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El gobierno que sobra.

 

Meditaciones entre compañeros sobre la coyuntura

El paro general del 10 de Abril último fue presentado, a pesar del origen tan disímil de la convocatoria, como un ejemplo de “unidad de la clase trabajadora”, e intentó señalar al gobierno como un cuerpo extraño a la sociedad, como un gobierno que sobra. Un argumento circulante que constituye un gran corpus de ideas que atraviesa sectores varios de la actividad política nacional, desde el diario La Nación hasta el Partido Obrero. Un gobierno extraño al cuerpo social nacional, que debe ser expulsado de la que sería una vida política normal, un país sin tribulaciones ni altibajos, lo que en general suele asociarse a un tormentoso “populismo”.

 

 

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

I

 

Más allá de los motivos de disconformidad que en su complejo aglutinamiento se dieron cita en un extenso y extraño paro general de los días pasados, y por encima de cualquier otro argumento, se trató de señalar al gobierno como un cuerpo extraño a la sociedad. Esto estuvo en el corazón del movimiento que impulsaron sindicalistas de diverso origen, en una alianza de derechas e izquierdas no vista de este modo demasiadas veces en la historia reciente argentina. Decimos “gobierno que sobra”, sin pretender transformar este enunciado en concepto ni abandonarlo a una mera intuición. Es una tesis volátil pero muy verificable. Se halla muy dilatada, compartida por distintas corrientes de pensamiento, desde el diario La Nación hasta el PO. “Gobierno que sobra”. Para unos, está de más, es un excedente o un residuo superficialmente implantado por impostura, pues tomó temas de movilización social solo para serles infiel, y para otros, sobra por haber afectado intereses de fuertes minorías económicas proclamando bajo su afán democrático peligros socializantes. Sobrar es también una muestra de impotencia esencial. Para quienes apelan a este argumento, el gobierno desea ser transformista y no puede. Quiere ser capitalista y no puede. De esta doble imposibilidad en su lenguaje quedan pedazos desmantelados e incoherentes de ambas intenciones frustradas. Entonces, está demás. Resumo así brevemente un argumento circulante, que es un gran corpus de ideas que atraviesa sectores varios de la actividad política nacional. Un gobierno extraño al cuerpo social nacional, que debe ser expulsado de la que sería una vida política normal, un país sin tribulaciones ni altibajos, lo que en general suele asociarse a un tormentoso “populismo”.

 

El paro fue presentado, a pesar del origen tan disímil de la convocatoria, como un ejemplo de “unidad de la clase trabajadora”. Este punto de vista no es fácilmente sostenible, en momentos en que en todo el mundo la clase obrera objetivamente definida por sus intereses generales como fuerza asalariada productiva, está estamentalizada, fracturada y sometida a mutaciones tecnológicas que redefinen su identidad laboral continuamente. Sería recomendable emplear otra apertura hacia este tema, que no presuponga una unidad-en-la-diversidad, lo que es siempre provocado por un hecho interior a las fuerzas heterogéneas en juego, sino que nos lleve a ver de qué modo esos estamentos diversos de la población encontraron un punto de unión exógeno a cualquiera de sus componentes. Esta “unidad por fuera” que se notó en el paro –pues pararon los “indignados”, los comodistas, y también muchos partidarios del gobierno que no contaron con medios de traslado habituales- más bien confirma la existencia de los estamentos cerrados que regulan los aglutinamientos inconstantes de la población trabajadora y sub-trabajadora. En este punto es crucial la pregunta: ¿qué papel le toca a los medios de comunicación en esa conjunción de esferas tan exiladas de cualquier totalidad social?

 

El horizonte sindical argentino contiene ya muy pocas tradiciones provenientes de las tantas fases por las que atravesó el movimiento obrero en el país. Hubo en la clase trabajadora una cultura anarquista, como la hubo comunista, socialista o peronista. Esta última, en gran parte, se nutrió de las anteriores. La ley de asociaciones profesionales, al garantizar un único sindicato por rama de actividad, fue un fuerte factor de aglutinamiento, que no logró nunca ser atravesado por lo que, en los comienzos del gobierno de Néstor Kirchner, pareció posible: el reconocimiento de otra central sindical, mayormente asentada en gremios de servicios, la CTA. De todos modos, eran tiempos en que no parecía descabellada la noción “unidad de la clase obrera”, hasta que en un punto del recorrido histórico que no podríamos precisar con exactitud, se insinuó un giro feudalizante en las adhesiones sindicales –a la salida de la crisis del 2001-, en el que crecieron afiliaciones, obras sociales y demás servicios que abarcan el ciclo vital del “incluido” –luego hablaremos de este último concepto-, al punto de que el utópico concepto de “comunidad organizada” comenzó a significar un tipo de inscripción que en medio de la drástica heterogeneidad social introducida por nuevos simbolismos de consumo, renovadas tecnologías laborales que escindían las prácticas laborales arcaicas de las nuevas, y el resurgir de la idea de “protección” para definir el conglomerado humano sindical, hizo de los gremios entidades retiradas de la antigua idea “confederal”. Así se transformaron en núcleos de intereses sociales con encarnaciones emblemáticas propias. Aparece la “pechera”, que dándole un aspecto multicolorido a las marchas, también señala el cercamiento ampuloso que había acontecido en la práctica social de cada gremio. Como los blasones de las justas medievales.

 

 

“AT THE BEACH” (1967), JORGE DE LA VEGA

Un ejemplo característico lo brinda el gremio de camioneros, que ocupa el lugar central que otrora ocupó el de ferroviarios y luego el de metalúrgicos, agrupamiento que se concibe como un ente de afiliación total, excento de todo universalismo laboral, lo que suele hacerse presente en su despliegue en obras sociales, clubes deportivos, auspicio de boxeadores, participación en grandes federaciones mundiales del transporte donde ya no se distinguen lo intereses sindicales de los empresariales. La expresada vocación de su máximo dirigente de que un “obrero sea presidente de la república” no podría significar una obrerización de los poderes públicos sino una corporativización de los trabajadores como sostén de un poder neo empresarial, de nuevos gestores de un “desarrollismo globalizado” más la “comunidad organizada”. Nada diferente, e incluso peor, notamos en el caso del representante del gremio gastronómico, que resume sus actividades partidarias, su intervención en disputas internas de clubes de fútbol y su proclividad a asociar la vieja sigla CGT, como pellejo vacío, a las más dudosas aventuras políticas del momento.

II

 

El paro estaba enclavado, sin duda, en un descontento social bastante amplio, al que sin que se debiese dejar de añadir las consecuencias notoriamente incómodas de la devaluación, expresaba también las acechos de opinión de una borrosa acción cacerolera siempre latente. Así lo reconoce Van der Kooy en el editorial de Clarín del domingo 13 de abril: “Fue una huelga pero pudo ser también un cacerolazo, si se repara en el entramado social que acompañó”. Nunca tan exactas las palabras de este articulista en el reconocimiento de la conexión entre huelga-cacerolazo. Es decir, fue un paro laboral que se complementó entre el cese de transportes y los piquetes a las vías de acceso a la ciudad (actos reales pero de fuerte simbolismo en la memoria social), pero en su corazón portaba el alma cacerolera. Como se dijo tantas veces, era un paro tan político como lo fueron todos los que dieron en la densa vida sindical argentina, y sus variadas motivaciones no estaban despojadas de sustancialidad, pero lo que lo convertía en un paro no era el llamado “alto acatamiento de la clase obrera”, sino precisamente que se realizaba sobre la ausencia, desperdigamiento y estamentalización de los mismos trabajadores. Era el triunfo de la batalla cultural, la “otra”, no aquella con la que tanto se motejó al gobierno, sino la que condujo en una parte significativa de la conciencia colectiva a elaborar nociones como miedo, ajuste, abismo, inseguridad, narcotráfico… situaciones todas ellas servidas por diversos eventos de lo real, pero manejadas en el plano discursivo como panorama ineluctable de una sociedad amenazante, donde brota de sus subsuelos anhelantes la figura folletinesca del linchador, más que del consecuente huelguista de Germinal, la Semana Trágica o el Frigorífico Lisandro de la Torre. Era un “alto acatamiento” a las ideas contundentes, casi una escatología, que hace tiempo acompañan a lo que Van der Kooy acaba de llamar un “entramado social”.

 

De todos modos, no es difícil describir una sociedad que no tiene fuerzas anímicas colectivas que expongan expectativas de acuerdo a preferencias declaradas, más o menos estables y vinculadas a pensamientos políticos que puedan superar el oscuro dictamen de la carga pulsional que siempre poseen. Si en parte los disciplinadores efectivos son aristocracias administrativas del Estado, en parte niveles gerenciales elevados de la producción empresarial capitalista exportadora (de materias primas y de excedentes económicos), tampoco puede dejar de mencionarse el corporativismo de los gremios más importantes (transportes, administración pública, comercio). Pero lo que resalta de un modo arquetípico es la acción comunicacional entendida como justicia mediática sustitutiva, promoción de focos de subjetividad implícita y forjadora de un cuadro de temor civilizatorio que redefine en todo el mundo la noción de ciudadanía. En vez de una ciudadanía autocentrada, tenemos una ciudadanía residual, deshecho o remanente del hombre civil convertido en punidor perturbado y obsesivo.

 

La cuestión del trabajo está en el centro de estas graves cuestiones de resquebrajamiento social. Si bien ha crecido la afiliación sindical en la última década, también ha crecido un ámbito social de despojamiento de la inscripción laboral y la afiliación comunitaria. No es que no haya habido empeñosos trabajos llamados de inclusión social, pero con todo lo efectivo que fueron para mantener la escolarización y cierto nivel de identificación ciudadana en las barriadas más despojadas de servicios y equipamientos urbanos, creció una población flotante, desesperanzada y tan profundamente vulnerada, que no pocas veces opta también por cometer acciones que violan pactos mínimos de convivencia. Esta cuestión viene de lejos y ocurre en todos los países del llamado (bien o mal) capitalismo emergente. Las congénitas dificultades de la industrialización, tratadas como problema crucial desde los años de la Cepal y el desarrollismo frondizista, tropezaron con inconvenientes y deficiencias de distinta índole, que luego del trágico período de reprimarización de las economías regionales, no mostró señales contundentes de recuperación.

 

Proyectos e intenciones no faltaron, aunque salvo excepciones no desdeñables, lo que se fue configurando fue un sistema extractivo y sojero exportador, según una de sus denominaciones más habituales, que se convirtió en una gran agroindustria, que redefinió sectores sociales, provocó reagrupamientos propietarios y nuevas formas de arrendamiento alrededor de una “nueva clase rural”, cuyo núcleo ideológico es el del tradicional terrateniente de antaño, pero ahora traducido a nuevas tecnologías de siembra transgénicas –con los consiguientes monopolios de fabricantes mundiales de semillas- y nuevas maquinarias agrícolas –además de los distintos tipos de intermediaciones en la comercialización- que revolucionaron en sentido nocivo las clásicas relaciones sociales vinculadas a la antigua cuestión agraria. Los debates que esta situación ha abierto en torno a lo agrotóxicos y a las condiciones de vida en relación a la sustentabilidad de la relación hombre-naturaleza, no han tenido mayor acogida en las clases políticas del país, salvo minorías activistas y movimientos notorios de las poblaciones afectadas por estas inseguras biotecnologías.

 

En su hora de gloria, el arrendatario del más rancio filón conservador del ruralismo retrógrado, De Angeli, llamó a que las entidades campesinas sean las que paguen el sueldo de maestras, jubilados, policías, barrenderos. Era el fin del Estado grabado con un sello al lastre en la cabeza de los dirigentes del poder sojero, los Señores de los Silos. Rápidamente, más allá de la imprevisión del gobierno en la 125 al no segmentar los tributos por condición social, productiva y de distancia territorial, la cuestión se vinculó con la situación de los medios de comunicación. Muchas veces se señaló la equivalencia de la materia prima que estos elaboran con la soja como materia prima de instancia originaria. La revolución de la “sociedad del conocimiento”, que es la apología operatoria del flujo de signos como variaciones de un puñado de arquetipos de raíz mítica y acción tecnológica, tiene una vaga correspondencia con el poder sojero. En ambos casos, ciertos modos de acumulación de origen artificial –escalas de producción surgidas de semillas de origen químico- no son ajenos a la teoría dominante que impera el la lógica reproductiva de los medios de comunicación: la teoría de la información. Con esta palabra, “información”, se produce el encuentro del símbolo social con el las experiencias bioproductivas alimentarias.

No es posible afirmar sin acudir a mayores mediaciones que la actual situación en las condiciones de vida metropolitana es el resultado directo de las mutaciones productivas que produjeron los llamados agronegocios. Sin duda, no estamos ante el mismo momento en que una incipiente industrialización atrajo a poblaciones del interior del país hacia la Capital, sino ante la afluencia de un conglomerado humano diverso, de cuño latinoamericano, que se sumergen en el caldero efervescente de un gran ciudad capitalista colapsada, heterogénea y por las que circulan permanentes flujos de ilegalidad social, junto a un estado de tensión colectivo que envuelve toda y cualquier conversación, y que además deja lugar, central o intersticial, a numerosas manifestaciones artísticas, a rediseños desfigurantes de sus barrios y a formas de vida exploratorias que no pocas veces –en medio de variados escalones de desesperanza-terminan en grandes creaciones culturales. Hay en la Ciudad una lucha por la tierra, Ciudad en la que por otra parte hay un ciudadanía que se

muestra muchas veces orgullosa de su estilo identitario, y que en bastantes ocasiones, más de las que quisiéramos, hace de ella una muestra lamentable de prejuicio racial y ausencia de reflexión, tal que pareciera vivir constantemente bajo el acecho de ocupantes clandestinos, saqueadores, mareas de violadores y destripadores en callejuelas nocturnas. El miedo, el viejo fantasma de los teóricos del orden y de los complotados, surge como una figura sombría, un implícito magistrado en las penumbras gobernando conciencias.

III

 

En esa ciudad conquistada por una oscura tensión subterránea, se puede afirmar que la cuestión de la renta urbana no fue tocada como interrogación y propuesta de cambio por los sectores pertinentes del gobierno democrático, aunque la preocupación existe y se intenta sostener el concepto útil de urbanizar las periferias hacinadas, sometidas a la especulación inmobiliaria del capitalismo marginal urbano, y al reclutamiento de jóvenes para actividades de las economías marginales que surgen de la ilegalidad, mejor dicho, de la productividad de lo ilegal. Este panorama desolador, por supuesto, es atendido por cientos de militantes y de políticas públicas sanitarias y con distintas propuestas reparatorias, destacándose como clave la entrega de documentación legal a los migrantes, pero no parece ser suficiente. En el pasado, el peronismo acompañó sus impulsos organizativos con una idea de felicidad pública colindante con los beneficios en materia de ascenso social. “Salimos a la cancha con ganas de triunfar”, cantaban los chicos de los campeonatos Evita con sus relucientes remeras. En estos momentos, sin embargo, la hipótesis de lo popular idílico ha pasado a las alforjas de los medios de comunicación globalizados, que por un lado muestra su creciente desamparo, y por otro la existencia de zonas suburbanas liberadas para una acción, en la que directa o indirectamente participan las policías, que protagonizan o protegen formaciones especiales de venta de mercancías cuya ilegalidad multiplica enormemente su valor de cambio. Y su valor de cambio incluye, en ese mercado competitivo e irracional, una regla que hace racional la punición inmediata, el asesinato como acto de intercambio ritual, como unidad equivalente monetaria. El reverso de esta red de intercambio sobre la mercancía-vida, se traspasa a lo que llamaríamos el “juego de destino de la justicia mediática”. Estamos hablando de lo que se fueron denominando “linchamientos”.No es fácilmente averiguable en el antiguo tema de los medios, sobre si producen violencia o toman de la realidad violenta lo que muestran. Es cierto, en cambio, que las decisiones de exhibición y reiteración son esencialmente actos políticos. “La posición de una cámara es moral”, dice Godard. Un texto implícito que lleva en su trama íntima toda información neutra consiste en: “hazlo”. Esta es independiente del emisor y sus deseos. Es una muestra del poder de la mimesis que puede residir en el encanto artístico o intelectual de la imagen o enunciado propalado por los medio masivos. Aquí es válido señalar que el “hazlo” puede ser un fulgor que se prende en el secreto de una conciencia y su chispa amasa anhelos y júbilos secretos que pasan a la esfera mitopoética individual, sin deslizarse a la acción. En otros casos, puede suceder que de un modo sobre el cual aun no sabemos demasiado, los medios produzcan el trazado del destino. Sería éste un lugar especialmente tenso e indefinido, hacia el cual tienden los vectores de fuerza del lenguaje colectivo. Los medios son “concentrados” porque también “concentran” en un punto utópicamente exhortado, la consumación de un deseo que por única vez, y en casos específicos, rompe la separación real entre violencia en imagen y justicia linchadora. Esa ruptura es una potencialidad que raramente ocurre y los medios lo saben. Pero más profundamente, intuyen que si han tomado la argamasa conversacional de la Polis real, al volcarla circularmente sobre ella ya se funden en un solo artefacto esponjoso de control. Así pueden hacerla descansar en la seguridad de que hay una invención colectiva del órgano pensante general, del intelecto universal, que como en las oficinas de agua corrientes o los acumuladores de granos en silos, se componen de millones de átomos idiomáticos o imágenes fragmentarias. Ellas se refinan en cada vuelta de cometa que dan por los laboratorios centrales de producción del horizonte de habla social.

 

Este horizonte de habla es de nadie. O es de propiedad compartida, horizontal. Es de los hablantes y es de las Agencias de Refinado y Acopio de información. Ellas operan transgénicamente. Son lo que son, más los pegotes que se le inyectaron químicamente en materia de “soportes” y “montajes”. No se sabe en verdad qué cosa es de quién. Si el tejido de conversaciones nace incautado o si hay áreas de autonomía y lucha no asimilables por el aparato central. Se sabe o se augura que en torno a la circulación libidinal de todas estas materias verbalizables en las maquiladoras automáticas (islas de edición, jefaturas de edición, centro de operaciones periodísticas, etc.) siempre escapan algunas piezas de lugar. Las que rompen el débil tabique, el impedimento no escrito que haría que una imagen violenta no sea replicada en la “realidad” por un acto violento. Ese arquetipo de la violencia que se hace violencia real para que a su vez garantice la verosimilitud del arquetipo. A no dudarlo, existe como una flecha destinal fabricada por millones de horas de mensajes, imágenes, escritos anónimos, insultos premasticados en ignotas galaxias informáticas, que estalla de pronto en la figura del linchador, que habitaba en el holograma de las grandes fábricas de imágenes colectivas.

 

La ley antimonopolista de medios de comunicación fue un logro importantísimo de la sociedad argentina, movilizada en gran parte por sectores profesionales y estudiantes de ciencias de la comunicación. Su difícil cumplimiento, a pesar de los avales parlamentarios y jurídicos, no solo tienen que ver con la encarnizada batalla de trinchera que han empeñado los medios más afectados (no se escribe en ellos ni un centímetro de texto que no tenga que ver con la acepción amigo/enemigo), sino con las dificultades que subyacían en la evaluación de la historia periodística argentina, no juzgada exclusivamente desde el oprobioso episodio de la incautación de Papel Prensa sino desde el modo que se forjaron en todos esos años las conciencias, ideologías y modos profesionales en las redacciones de los más importantes periódicos del país. Allí las microhistorias y las biografías entrelazadas en sus distintas fluctuaciones, originan un tipo de redactor periodístico que pudo haber protagonizado como actor o testigo los diversos fracasos nacionales, y ve llegada la hora de abandonar el “mundo de las ideologías”, por otros tipos de atención hacia los evidentes fenómenos ahistóricos que definen hoy la estructura de ensañamiento y turbación de la vida social: la amenaza a lo que se cree estable, la figuración del saqueo, la ofuscación del existir incierto o inseguro.

 

Nada de esto está ausente en lo real, pero el modo de extraer la pulpa trágica de estos acontecimientos para ponerlos en una cinta de montaje mediático tiene reales efectos de gobernabilidad. Este procedimiento está ya instalado en todo el mundo periodístico global. El debate tan vivaz que acompañó el decurso problemático de la ley no se detuvo demasiado en contemplarlo, así como también se creó un verdadero equívoco por el cual los críticos a la Ley (notoriamente Clarín) protestaban diciendo que ya estaba “atrasada en relación a Internet”, mientras el gobierno también tenía en sus proyectos iniciales y en su anhelo profundo, la idea de que Internet, telefonía y televisión fueran parte de un solo evento técnico.

 

IV

 

¿Quién gana o no gana en esta batalla cultural? La expresión, si no recordamos mal, la comenzó a emplear el gobierno. Eran tiempos más propicios. La idea de que la estructura comunicacional de un país era una urdimbre de poderes previos que impedía toda supuesta neutralidad o independencia, fue por amplios públicos aceptada y salía de los gabinetes académicos con la gallardía triunfante de proclamar que “toda noticia se construye”. La objetividad, entonces, no era el juez de una lucha, sino que se luchaba por ella, de manera que la particularidad que se impusiese con más fuerza, recrearía su propio universalismo; la “nueva objetividad”. El balance que dio lugar a este cuadro de hechos, está por hacerse. Los aventos comunicacionales ya no podían aparecer gozando de la posición de ser jueces en última instancia, desprendidos de sus propios intereses económicos o culturales; aunque la prensa que sostiene las posiciones del gobierno, demasiadas veces se vio compelida a expresar su particularismo –ya que denunciaba el de los otros- sin intentar el pasaje a la nueva objetividad. Esta residiría en la convicción de que la decisión argumental propia puede ser declarada en el mismo acto de rendirle al lector un informe verosímil de las posiciones adversas. El escritor que se expresa dentro de las definiciones oficiales no solo debe tener el respaldo de rechazar lógicas del mercado de la globalización de la palabra, sino debe autorizarse también a someter a un examen que supone también la averiguación pertinente de las situaciones producidas por la esfera gubernamental.

Consideramos que esta discusión, más allá de la realidad de la ley en su dificultoso trámite actual, es una de las características distintivas de este período histórico. La espesa madeja de la “batalla cultural”, cuando inclinó su fiel hacia los temas del complejo existenciario metropolitano (seguridad, inflación, corrupción, la santísima trinidad que deshistoriza los debates políticos), mostró que ciertas definiciones de la identidad que se había afirmado en los primeros años de gobierno, estaban bajo un poderoso foco deslegitimador. Diariamente, se asiste a tácitas ceremonias de degradación y devaluación moral. La expresión “K” dio un giro hacia su hegemónico uso despectivo, cuando lo habitual es que los movimientos emergentes tomen como nota positiva el inicial epíteto denigrante que le dedican los poderosos. Un ejemplo: “descamisados”.

 

La tesis central de la oposición, en su largo abanico que recorre derechas empresariales antiguas, nuevas derechas comunicacionales, republicanos de derecha, liberales de izquierda con corazón fincado en un idealizado orden conservador, izquierdas nuevas que observan diversos renunciamientos del gobierno sin decir ni pío sobre concentraciones empresarias, plexos comunicacionales mundiales, bases de la Nato o intereses extractivistas que en cierto momento son

criticados por los grupos ambientalistas y no pocas veces por personas cercanas al gobierno, sin que las izquierdas formales desplieguen una política convincente sobre este acuciante tema. El gobierno tiene en su leyenda fundadora, sin duda, una viga maestra cuyo nombre es el desarrollo nacional con inclusión social. Es ocioso que se enumeren todas las acciones que se verificaron alrededor de esta consigna. El gobierno, afirmamos nosotros, “no está demás”, “no sobra”. Pueden identificarse sus hechos, estilos, movimientos apoyos, novedades, recaídas, renuncios y recurrencias. Pero por sobre todas las cosas, hay un estilo que constituye una suerte de línea suelta que se halla al margen de su vocación neodesarrollista, que es tomar temas de la memoria, la movilización social y la historia transcurrida, que le permite convivir con el sentimiento de que los heredados programas trasformistas son posibles, y que a la vez hay que manejar con una preceptiva realista los momentos de retracción o de dificultad económica.

 

En esta corriente de hechos, ha definido actitudes y acciones: prefiriendo el papel decisorio del Estado ante las lógicas económicas neoliberales que transmite el mensaje del mundo financiero internacional, ha llevado al frente una noción de Estado promotor o procurador de coberturas sociales en áreas sociales críticas, ha irrumpido en el financiamiento bancario autorregulado con medidas socialmente precautorias, como el pasaje al fisco de los fondos de pensión o la posibilidad de que los bancos limitenlimiten sus encajes en moneda extranjera al 30 por ciento; y, en medio de trabajosas negociaciones, desea impedir que la economía haga recrudecer síntomas de retroceso evitando al mismo tiempo nuevos ciclos de endeudamiento externo. Se mueve entre los flojos ladrillos de una cornisa. Medidas urgentes y otras improvisadas, tomadas al calor de la hora, no evitan consecuencias indeseables, como la que permitió desmesuradas ganancias de los bancos al obligarlos a liquidar divisas. Por otro lado, su discursividad prosigue, empeñosa, por la senda que promueve hechos a veces ingeniosamente programados (el plan Procrear, el plan Progresar) o a veces episódicos, como la inauguración de una fábrica o de un gran evento cultural. El transfondo, al que poco se alude, es el un descontento social que ya se ha manifestado en cacerolazos y ahora en paros de difusas derechas e izquierdas sindicales, sin que haya decrecido tan dramáticamente como desean los autores de la tesis “del gobierno que sobra”, una no desdeñable base social que proviene esencialmente del peronismo tradicional no desgajada, aún, hacia el neoconservadurismo de derecha, que con diversos matices acompaña al kirchnerismo en todo el país.

 

En estos tiempos vertiginosos, se producen hechos que no hubieran sido fácilmente visibles en años recientes. La gran promesa que entraña Vaca Muerta solo permite escuchar enunciados sobre inversiones de capitales multimillonarios y acuerdos con compañías petroleras poderosas, como Chevron, sin que ningún debate oportuno pueda comprobarse sobre estas nuevas y arduas realidades que conectan al país con el empresariado más globalizado y donde tampoco constan meditaciones de ningún tipo sobre la cuestión ambiental, que dista mucho de ser un capítulo cerrado de la discusión de los pueblos. Otro hecho, no vinculado exactamente con el anterior, pero que no puede pasar desapercibido, es un proyecto de ley que regula las manifestaciones de protesta en la ciudad. Es posible considerar este tipo de proyectos como un verdadero retroceso en la delicada cuestión de la Ciudad como teatro del conflicto social. Éste no puede reglamentarse, ni segmentarse en legítimos o ilegítimos por una ordenanza legal, que desmentiría todo lo que hasta el momento se ha presentado como el mínimo índice emancipatorio que con altibajos viene signando la época. En toda protesta con ocupación de calle hay un conflicto de derechos: es pertinente, que en vez de una ley con el mismo nombre inadecuado que una anterior “ley antiterrorista”, se llame a que el colectivo social genere su propia autocontención, en un ámbito donde el sujeto de la circulación urbana preserve derechos y comprenda al sujeto de la protesta urbana, que preserva los suyos y comprende también el de los demás. Muchas veces se habló de democracia avanzada. Llegar a este marco conceptual, que no excluye la creación de un marco negociador viable, no implica una ley coercitiva y sería precisamente un ideal de aquel ideal de democracia abierta al dinamismo social complejo, tantas veces proclamada. Estas concepciones reglamentaristas del uso del espacio público vienen con el programa de Scioli o Massa. No las invoquemos nosotros para mostrar servicialidad ante el notorio giro de la sociedad hacia los “salarios del miedo”.

 

V

 

De esta manera parecería darse acatamiento a la tesis del gobierno “que sobra”. ¿Qué había al fin y al cabo? La misma noción de control del espacio público que predominó en las distintas etapas de la política trivial, conservadora. Esto sería consecuencia, por otro lado, de todas las oportunidades que se fueron escurriendo de su realización, al respecto de una efectiva reforma policial. El mundo policial argentino, en todas sus dimensiones, es prácticamente una tierra de nadie. Las policías distritales, casi sin excepción, son agencias de control, utilización y negociación económica con los mismos procedimientos ilegales de reproducción de economías contravencionales de financiamientos clandestinos, sea prostitución, desarmadero de autos robados, transacciones de toda índole sobre ocupación del espacio público, comercio de drogas y de todo flujo imaginable que transita por los subterráneos de la sociedad, en una cadena rizomática donde interactúan policías, agentes penitenciarios y actores incluidos en el sistema penal –en libertad o no- que forjan momentáneas asociaciones y pactos con la trama policial ilegal, que controla justamente los ritmos del flujo de pasaje de la juridicidad formal del Estado hacia su grieta de violación por parte de sus mismos agentes. De este modo, una “sociedad policial-penitenciaria” en las sombras alienta al mismo tiempo las “campañas de seguridad” y produce actos permanentes que la vulneran, como clásico círculo que se cierra en el conocido hecho de que otorga protección el mismo ente contra el cual hay que protegerse. Obra de un gran imaginación política será la práctica de una gran reforma policial democrática, que no desconozca empeños que, frustrados en mayor medida, pusieron en marcha muchos jueces, políticos y militante sociales en distintos momentos de las últimas décadas.

 

 

Sin que haya relación entre una y otra cosa, junto al recrudecimiento de la cuestión policial como parte esencial de la pregunta por la estabilidad del orden público (véase Ecuador y otros casos: las policías custodian y amenazan este orden simultáneamente, ya no pueden escindirse esas dimensiones), se vienen insinuando desde los flancos del republicanismo liberal que con más vehemencia desea advertir que el gobierno es una “sobra”, un “deshecho inerte” o una “actuación falaz”, distintas revisiones en torno a las políticas de derechos humanos, que se corresponden con los cimientos más característicos de la experiencia denominada kirchnerismo. En algún caso, articulistas del diario La Nación ponen de manifiesto que no se atienden “los derechos humanos de los represores”, y en un sentido general, se quiere cambiar el signo más obvio que permite interpretar los hechos de las décadas

del terrorismo de Estado, por un nuevo orden de culpabilidades, en el que no casualmente se encontrarían las relaciones supuestas entre miembros del actual gobierno y hechos de violencia sangrienta del pasado. Facilitados por toda clase de dilemas atravesados por distintos organismos de derechos humanos, se desea un revisionismo que aminore para siempre la noción de derechos humanos, tal como se invoca actualmente, declaradas por las neoderechas conservadoras académicas, como parte de una “impostura”. Si bien no es concebible que un futuro giro a la derecha del país, sean Scioli o Massa quienes lo encarnen, desmantelen estos sentimientos alojados en instituciones y grupos sociales, se puede decir que entramos en un momento agónico donde las formas de la rememoración nacional (y desde luego, ellas deben ser siempre renovadas o reconquistadas) correrán peligro.

 

El gobierno no solo es atacado por poderosos interesas agrupados en formas nuevas y antiguas de dominio social universal y local. Es también víctima de muchos de sus descuidos y carencias, sobre todo en cuanto a mejores y más refinadas definiciones en torno a la ya antigua y esquiva cuestión del peronismo. El kirchnerismo tiene un rostro interno vinculado al peronismo y otro externo vinculado a otras tradiciones políticas no peronistas, de izquierda o socialistas. No se dedicaron mayores esfuerzos a darle un perfil intelectual más vigoroso a esta cuestión de fondo, de modo a impedir que resurjan hoy los vestigios de una unidad abstracta peronista, que diera solo por pintorescos estos años transcurridos, y volviera todo a un cauce normalizado por ligas de gobernadores o aparatos políticos justicialistas. Es una de las tristes posibilidades que avizoramos.

 

VI

 

No queremos alargar mucho más lo dicho hasta aquí. Todo indica que crecen las fuerzas que desean declarar como “sobrante”, “no ocurrido”, al gobierno kirchnerista. Los golpes a su credibilidad cuentan con un batallón de guionistas cotidianos que manejan sus lanzallamas infamantes con renovada energía –pueden disponer para ello del New York Times o de Le Monde-, mientras las opacas discusiones sucesorias ocupan a buena parte de militantes que podrían imaginarse en tareas más ajustadas a la idea de que el gobierno no ofrece un desempeño insubstancial –contando y descontando sus numerosos episodios y vericuetos-, sino que ha lanzado toda clase de interrogaciones necesarias a la sociedad argentina.

 Es necesario proseguirlas, replantear su estilo y sus modos militantes. Ante un panorama desalentador, donde sin duda persiste un vigor reconstructivo y vocaciones de un pensar autónomo, el kirchnerismo no puede concluir exánime su jornada, como si se disculpara en las pilas bautismales de una nueva versión neoliberal o bien comenzara a realizar él mismo las tareas que se le piden, como pago adelantado. Por ejemplo, volver a embalsamar el pasado, mostrar una mera astucia ante los torniquetes de las finanzas globalizadas y ponerse a controlar manifestaciones desde escribanías que digan qué es o no es legítimo en materia de protesta social. Allí sería él quien daría el paso más avanzado hacia su ilegitimidad y descubriría que los espectros de Scioli o de Massa ya estaban en su seno.

 

 

*Director de la Biblioteca Nacional

"La voz del amo", Santiago Matías Caruso

¿Puede la derecha ser moderna? , Fabricio Vanden Broeck

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