top of page

Bola de sebo, el pacto social y la lucha de clases

 

Por Daniel Cecchini*

(para La Tecl@ Eñe)

El pacto social se fue a la mierda, Cecchini, me dice Argañaraz enarbolando un vaso lleno hasta la mitad (con un poquito de agua helada) de mi Glenfiddich.

 

El pacto social nunca existió, Argañaraz, le digo yo, y no se me haga el marxista tomándose el single malt que compré a 63 dólares en el free shop.

 

El dueño de una botella como ésta, me dice agarrando mi Glenfiddich de 15 años para servirse de nuevo, no necesita pactos sociales Cecchini, no se me haga el marxista usted.

 

Mire, Argañaraz (creo ya haber dicho que a Argañaraz lo trato de usted para guardar las distancias, porque lo peor de mí tiende a confundirse con él), hasta que usted tocó el timbre yo estaba solo con mi botella, releyendo Bola de sebo, que es una lectura por demás aleccionadora.

 

¡Ah!, me dice socarrón, ¿usted conoce a Maupassant?

 

No se haga el pelotudo, Argañaraz, le digo, lo leímos y lo trabajamos juntos en el Nacional, donde tuve la desgracia de encontrarlo.

 

¿Lo leyó, entonces? Yo siempre creí que usted apenas iba para zafar de las materias, me dice, provocador, y se sirve otra medida de mi single malt.

 

¿Y usted no aprendió nada de la propiedad privada?, le pregunto, porque el whisky es mío… que una cosa es que le convide un poquito y otra cosa es que lo crea suyo… que parece que fue la confusión de mucha gente en estos últimos tiempos.

 

Argañaraz se ríe y me irrita un poco más (no por su risa sino porque se me toma el whisky) y después me dice, sabiéndome irritado:

 

¿De cuál pacto social me habla? ¿Del de 1973 o del de la ilusión kirchnerista? Porque los dos se fueron a la mierda, de diferente manera, pero bien a la mierda los dos, como cualquier imaginario de producción capitalista…

 

No me joda, Argañaraz, le contesto. Puede ser cualquiera de los dos, pero el problema es la repetición…

 

¡Ufff!, me interrumpe, no se me haga el freudiano ahora, que ya veo a dónde va… No me venga con la compulsión a la repetición, que una cosa el sujeto y otra la sociedad… No vaya a extrapolar…

 

Ni se me ocurrió, no sea pelotudo, que nos conocemos, le digo… Y antes de seguir tengo que salirme del libreto para pedirle (que es exigirle) que la corte con servirse de la botella, que no hay más.

 

Pijotero, me dice.

 

Hablo de imaginarios, de ilusiones, de discursos, le digo forcluyendo su insulto… De improntas que marcan el cuerpo como la máquina de la colonia penitenciaria pero sin que los marcados se den cuenta…

 

¡Ufa, ahora Kafka!, me interrumpe, no para discutir sino para joderme nomás, que ése es su estilo y razón de ser. Y no me venga ahora a lacanear con la impronta de lo simbólico sobre lo real del sujeto, que ya tomé mucho para ir por ese lado, agrega y se ríe.

 

No, le digo y manoteo la botella para que no se sirva más. Yo nada más quería decirle que cualquier pacto social es imposible, que no se puede transformar nada desde la política si se niega la lucha de clases… En fin, Argañaraz, que yo estaba leyendo Bola de sebo y usted vino a hincharme las pelotas y a tomarse mi whisky…

 

Y qué mierda le importa tanto de Bola de sebo, me corta, enojado no por lo que le digo sino porque le quite la botella.

 

¿Usted se acuerda del cuento?, le pregunto. De lo que pasa casi al final, después de que la pobre gorda les dio de comer de su canasta a todos los burgueses cuando tenían hambre y desesperación, pero que una vez vueltos a la normalidad esos mismos burgueses le retribuyeron como les correspondía por ser como eran…

 

Sí, me dice, pero ya que agarró el libro y no tengo más whisky, haga algo bueno para la humanidad y lea, me dice.

 

Le leo:

 

Bola de Sebo, en la turbación de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar. Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; sentíase la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; irguiose, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar”.

 

¿Y la aneda…? me pregunta Argañaraz, minguiteando provocador

 

No me joda, Argañaraz, no me haga hablar al pedo, le contesto.

 

Está bien, me dice. Tanto quilombo para hablar de lo que le pasa a la gente que cree pertenecer y se olvida de la lucha de clases…

 

 

Buenos Aires, 30 de noviembre de 2015

 

 

*Periodista

 

 

 

 

 

Diego Molina- Ilustración

bottom of page