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La historia interrumpida.

Una reflexión acerca de las novelas de la dictadura latinoamericana

Una de las formas que adopta la novela histórica en América Latina es la novela de las dictaduras y de sus dictadores. La novela histórica europea tiene como telón de fondo a las sociedades civiles, es decir, el reino del interés económico, la propiedad privada y sus condiciones jurídico-políticas de existencia y reproducción en el mercado. En América Latina, la novela histórica no traza la genealogía de una clase, sino que más bien describe el deseo poscolonial de afirmar una independencia político-cultural. Asimismo, la lógica de producción e inscripción social de la novela histórica latinoamericana ha sido determinada por la sociedad política, es decir, por el Estado, y uno de los personajes fundamentales de la historia de latinoamericana ha sido el dictador. En ese sentido, la novela de la dictadura latinoamericana quizás sea el único género literario que toma y reflexiona sobre la forma estatal como objeto y sujeto histórico, ya que, con el dictador, de hecho, el Estado es narrable.

 

Por Flavio Crescenzi*

(para La Tecl@ Eñe)

La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Karl Marx

 

Toda dictadura es una novela. Miguel Ángel Asturias

 

 

I

 

La novela de la dictadura latinoamericana constituye una serie literaria excepcional. Podríamos decir, incluso, que es una de las formas que adopta la novela histórica en América Latina. En el análisis ya clásico de György Lukács, la novela histórica tiene como telón de fondo a las sociedades civiles europeas, es decir, el reino —según Hegel y Marx— del interés económico, la propiedad privada y sus condiciones jurídico-políticas de existencia y reproducción en el mercado. Luego, con el ascenso de la clase media burguesa, la historia se transforma en una experiencia de masas, llegando a darse una suerte de popularización de la historia y del relato novelesco: los grandes personajes ya no ocupan el centro de la narración, como en el romanticismo, sino los márgenes. Sin embargo, es necesario señalar que la novela histórica latinoamericana presenta algunas diferencias con respecto a su par europeo.

 

En América Latina, la novela histórica no traza la genealogía de una clase, sino que más bien describe el deseo poscolonial de afirmar una independencia político-cultural. Asimismo, la lógica de producción e inscripción social de la novela histórica latinoamericana ha sido determinada por la sociedad política (y no la civil, como en Europa), es decir, por el Estado (y no por el mercado), y uno de los personajes fundamentales de la historia de latinoamericana ha sido el dictador. En ese sentido, la novela de la dictadura latinoamericana quizás sea el único género literario que toma y reflexiona sobre la forma estatal como objeto y sujeto histórico, ya que, con el dictador, de hecho, el Estado es narrable.

 

En resumen, si el dictador —entendido ahora como personaje político— se define por la concentración del poder ejecutivo, judicial y represivo en su propia persona, es posible narrar su historia (la historia de la forma estatal) como si fuera la de un héroe individual, es decir, como personaje literario. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que la novela de dictador ha usurpado el espacio de la novela histórica latinoamericana del mismo modo que los dictadores de carne y hueso han usurpado el poder, interrumpiendo así el curso de la historia.

 

II

 

Desde la ya lejana Amalia (1855), de José Mármol, pasando por la precursora Tirano Banderas (1926), de Ramón del Valle-Inclán, la novela de la dictadura latinoamericana se ha investido de múltiples formas, configurando un listado interminable. Para los fines de este trabajo, tal vez sólo sea necesario rescatar a cuatro de ellas: El Señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, El recurso del método, de Alejo Carpentier, —ambas publicadas en 1974— y El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez. Lo primero que podemos observar de esta selección es que El Señor Presidente es muy anterior al resto. Lo segundo, si nos adentramos en el contenido y desarrollo de cada uno de ellas, es que la obra de Asturias es una novela de dictadura, mientras que las demás son novelas de dictador.

 

El Señor Presidente se desarrolla como parábola en contra de la irracionalidad del poder absoluto, a partir de la proyección de una atmósfera de opresión y fantasmagoría de cuño surrealista, de un inmovilismo y de un miedo que pesa sobre toda la sociedad. El tirano —Estrada Cabrera— apenas si aparece de un modo directo; es la acechanza invisible lo que motiva ese pánico telúrico, y su naturaleza es mítica. Yo el Supremo, en cambio, reivindica la transgresión lingüística como reacción hacia el discurso monolítico; en ella, el tirano —Gaspar Rodríguez de Francia— permanece en su propio infierno, condenado a ser juzgado eternamente por la humanidad y a ver repetido el magnicidio del que es objeto. Sin traicionar sus raíces paraguayas, Roa Bastos dota a su novela de una intencionada universalidad y comparte con El otoño del patriarca la ambigüedad de la muerte del tirano, muerte que transcurre entre la verdad y la ficción, repetida en un espejo eterno que la aparta de la historia convencionalmente entendida. El recurso del método, por su parte, articula su versión desde un sorprendente humorismo en clave barroca, pleno de musicalidad y plasticidad. El Primer Magistrado de Carpentier es un exquisito afrancesado que negocia los intereses de su país con el imperio del norte de miles de maneras distintas, pero en todas sobresale el interés personal, la corrupción y la violencia política ejercida contra su pueblo. Por último, la novela de Gabriel García Márquez ofrece una tremenda metáfora de la soledad del poder en un personaje patético —suma de distintos dictadores reales— dominado por la figura de la madre y perseguido por el miedo a un atentado, que llega a convertirse en el espectador aterrado carnaval de su propia muerte en la figura de su doble. 

 

Estas cuatro novelas a su vez se apartan de los viejos cánones realistas, presentando un ambiente, un lenguaje y un estilo nuevos: recursos esperpénticos, vanguardistas, y hasta faulkenerianos aparecen alternativamente en cada una de ellas. En todas soplan vientos de libertad compositiva, de renovación lingüística, de lisa y llana desmesura. No encontramos un encuadre geográfico determinado; todo es libre, como el mismo aire. No hay regionalismo que reste universalidad, espíritu americano. Hay precisión, nada está de más. La sátira sociopolítica es de un tono desconocido en obras hispanoamericanas, ya que emerge dotada de un extraordinario poder comunicativo. Tanto las ideas de renovación social como las de desesperanza y amargura se hallan en la misma temperatura de estas obras, temperatura que se registra en cada una de sus páginas, tal como suele ocurrir con las grandes creaciones novelísticas.

 

III

 

La novela de la dictadura latinoamericana remite, como es lógico, a un fenómeno más vasto: el de la dictadura. Sería preciso entonces analizar las causas económicas, sociales y psicológicas que lo producen, pero ello alargaría demasiado este artículo. No obstante, salta a la vista que el origen del mal reside en los intereses de un feudalismo vetusto que no aceptó nunca la posibilidad de perder sus prerrogativas de clase. Ese feudalismo de esencia española (contrarreformista, absolutista e ignorante) cuajó en las Indias de la Encomienda, y, con el correr de los años, ayudó a delinear el perfil arquetípico del caudillo, del patriarca, del conductor. Las ambiciones de éstos y los intereses de los terratenientes y militares, aliados en un mismo deseo de reinar en sus feudos, acabaron con la obra unificadora de Bolívar, la cual naufragó rápidamente en las tormentas del separatismo. Los compatriotas del propio Bolívar, los venezolanos, fueron los primeros en separarse de la Gran Colombia. En 1830, Bolívar, agotado por la tuberculosis y las decepciones, presentó su renuncia al cargo de Presidente de la Gran Colombia; en su mensaje al Congreso vaticinó con dolorosa lucidez lo que sería el destino de los países americanos:

 

Los que han servido a la revolución han arado el mar…Estos países caerán infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a las de tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas, devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad…Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de América.

 

La penetración del imperialismo anglosajón y norteamericano agudizó más tarde el problema. Sucede que las grandes compañías explotadoras de la riqueza latinoamericana prefirieron siempre entenderse con dictaduras dispuestas a todas las transacciones que con gobiernos soberanos: el imperialismo es el lógico aliado de las dictaduras. No hace falta decir que ningún golpe militar es exclusivamente militar, el gran capital criollo siempre está unido a esos gobiernos despóticos que sólo defienden los intereses extranjeros y las ambiciones de mando y de riqueza de sus partidarios.

 

Por otra parte, en América Latina, los problemas fronterizos e intercontinentales se dirimen normalmente bajo el tutelaje paternalista de los Estados Unidos. Este país es, en última instancia, el árbitro supremo. De esto se desprende que los ejércitos latinoamericanos constituyen cuerpos más bien parasitarios, ya que su influencia es nula en el juego internacional y en lo que respecta al propio continente americano. De modo que la única función que pudieran cumplir los ejércitos latinoamericanos sería la de hacer respetar sus respectivas constituciones; sin embargo, la realidad ha demostrado que son precisamente los ejércitos los que las hacen zozobrar. Más que defensores de una soberanía nacional rara vez amenazada, las fuerzas armadas hispanoamericanas, infiltradas por tendencias reaccionarias y prejuicios de casta, desempeñan un papel policial de cuerpos represivos, antipopulares, guardianes de la arbitrariedad política y de la corrupción social. Sus códigos marciales no pueden disimular los campos de concentración, las torturas, los delitos de lesa humanidad.

 

Dijimos que ningún golpe militar es exclusivamente militar. Del mismo modo, me atrevo a agregar que no toda democracia es sustancialmente democrática. Los Estados Unidos ya no necesitan tiranos para mantener su jardín trasero sometido, ya no son necesarios los Estrada Cabrera, los Trujillo, los Pinochet o los Videla. La dictadura se estilizó, cambió de forma, como suelen hacerlo las especies a punto de extinguirse, y ahora un presidente civil puede ser mucho más funcional a los intereses del imperio norteamericano que cualquier general trasnochado. La dictadura hoy en día es económica y cultural —tal vez siempre fue así y nunca quisimos aceptarlo—, y los grandes capitales extranjeros y las grandes corporaciones mediáticas, nuestros nuevos tiranos. De todas formas, no todo es tinieblas en Latinoamérica. Tengo la esperanza de que, tal como ya ha empezado a ocurrir, jóvenes de altos ideales difundan su espíritu de lucha a lo largo y a lo ancho de nuestro continente. Esa esperanza estaba ya en el pensamiento de Bolívar, a quien vuelvo a citar para concluir con este artículo:

 

Ni nosotros, ni la generación que nos suceda, verá el brillo de la República que estamos fundando: yo considero a la América en crisálida: habrá una metamorfosis en la existencia física de sus habitantes: al fin habrá una nueva casta de todas las razas que producirá la homogeneidad del pueblo...

 

*Poeta, investigador y docente

 

El Macuto, de Oswaldo Guayasamín

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