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Necrografías

El miedo al fin como también la insoportable idea de que algo no se terminará nunca, y a la vez, el deseo de cómo hacer para que, al decir de Lezama Lima, la eternidad sea “más breve”. Sin embargo, allí está también el enunciado imposible del que habló Barthes en su lectura de “El Señor Valdemar” de Poe: “estoy muerto”. Esta imposibilidad desencadena los escritos surgidos en directa relación con la muerte: epitafios, elegías, necrológicas.

 

Por Susana Cella*

(para La Tecl@ Eñe)

Recuerdo que mi abuela recortaba de esa sesión de los diarios llamada “Avisos Fúnebres” aquellos donde se anunciaba la muerte de algún miembro de la familia, de amigos y vecinos, y las ponía debajo del cristal de su cómoda al lado de fotos y estampitas. Siempre, desde aquellos tiempos en que admiraba el mueble de madera oscura lustrada, con un espejo grande de tres lunas, frascos de cristal facetado y algunos floreritos de porcelana, esos menudos rectángulos de papel, escritos en letra negra sobre fondo amarillento y cruz encima del nombre, me llamaban la atención, aunque esto es poco decir porque se me enredaba lo que sentía, entre curiosidad, susto y reverencia, además de preguntarme por qué esa costumbre que, al menos en lo que a mí podía constarme, sólo mi abuela tenía. La muerte era en ese entonces para mí un nombre poblado de historias sobre la separación del alma y del cuerpo, con la primera volando hacia el cielo para enfrentar el juicio individual de Dios, cara a cara, difuminada la imagen en nuboso ámbito donde quizá el alma, imaginada como una especie de mármol de Carrara, más o menos blanco según los pecados que la mancharan, se encontraría menos con el remanido anciano de barba larga que con un triángulo dorado, o una luz encandilante entre la que se movían ligeros, los ángeles, no gorditos y sonrosados sino delgados, con largas túnicas y alas sedosas.

Pero al mismo tiempo veía que la muerte era motivo de una serie de actos que iban desde lágrimas o caras serias, reyertas suspendidas por un tiempo, mujeres vestidas de negro en un lapso variable según el grado de cercanía con el muerto, hombres con una corbata negra o una faja del mismo color, teñidos abundantes de ropa  para eso que llamaban luto, y más importante para mí, entre esos cambios que presenciaba y que en general me resultaban un poco molestos, televisores apagados. Aun cuando no fui a velorios ni al cementerio hasta la adolescencia, sabía cómo eran por las películas, y con todo, cuando sí estuve en unos y otros, pude ver cuánta diferencia había entre la pantalla chata y los tridimensionales lugares.  Igual me sucedió una vez en que viendo viejas fotos me topé con una donde había seis hombres –uno de ellos mi abuelo- llevando un ataúd. Como los recortes de mi abuela, también me sorprendió porque según todo lo que llevaba visto y protagonizado, las fotos eran retratos, playa, montañas, cumpleaños y similares, pensé quién habría sido el funebrero al que se había ocurrido sacarla.  No era, claro, una foto, digamos, oficial, de algún personaje famoso o cosa por el estilo.

 

Entre medio de todo esto una cosa sí era segura y contundente, no iba a ver, al menos en este mundo, al que se había ido, cuyas pertenencias solían guardarse o repartirse como recuerdos que me hacían pensar en las reliquias de los santos, e incluso me preguntaba qué iba a hacer entonces su ángel de la guarda ya relevado de la misión de estar acompañándolo siempre tratando de salvarlo de los peligros y las tentaciones. Si al principio esas ausencias eran de algún modo lejanas, y me hacían recordar a los finales tristes de algunos filmes, sobrevinieron los tiempos en que empezaron a acercarse para ir dejando auténticos y tangibles huecos en los lugares conocidos y queridos. El horror mortis me hacía apartar, como si huyera de eso innombrable y desconocido que venía rondando, y hasta me llevaba a no querer ver, oír o tocar cualquier cosa que había sido del muerto. Desde que fui a los cementerios me empezó a dar asco el olor dulzón y podrido de las flores, a las que con todo prefería frente a esas horrendas ofrendas de plástico que tienen algunas tumbas. Por entonces sabía también lo que era una fosa común, ya había visto más de un testimonio de los campos nazis, y comprendí que una tumba propia podía ser algo que se añorara, como dice Simon Wisenthal en Los girasoles, una tumba con su flor, y quizá también un epitafio. Y ahí seguía, junto con todo esto que asociaba con las llamadas Postrimerías, el Juicio Final y la Eternidad, no sólo por el miedo al fin sino también por la insoportable idea de que algo no se terminara nunca, y a la vez, el deseo de que siguiera, o sea, cómo hacer para que, al decir de Lezama Lima, la eternidad fuera “más breve”, y a la vez no irnos, “en un día como tantos”, según Antonio Machado. Sin embargo estaba también el enunciado imposible del que habló Barthes en su lectura de “El Señor Valdemar” de Poe: “estoy muerto”. Esta imposibilidad desencadena los escritos surgidos en directa relación con la muerte, epitafios, elegías, necrológicas. El epitafio es un modo de discurso que oscila entre la mayor concisión y frases de variada medida y elaboración, en algunos casos tiene que ver con un poema o texto literario, y se encuentra en cercanía a los restos, parte de la tumba misma. La durabilidad que se puede pensar tendría, quedará degastada seguramente por la erosión o la demolición. Por otra parte, hoy día, también los epitafios, en la tramitación de la muerte, van escaseando, como las tumbas mismas, esfumado, valga la palabra, el cuerpo, en la cremación como un apresuramiento para que se cumpla lo de “polvo eres y en polvo te convertirás”. La elegía, en cambio sí es forma literaria que lamenta la pérdida de algo, y aunque este algo pudiera no ser esa definitiva partida, está fundamentalmente ligada a ella, y de algún modo hace pensar en un trabajo de duelo, cuando se recupera de otro modo al ausente hablándole y evocando su vida. De larga data, la elegía es una escritura de sentimientos dolorosos, es un llanto con palabras, ambos dos, contra la angustia máxima de no poder siquiera llorar al muerto.

 

La necrológica en lo que a la palabra concierne –no me refiero aquí a lo que podría denominarse una necrológica en un medio audiovisual- puede asumir variantes por motivos diversos, pero la nota común y general es que habita el ámbito público. Puede estar dotada  de cierta formalidad y hasta solemnidad, cuando menos que de sentires de actos protocolares se trata, y por tanto, con fórmulas consabidas para encomiar al muerto y lamentar su “irreparable pérdida”, valga un ejemplo de estereotipo. En los casos en que refiere a alguien a quien se quiere homenajear por afinidad, para destacar algún mérito, pero que no se encuentra en situación de cercanía directa, asume otro tono, como en la elegía se está lamentando esa pérdida y también, se presentifica al ausente contando su vida y aquellos hechos que lo hacen relevante. Casi paradójico, la muerte de alguien como motivo para hablar de su vida. La acrecida cercanía con aquel que es objeto de la necrológica implica una mayor dificultad de escritura, por la inmediatez y conmoción que hace que las palabras no acudan cuando priman las inarticuladas expresiones como el grito, el llanto o el silencio. Quizá el poder de la elegía pueda ser valioso auxilio en esta situación para proveer, surgiendo de los estratos más hondos, de las primeras experiencias, inconscientes o no, con la fuerza de la palabra poética, precisamente eso, palabra por el ausente, especie de rito fúnebre que permita compartir el dolor, escrito que de la ceniza haga “polvo enamorado”. Creo que por eso mi abuela, en la sabiduría de la finitud, conservaba los avisos fúnebres ahí, en el lugar de su intimidad, para que siguieran siendo diaria compañía.

 

Poeta y novelista. Profesora titular en la carrera de Letras de la UBA y colabora habitualmente en la sección libros de Radar, tiene a su cargo una sección de libros en la revista Caras y Caretas y dirige el Departamento de Literatura y Sociedad del Centro Cultural de la Cooperación.

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