencia de estos pueblos milenarios.

 

Casi once años de políticas públicas destinadas a la ampliación de derechos de la ciudadanía han construido un zócalo discursivo donde hoy es posible visibilizar a estos pueblos y a sus conflictos. Y que se instalen –a veces de forma fugaz y siempre al servicio de intereses ajenos a los propios- en las agendas mediáticas y en las políticas. Eso es un gran avance. Pero no alcanza. Los chicos se siguen muriendo aunque la mortalidad infantil haya bajado del 16 % al 12 % y esos indicadores sean los más bajos de la historia", como asegura Urtubey blandiendo cifras oficiales en medios políticamente afines.

 

Mientras tanto, los diarios y canales opositores –destacando que el gobernador ‘está alineado’ con el gobierno nacional- hacen informes y notas donde se entrevistan a los desolados familiares que relatan situaciones inimaginables para el resto de la audiencia: la mamá de una beba que falleció en el hospital zonal cuenta cómo tuvo que traer el cadáver de su hijita envuelto en una toalla ‘a upa’ hasta la casa porque hasta la ambulancia le negaron. Es un otro que está poniendo en palabras lo imposible y lo indecible frente a una cámara que convierte en pura mercancía esta fulgurante imagen de una lágrima que se resbala por una mejilla castigada y oscura, sinécdoque de un pueblo invisibilizado. Porque el lenguaje no alcanza para contar una historia cuyo dolor ‘excede’ la imagen y la palabra aunque tales limitaciones no impidan que el aparato mediático la absorba y la explote sin demasiados miramientos. Y ese exceso es también un índice de ese pliegue en el imaginario al que me referí más arriba.

 

Uno se pregunta, entonces, cómo pueden pasar estas cosas en este país y se hace eco de las palabras dichas el año pasado por un Jorge Lanata cuando afirmaba (esta vez sin insultos ni palabras soeces): ‘Ni Australia ni Canadá, muerte por desnutrición en Salta’  (https://www.youtube.com/watch?v=nbGJsXgoe5s ). 

 

 

 

 

Confesión de parte. No de él como individuo sino de la función que cumplen estas historias, subsumidas en los pliegues del imaginario, cuando son sobreexpuestas. Ese magma donde se construye, se sostiene y legitima eso que llamamos ‘sentido común’, expresión más cabal de la hegemonía, la caja de resonancias de los sentidos de palabras, de historias, donde los medios –al sobreexponerlas- realizan una infinidad de operaciones ideológicas: muestran estas historias, le instituyen valores morales (al servicio de sus intereses, siempre mercantiles), regulan la legitimidad social (esto es insoportable, se dice) pero sepultan todo el proceso en una catarata de imágenes nuevas.

 

Y llega el olvido.

 

Entonces el pliegue, antes desplegado, se vuelve sobre sí mismo y se produce un nuevo ocultamiento: hay niños que mueren por hambre, se mostró, se sabe. No hay análisis de causas, no se muestran agenciamientos, no se mencionan políticas públicas –a todo eso se lo llevará la catarata de nuevas imágenes- pero queda algo: la idea de que hay lugares sociales indeseables, abyectos y, por lo mismo, olvidables (‘Que no quiero verl[o]’, decía el poeta español). Sigue Tinelli, la telenovela, el último robo en el cono urbano bonaerense, algún femicidio más o menos truculento. La sobreexposición ha (re)plegado el imaginario en un nuevo ocultamiento al que se suma una cuota de naturalización.

               

Mientras tanto, las lágrimas siguen cayendo en mejillas cada vez más invisibles.  

 

 

*Docente e investigadora Universidad Nacional de Salta – ANPCyT @alejaceb

Más allá de la retórica televisiva, ¿qué pasa a estos pueblos castigados al pasar de la subexposición a la sobreexposición en la boca de un periodista hipermediático? Pues, durante muchos años nadie supo nada de ellos; ni siquiera ahora cuando los pueblos originarios, las mujeres sometidas a la esclavitud de la trata, los grupos LGTB –entre muchos otros que estaban en los bordes de la ciudadanía- son traídos lentamente a su centro por políticas públicas inclusivas; ni siquiera ahora, pues la muerte por hambre no nutre los temarios de diarios ni noticieros de referencia nacional o local, tampoco alcanza a ser un trending topic en Twitter ni en ninguna otra red social.

               

Es verdad que hoy por hoy estos pueblos, estas familias tienen una imagen, como la de los políticos y los poderosos, sólo que no la administran ellos en el mercado simbólico ni en el mediático. Como tampoco administran los ingresos, ni siquiera los alimentos o el agua potable. Dicen, se muestran frente a cámaras pero no tienen, todavía, el derecho pleno a la imagen ni a la palabra –y eso que la LSCA se los reconoce. Aparecen en las pantallas, pasan fugaces mientras son borrados por otras imágenes cuya novedad, impacto, ineditismo las hacen desaparecer de la memoria de los espectadores. Como dice Lanata, al cerrar el informe periodístico aludido: ‘Yo no había visto este tape y nos pasa de todo, todo el tiempo, vivimos muy rápido en este laburo y una cosa va tapando a la otra, a la otra, a la otra y entonces es como que te olvidás’.

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