top of page

Pasolini lector de García Márquez: contra una escritura servicial.

Pier Paolo Pasolini escribió, el 22 de julio de 1973, un artículo publicado en la revista Tempo titulado “Un escritor indigno”. En él atacó duramente la novela Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Para Pasolini, que se considerara la novela de García Márquez como una obra maestra constituía  un “hecho absolutamente ridículo”, ya que lo que había ahí no era más que “la novela de un guionista o un costumbrista, escrita con vitalidad y con derroche de tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para el uso de una gran empresa cinematográfica norteamericana”. Cada uno podrá tomar partido a favor o en contra de la visión de Pasolini pero es posible hacer otra cosa con el artículo: tomarlo como objeto de un trabajo de consideración tan respetuoso y atento a lo que en él se plantea como libre de no aceptar nada sin derecho a revisión y capaz de distinguir lo que de singular y consistente aporta ese intento.

 

Por Daniel Freidemberg*

(para La Tecl@ Eñe)

Por dos razones me parece ejemplar el artículo que Pier Paolo Pasolini escribió contra Cien años de soledad en 1973: porque muestra que hasta a un intelectual tan lúcido y quizá genial, pueden escapársele algunos de los aspectos que hacen valiosa a una obra, al no poder no verla fuera de la batalla que en esos momentos él (Pasolini) está llevando a cabo contra cierto tipo de producción cultural, y porque la argumentación que para fundamentar ese rechazo despliega es tan lúcida y atinada que por sí misma justifica la lectura y relega el rechazo a un plano secundario.

 

No era, por cierto, una batalla menor la de Pasolini. En solitario, como un kamikaze decidido a inmolarse con tal de poner a la vista, aunque sea un poco, esa suerte de sordo apocalipsis que veía descargarse sobre las sociedades ante la indiferencia general, sus alertas sobre el advenimiento de una “mutación antropológica” no dejaban de insistir: estamos –decía- ante “un nuevo poder que me cuesta definir, aunque estoy convencido de que es el más violento y totalitario de la historia, pues cambia la naturaleza de la gente, entra en lo más hondo de las conciencias”. Se refería a un nuevo tipo de vida “hedonista” propagado por la televisión, que ante todo apunta al consumo: “El afán de consumo es un afán de obediencia a una orden no pronunciada. En Italia todos sienten ese afán, degradante, de ser iguales a los demás cuando se trata de consumir, de ser felices, de ser libres, porque tal es la orden que inconscientemente han recibido y ‘deben’ obedecer para no sentirse distintos. Nunca la diversidad ha sido una culpa tan espantosa como en este periodo de tolerancia. La igualdad no se ha conquistado, es una falsa igualdad regalada.” Capaz de asimilar bajo su fuerza magnética a todas las clases sociales, el aplanador afán de consumo envuelto en la ilusión de libertad conseguía tanto disolver lo que de implícitamente rebelde y resistente tenía la cultura de las clases populares como quitar del campo visual los reales conflictos de clase y rediseñar en general la vida de la sociedad, supeditándola a la satisfacción compulsiva de necesidades programadas a la medida de los intereses de la empresa capitalista.

 

¿No es ese el mundo en el que ahora estamos viviendo? En Italia y el resto del Primer Mundo desde ya, pero también en países cuyos gobiernos, como el de la Argentina, tratan de buscar rumbos que opongan el interés común al imperio indiscriminado del mercado. Cabría, en ese sentido, preguntarse si lo que se ha dado en llamar “crispación” y que sume en un perpetuo desasosiego a la vida argentina no nace de la tensión nunca resuelta entre “lo nuevo” surgido en 2003 y un sentido común mercantilizado que ni aun los cambios ocurridos desde aquel año pudieron desarraigar de la subjetividad colectiva más que en parte o provisoriamente. ¿No sería en eso, en realidad, en lo que valdría la pena pensar cuando echamos mano a ese remanido marbete, el de “la batalla cultural”? Como sea, da la impresión de que Pasolini fue capaz de advertir lo que entonces casi nadie veía y que hoy es, sin más, nuestra vida, nos demos cuenta o no, nos guste o no que así sea o que se dé de esa manera. ¿Se justifica, entonces, vistas las cosas desde ese ángulo, que encontrara en Cien años de soledad “todos los ‘tics’ demagógicos destinados al éxito espectacular? ¿Basta con eso para que pudiera hablar de “pésima literatura” y de “literatura indigna”?

 

“Un escritor indigno” se titulaba, precisamente, el artículo, más bien breve, publicado en la revista Tempo el 22 de julio de 1973, y que, en medio de las rememoraciones y los homenajes suscitados por la muerte de García Márquez, empezó en abril último a circular por las redes sociales, no sin desatar reflexiones y comentarios a favor y en contra de Cien años de soledad y de Pasolini, según el gusto o las pasiones de cada comentador. Que se considerara a aquella novela una obra maestra era para Pasolini un “hecho absolutamente ridículo”, porque, más allá de “los equívocos que ha despertado en el pantano del mundo que decreta los éxitos literarios”, lo que había ahí no era, a su criterio, más que “la novela de un guionista o un costumbrista, escrita con vitalidad y con derroche de tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para el uso de una gran empresa cinematográfica norteamericana”.

 

Habría que ver, en principio, qué tienen de malo el manierismo y el barroco, y cuáles podrían ser los motivos para que un compatriota de Bernini, de Caravaggio y de Michellangello los considerara despreciables, y mirar después si algo puede encontrarse de una cosa o la otra –manierismo y barroco- en Cien años de soledad. Lo que en mi caso encuentro, al menos, tiende más bien a lo contrario, siendo, como es, una novela que renuncia jubilosamente a la densa racionalidad tan propia del manierismo y del barroco para poner en juego otra racionalidad, más vital o “periférica”, bastante coincidente en lo básico con las que tanto a Pasolini le complacía encontrar en la cultura de las clases bajas italianas previa a la “mutación antropológica” y en la de los pueblos de Asia y África. Más aun cuando, en tanto propuesta narrativa, lo que GGM hace es llevar a cabo una gozosa estilización de las modalidades del relato popular, especialmente los relatos orales, con su aire de espontaneidad y su aura de inocencia y asombro, radicalmente opuesta a las complejas y ambiguas torsiones que enrarecen las obras y los textos barrocos. Sagaces, muy elaborados, nada inocentes en realidad, el aire de espontaneidad y la atmósfera de inocencia y asombro tal vez le hayan sugerido a Pasolini una asociación con la falsa mirada “inocente” y “simple” de las superproducciones de Hollywood, pero nada de eso tiene que ver con lo barroco o lo manierista, salvo que la fórmula “tradicional manierismo barroco latinoamericano” estuviera aludiendo a otra cosa: a un cliché aplicado con bastante ligereza a buena parte de la producción textual de algunos de países de este lado del Atlántico y del Río Grande, sobre todo a ciertos subproductos, que en realidad nada tienen de manierista o barroco excepto a veces la apariencia y cuya diferencia con Cien años de soledad Pasolini no percibe, o no quiere percibir, como si por algún motivo no encontrara cómo considerarla al margen del estereotipo. No es que no detecte una “gran vitalidad” en esa novela, no es que no advierta que hay “espléndida maestría” en la invención de personajes y mecanismos, como tampoco deja de reconocer que “García Márquez es sin duda un fascinante burlón”, pero nada de eso le parece suficiente para diferenciar esta obra de los subproductos a la medida del consumidor perezoso de lecturas pintorescas o costumbristas, porque en esas cualidades no ve más que artimañas de profesional diestro para ganar el favor de un lector y una crítica ilustrados, y de ese modo conseguir la consagración en ambos espacios, el “culto” y el masivo, como efectivamente Cien años de soledad lo consiguió.

¿Eran de verdad artimañas efectistas o lo que está ahí puesto en juego es genuino arte literario? Cada lector sabrá, según su experiencia de lectura y sus criterios. Mi sensación es que la diferencia con la subliteratura costumbrista o “real-maravillosa” no es solamente de calidad técnica o de astucia en Cien años de soledad sino cualitativa, y tengo la hipótesis de que a esa diferencia Pasolini no la pudo ver, atrapado como estaba por el vértigo de la descomunal batalla a la que se había arrojado. Siendo, como era, entre otras cosas, una batalla contra la función aplanadora y domesticadora de la industria cultural –en tácita coincidencia con Adorno y Horkheimer- no le quedaba margen a Pasolini para ponerse a apreciar las diferencias cuando lo que tenía ante sus ojos daba muestras de funcionar exitosamente en la maquinaria del consumo. 

“¿No había algo más que material para el consumo en esa novela?”, sería la pregunta que me gustaría hacer, y, si Pasolini no se la hizo, o si se la hizo y no encontró ese “algo más”, acaso haya sido porque lo que de veras le 

importaba no era tanto Cien años de soledad como poner a la vista un modo de funcionamiento de la producción cultural, y la novela de García Márquez le habría servido, si esa fuera la cuestión, como un pretexto o un punto de partida para llevar a cabo el planteo que en realidad le acuciaba, el de la producción literaria o artística que se encara en función de satisfacer a un destinatario al que se concibe como “idiota, semianalfabeto y despreciable”. Y tanto esa cuestión le resulta acuciante que, a partir del momento en que lo plantea, al principio del tercer párrafo (la nota tiene siete), ya no vuelve a mencionar a Cien años de soledad ni a García Márquez.

 

Cada uno, por supuesto, puede tomar partido a favor o en contra de la visión que Pasolini tiene de esta novela, si eso es lo que le parece pertinente, pero también es posible –y es lo que aquí me interesa- hacer otra cosa con el artículo: tomarlo como objeto de un trabajo de consideración tan respetuoso y atento a lo que en él se plantea como libre de no aceptar nada sin derecho a revisión y capaz de distinguir lo que de singular y consistente aporta ese intento: sea justo o no aplicarlo a la novela de García Márquez, lo que encuentro es que no sólo a esta altura del siglo XXI se mantiene sino además ha crecido la vigencia de lo que PPP dice de la producción pensada para que guste a “un patrón” que a su vez pretende dejar satisfecho a un lector o espectador al que supone “estúpido, vulgar, conformista”, ejerciendo un “cínico conocimiento de las cosas humanas”. A ese efecto, Pasolini toma como modelo la figura del guionista de cine, no sin simplificarla para poder hacer mejor de ella un ejemplo. Es poco creíble que quien escribió para Mauro Bolognini y Federico Fellini los guiones de Il bell’ Antonio y Las noches de Cabiria no supiera que ese oficio puede llevarse a cabo sin concesiones humillantes, pero, probablemente llevado por una necesidad didáctica, cuando aquí dice “autor de guiones” Pasolini se refiere a alguien que escribe “literatura indigna”, desde el momento en que identifica al lector con el productor, o, en otras palabras, “el que paga”. Es del cine como fast food que está hablando, no del de Fellini, el de Bolognini o el suyo. Se trata de complacer, entonces, el gusto del que paga, a quien por lo general el escritor de guiones considera una persona ignorante y despreciable, de modo que, para convencerlo, al guionista sólo le queda una opción: “la degradación de su propia obra”. Esa “operación inmoral, que envuelve al autor en la degradación por él planificada con bajeza” (y que, dicho sea de paso, el mejor cine norteamericano supo denunciar en unos cuantos excelentes ejercicios de autocrítica) vuelve al escritor “un compañero y cómplice” del que paga, y aquí viene lo que me parece que es el corazón del planteo de Pasolini: "Tal esfuerzo por simplificar, por reducir, por desdramatizar, por hacerlo todo comunicable y sin problemas reales, termina volviéndose una atroz forma de adulación del patrón: así, y para decirlo con sus propias palabras, el guionista, aun despreciando al patrón, y hasta por el hecho de verse obligado por él a un comportamiento miserable, se hace ‘rufián’ a la par suya. Pero ningún hombre es apriorísticamente tal como el guionista supone que es el productor: ningún hombre es apriorísticamente inferior a nosotros mismos. Y la primera regla moral de un autor consiste en considerar como su igual al lector: y si luego él identifica a ese lector como un productor, también dicho productor no puede sino ser considerado como su igual. Actuar de modo contrario a esta primera y elemental regla moral vuelve a un autor indigno de su profesión."

 

Ningún humano es inferior a priori, o no debería serlo. Ningún humano puesto en función de lector es inferior al autor sino su igual, su semejante. “Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”, escribió Charles Baudelaire, y pensarlo de otro modo va no sólo en contra de las posibilidades de producir una literatura que merezca ese nombre sino también, y sobre todo, en contra de un modo de entender a la relación entre humanos como algo distinto de las relaciones de dominio, rivalidad, obediencia, sumisión o captura. ¿Consideró de ese modo a su lector García Márquez? La respuesta le toca a cada uno de los que hayan leído Cien años de soledad, o al menos los que la hayan leído buscando en esa experiencia “eso” que uno pide a la mejor literatura. Que para Pasolini la respuesta sea “no” es un dato a tener en cuenta y considerar, pero, mientras tanto, ahí está su encendido y seguramente angustiado llamamiento en busca de cierto modo de relación entre autor y texto y entre texto y lector que sería mejor no dejar de tener en cuenta, porque también implica un modo de entender las relaciones entre los semejantes y hermanos con quienes uno comparte la pertenencia a la sociedad y a la especie.

 

* Poeta, ensayista y crítico literario

bottom of page