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Capítulo 9 El folletín argentino

Borgismo, jauretchismo y pluralismo: astillas de una política cultural

En este capítulo de El Folletín Argentino, Horacio González examina algunas alternativas de la política cultural de las tres presidencias Kirchner que a través de las diferentes secretarías y ministerios generó una gran infraestructura cultural dedicada a públicos específicos o masivos: Tecnópolis, el Centro Cultural Néstor Kirchner, el museo del Bicentenario, los espacios de la Memoria, por ejemplo. También realiza precisiones sobre su dirección en la Biblioteca Nacional y sobre las intenciones del macrismo de continuar con el desguace de todo aquello que remita al kirchnerismo y su "pesada herencia". El nuevo director, Alberto Manguel, quien todavía no se ha hecho cargo físicamente de la dirección de la BN debido a sus compromisos en Princeton, deberá afrontar este dilema que se propone entre un modelo cancelatorio y revanchista, basado en la auditoría, y otro, el anterior, de puertas abiertas, que creció en personalidad cultural porque creció en indagaciones culturales y territoriales, en lectores y en espectadores, que tomó jóvenes que se integraron a una instancia educativa y pedagógica, pues así también estuvo concebida la BN (hay cuatro escuelas diferentes en su interior) y con todo eso, se lanzó a recuperar la joya perdida, el edificio de Calle México.

 

Por Horacio González*

Para La Tecl@ Eñe

En este capítulo vamos a examinar rápidamente algunas alternativas de la política cultural de las tres presidencias Kirchner, tarea que siempre resultará complicada por las esferas superpuestas que abarca el propio concepto de cultura. No alcanzan las definiciones que a diario suelen facilitar un conjunto de funcionarios internacionales, que han creado su lenguaje operativo y no cesan de promulgarlo con arrebato. “Cultura material”, “cultura inmaterial”. Preparada esta sucinta dicotomía, ya estarían los organismos púbicos en el vertedero fundamental de sus políticas: desde la memoria colectiva, los cacharros arqueológicos, los autores consagrados, las fiestas populares, las conmemoraciones estatales o costumbristas.

 

No obstante, no se resuelven con esto las decisiones en torno a los apoyos económicos que deben tener las áreas.  Aquí se presenta enseguida la cuestión de los mecenatos de empresas privadas –no avanzó mucho este tema en nuestro país,  a diferencia de lo que ocurre en Brasil-, que en caso de substituirse con ellos alguna parte (a veces sustanciales) del presupuesto público destinado a cultura, inevitablemente el control o “agenciamiento” de las acciones culturales, pasará a formar parte del halo reconocible con que los grandes emporios económicos y financieros les gusta revestir sus actividades específicas: un gran concierto de alguna consagradísima pianista, la presencia de algún ballet internacional, la exposición itinerante de Marc Chagall, los pentimentos de Vermeer, fotografiados con lentes infrarrojos especiales, etc. Doy estos ejemplos sin rastro de disconformidad; me gusta que cada una de esas cosas ocurra. Me gusta también que podamos ver bajo qué condiciones se producen.   

 

Durante el período del gobierno anterior se generó una gran infraestructura cultural. Aunque hay algo incómodo en esa expresión, podrá comprenderse que me refiero a construcciones y edificios que albergan actividades culturales para públicos específicos o masivos. Cada una exigiría una reflexión en particular: Tecnópolis, con su nombre de fantasía, tomó a su cargo grandes espectáculos y exposiciones, siendo su origen una suerte de parque ligeramente museificado sobre la historia de la ciencia y la técnica en la Argentina. Personalmente, discutí este nombre, salido de las fáciles gavetas con las que el administrador cultural atiende el encargo de interesar a grandes públicos, pues no me convencía una denominación demasiado extraída de las tiras de ciencias ficción.

 

Detrás de la apología de la técnica suele abrigarse la denegación de un examen más agudo de la expresividad cultural, y esto lo demuestran, incluso inversamente, las parques de diversiones: son grandes construcciones basadas en aparatos de la técnica (incluso más vinculados al procedimiento normal de una fábrica industrial), pero sin embargo ellos viven de generar sentimientos culturales primigenios: la alegría, el temor, el azar, el goce, el choque, la utopía del viaje espacial, etc. Considerando todo esto, la evolución que tuvo el lugar –en el que la Biblioteca Nacional, a través del Museo del Libro participó numerosas veces- me pareció una gran experiencia, pues recobró muy fácilmente su carácter de espacio lúdico donde se presenta con calidad la cultura popular masiva. El actual gobierno habla ahora de  Tecnópolis como si lo hubiera creado, conforme  a su política de borrar todos los signos del pasado y atribuirse rápidamente autorías cuyo origen no reconoce…, so pena de malquistarse con el juez Bonadío.

 

Con el CCK ocurre algo parecido. Mientras alegan que con el costo de la reconstitución de esa joya arquitectónica que albergó el Correo Argentino desde la década del 20 se podrían haber hecho “numerosos centros culturales en el interior”, no encuentran mal que allí se hagan agasajos al presidente Hollande  -ciertamente, portador inadecuado del nombre de socialismo, ya nada tiene que ver con Jean Jaurés o con Mitterrand, le interesaba más patear un penal en la cancha de Boca que las nuevas penalidades a las que son sometidos los manifestantes que se oponen al gobierno-, con lo que cometen desaciertos múltiples. Los centros del interior también se han construido y son más numerosos de los que ellos suponen –les basta preguntar o viajar- y el CCK recién comenzaba a funcionar, no de apuro, como alegan, sino con una programación muy cuidada, que estaba en elaboración. ¿Y la restauración? Que debe haber sido cara, no hay duda. Y que siempre permanece un toque de solemne frivolidad en estas cosas, es probable. ¿Pero había que dejar en la ruina esa reliquia de la Buenos Aires de Gardel, Martínez Estrada e Yrigoyen? En su intimidad, saben que no. Mientras tanto se dedican a criticar el órgano alemán importado, que por su complejidad aún no está totalmente afinado.

 

¿Y el nombre? Quizás podía no habérsele puesto el de Néstor Kirchner. En este tema, siempre hubiera sido mejor seguir el consejo de Jauretche a Perón. “Su nombre es parte del paisaje; si se convierte en abrumador, solo por esto usted puede llegar a caer”. Pero siendo esto una lección para los gobiernos populares, no se justifica ni la fácil refutación de una obra por vía del odio a los nombres, ni la hipócrita condición del que usufructúa astutamente lo mismo que critica por causas cuya importancia no es mayor que lo que reciben como herencia. Pesada herencia: sin duda lo es, porque se trata de un edificio que equivale a 10 manzanas, con posibilidades de intervenir renovadoramente en el conjunto de la vida cultural argentina con resonancias que aún ni imaginamos. Pero no es  la misma y misteriosa “pesada herencia” que a diario alegan, para justificar sus torpezas y poder cometerlas con mayor amplitud, encima disfrutando de lo realizado por otros. La cultura real no son metros cuadrados de nada, pero mejor que haya metros cuadrados. La cultura, en esencia, es  la transfiguración inesperada de los “metros cuadrados”, sea en poesía, música o literatura o “en otra cosa”. Siempre un oculto sistema métrico es afirmado o negado. Aquí sí lo material e inmaterial se entroncan y se desestabilizan mutuamente. Provisoriamente, definimos así el arte.      

 

Un breve recuento de los secretarios y ministros de cultura de la Administración Kirchner –con todos los cuales he convivido-, nos permite visualizar una heterogeneidad de estilos, una serie de dilemas irresueltos, tanto como de logros y experiencias muy valorables. Torcuato Di Tella quiso crear un museo de la industria en Jujuy (descentralización, federalización y un estímulo cultural para repensar la industria nacional). De algún modo, una parte de Tecnópolis, no en Jujuy sino en el conurbano, también se fundamentó en ese anhelo. José Nun se acercó a formulaciones gramscianas sobre el significado dramático de la cultura: se la entendía como forma de vida y obras formalizadas. Se excluía el concepto de “bellas artes” –no estoy seguro que eso deba ser así- y había una inclinación hacia la educación popular, siguiendo la tradición argentina de la ilustración: libros y casas, café-cultura, fueron decisiones bien recibidas.

Por su parte, Jorge Coscia provenía de una tradición diferente a la de Nun: la Izquierda nacional. Le atribuía a la cultura un poder de iniciativa muy amplio para redefinir el complejo sentido de la Nación. Éste concepto lo refería especialmente a un “proyecto cultural”, en el centro de las acciones políticas y económicas. Durante su gestión creció el interés por las industrias culturales, y como compensación, la reanudación de los Premios Nacionales. Se creó una oficina de cine experimental anexa a la Secretaría. Coscia había sido, además de diputado nacional, presidente del Incaa, instituto que financió toda clase de obras cinematográficas, acusado de gastar dinero en obras de poco público. Durante las tres presidencias Kirchner, el Incaa tuvo una gestión, siempre acusada de “populista”, que dejó obras singulares de alta concepción estética. Menciono, por ejemplo, el film “Lumpen”, de Luis Ziembrowski, película extraña y sutil, reforzada por alegorías que se ensamblan en un espacio atemporal y mitologizado. Cuestionar esos filmes que sólo pueden financiarse con presupuesto estatal es dejar, como en todo el mundo, la producción cinematográfica en manos de un sentido unidireccional del gusto colectivo.

 

Con la gestión de Teresa Parodi maduró el tan reclamado Ministerio de Cultura, que sus antecesores –secretarios nacionales- siempre habían demandado. Se reforzaron las actividades musicales en todo el país y se iniciaron las difíciles decisiones que implicaban poner en marcha un nuevo Ministerio. No hubo carencia de problemas y discusiones, pero la Ministra exhibió firmes convicciones en su tarea, sorteó obstáculos numerosos e inauguró el CCK con una programación diversificada que para aplicar la palabra que luego cundiera como “motto” fetichista, fue absolutamente pluralista. Cualquiera que revise lo actuado en torno a ese Centro Cultural percibirá el modo que en él se unían un flujo de lo popular (las entradas eran gratuitas, lo que de por sí entraña una gran discusión) con experiencias capaces de recoger todos los vanguardismos y clasicismos posibles, por decirlo así. La  ex-ministra Parodi no sólo es conocida por su actividad de autora y cantante de canciones de vasta repercusión, sino por sus vinculaciones con los grupos poéticos más importantes de la Argentina del último medio siglo, como la revista “Poesía Buenos Aires”, dirigida por Raúl Gustavo Aguirre y Edgar Bayley. Aunque corro el riesgo de extenderme demasiado, diré una palabra sobre el Instituto Dorrego, que fue intervenido durante esta última gestión ministerial y disuelto por el nuevo ministro de Macri. Evidentemente, no parecía ser una decisión acertada su fundación. No formulo esta opinión bajo ningún tipo de reserva con sus integrantes, a quienes conozco casi en su totalidad, sino por el tipo de polémica que enseguida sobrevendría, y no por saberse ahora el conjunto de inconvenientes que se presentaron, me animo a decir que una decisión de esa magnitud en torno al pasado argentino debería haber contado con más prevenciones.

 

Dorrego es una figura fundamental de la historia de nuestro país, y sin duda, era necesario dotar de mayores recaudos un estudio renovado de su memoria, que sigue siendo ahora tan o más necesario que antes. Aquella decisión, indudablemente fue tomada por la Presidenta al calor de sus intereses historiográficos, que pasaban por clásicos del revisionismo histórico, los autores siempre citables de las izquierdas nacionales de décadas atrás –Jauretche, sobre todo-, y por la necesidad de una evidente renovación del elenco nacional-popular, pues también solía incluir no sólo a Belgrano sino a los (de alguna manera u otra) considerados “jacobinos argentinos”: Moreno, Castelli y Monteagudo.

 

Del mismo modo, generó otro tipo de polémica la Secretaría de Estado confiada a Ricardo Forster. Basadas en una interpretación desfavorable del nombre de esa Secretaría (que efectivamente, debió ser otro), se dirigieron numerosas críticas a una experiencia que será recordada en la historia del polemismo argentino como la forjadora de grandes eventos internacionales sobre temas de teoría política, situación latinoamericana, estudio de autores clásicos y modernos, ámbito de encuentro de las más diversas expresiones del pensamiento crítico. Todo esto frente a una dimensión que cobraba la industria cultural (no la que impulsaba el gobierno entre pequeños y medianos productores de obras de todo tipo) sino una de signo poderosamente empresarial: la que permitía un gigantesco giro en la cinematografía –“Relatos salvajes” es un complejo buceo en las relaciones cotidianas, con un humor ácido e ideologías pseudo-críticas a la sociedad postindustrial- y también en la televisión de masas, con festejados usos del lenguaje injuriante y desaprensivo, modelos de conflictos interpersonales más o menos neurotizados y fuerte propensión a construir un estilo de interpelaciones desmanteladoras del patrimonio idiomático corriente, exportable al campo de la expresión política, cada vez más disminuido cultural y sensitivamente. Cualquier política cultural lo es si desafía ese aparato disciplinante con alternativas capaces de disputar con las propias fauces del Gran Moloch.

De las tantas alternativas mencionables, prefiero recordar los programas auspiciados por la Biblioteca Nacional que tuvieron lugar en una emisión seriada del Canal Público, a cargo de  Ricardo Piglia. Eran programas literarios lanzados al viento, al margen de los cálculos habituales de las programadoras, y son hasta hoy parte de la ejemplificación vigorosa de lo que puede hacerse con los medios públicos. Abundan otros ejemplos, bien conocidos, que se sabrán recordar adecuadamente. Y dicho esto, propongo al lector que me acompañe con algunas consideraciones sobre la Biblioteca Nacional, justo en el momento en que vive su máxima encrucijada del último medio siglo. Inevitablemente, le daré un tono más personal a este relato.

 

Cuando ocupé la dirección de la Biblioteca Nacional durante más de una década, sucediendo a mi amigo Elvio Vitali, tuve algunos “problemas con Borges”, tan inevitables como sugestivos. Si bien la Presidenta se interesó por su lectura, muchos funcionarios del gobierno provenientes del peronismo –digamos: del memorial de la palabra política peronista-, me sugirieron varias veces que no se enfatizara tanto la figura del autor del Aleph. ¿En que se basaba esta opinión? En que –entre tantas cosas- Borges fue también una efigie central de la Revolución Libertadora. Efectivamente, en las anotaciones del fabulístico e incisivo libro de Bioy, Borges y él aparecen como los últimos discípulos de aquel hecho de armas. Ya entrado el gobierno de Frondizi, ellos se extrañan de que hubieran cambiado tanto los temas dominantes – ahora se hablaba de desarrollo, integración, pactos con el exilado Perón, etc.-, que para conjurar ese lamento, se dedican a escribir los últimos y laboriosos volantes de la Comisión de Afirmación de la Revolución Libertadora. Lo hacen en el mismo Despacho de Borges, como décadas antes, Pellegrini escribía sus discursos en el Despacho de Groussac. La Biblioteca –les informo- siempre tuvo esa politicidad. Basta saber que una buena parte del tercer piso está ocupada por la Academia de Periodismo, donde se reunían muchas de las plumas que tanto contribuyeron a zarandear al kirchenrismo. Urdimbre heteróclita de símbolos, es inútil que alguien quiera hacer de la Biblioteca otra cosa.

 

Nuestra lectura de Borges nunca fue vaciada en ningún estereotipo, sino que partió de una consideración estricta de su invención literaria, la sospecha que siempre comprobamos y siempre se evade quedamente, de que en su literatura están “embotellados” como en la lámpara de Aladino, buena parte de los signos del drama argentino, y también los esbozos de su explicación, a modo de la “esfinge” a develar que mentó Sarmiento siguiendo al francés Pierre Leroux. Por lo tanto, era ahora, más que en cualquier otro momento, que había que invocarlo. Nunca fue un recitado escolar sino un acertijo de complejo desciframiento. En ese sentido, quien lo lee así, es su verdadero lector.

Si una estatua es garantía de algo –una inocente imagen de perdurabilidad, el establecimiento de una silueta inmóvil que el peatón mira impávido, un simbolismo inopinado entre el silencio de un parque o el hollín de la ciudad- fuimos nosotros los que emplazamos su figura, la de Borges, en piedra en uno de los jardines del a Biblioteca, obra del escultor popular Oriana. Los jardines de la Biblioteca son modestamente poco bifurcados, pero exuberantes. Quizás, humorísticamente babilónicos: tienen un Papa, un Mujica Laínez (obra de Fioravanti, que se repone cíclicamente por los robos, pues el autor de Bomarzo padece también de la “inseguridad”), y  un Perón anónimo, (a prudente distancia de Manucho). Perdura silencioso en el Parque de entrada, un asombroso gomero entre gótico y barroco, cerca del cual hay un Cortázar delicadamente cubista, iniciativa de la legisladora Susana Rinaldi; detrás, un Alfonso Reyes, olvidado aquí y en México, que fue agudo incitador de la lengua castellana en los dos países, un Ricardo Rojas de Perlotti (su amigo), y hasta la rareza de un Horacio Salgán, una gran cabeza pétrea, del gran autor de “A fuego lento”. Todo indica que nunca se sabe cuándo poner un busto y si estas piedras o mármoles miméticos que acompañan toda la historia cultural, deben seguir cultivándose… es decir, de quiénes, y cuándo. Gramsci estudiaba la “hegemonía cultural” en una ciudad según esos monolitos. Lo mismo haría Jauretche. Desde luego, son decisiones historiográficas, culturales y políticas. A veces regidas por la casualidad. Porque en los jardines de la BN hay también un José Mármol, en la plaza posterior de la Biblioteca, que como toda talla de un rostro es indiscernible respecto al modelo real, pero esta pieza tiene un soporte providencial para el interesado: al menos es de mármol.

 

 ¿Deberíamos darle importancia a las esculturas urbanas representativas de figura históricas? Mejor examinemos el hilo de disconformidad, las decisiones que toma el Estado frente a ellas y cómo se evidencia una “política cultural” en relación a la monumentalística arquitectónica dedicadas a flujos de masas, sea el CCK y Tecnópolis, de los que ya hablamos y que mantienen claras diferencias entre sí. David Viñas se detenía sorprendido a analizar la escultura de pie de Bernardo de Yrigoyen, en Callao y Paraguay, en la cual contrasta la ejecución recubierta de finos detalles y bajorrelieves –quizás de las más logradas que hay en Buenos Aires-, con la ignorancia en que hoy se tiene a esa figura, tanto como de los problemáticos resultados de sus compromisos políticos. Con el monumento de Roca, es evidente que hay diversos problemas, discernibles en varios planos. Un monumento se emplaza en la ciudad  y es parte de su trama de signos referenciales. En ese sentido, esa obra representa no sólo a su “héroe epónimo” sino también una localización urbana, un segmento de la historia de la ciudad y una parte del “memento histórico” que tuvo una efectiva realidad pasada. La revisión de la figura de Roca en virtud de la nueva consideración que tiene la historia a la luz de los “pueblos originarios” –con la creación, incluso de este concepto- obliga a otras consideraciones. El tema contiene una filigrana de sutileza que obliga a un tratamiento muy delicado. No se trata de la “caída de un régimen” con multitudes que se arremolinan furibundas contras las estatuas del gobernante derrocado (como ocurrió en 1955), sino de una instancia de la historia estatal argentina puesta en discusión al conjuro de la formación de naciones en base a la conquistas de geo-espacios para el capitalismo en ciernes. Con la consiguiente expulsión –basada en distintas gradaciones de una masacre- de los pobladores allí establecidos, pertenecientes a la relación etnias-territorio que eran las que más antiguamente pudieran considerarse. El gobierno Kirchner siguió con preocupación y ambigüedad esta polémica, y encontró una resolución que finalmente no parecía la más adecuada para intervenir en este dilema historiográfico. Quitó de los aledaños de la Casa Rosada la estatua de Colón.

 

Entre las filas de los que, cada uno a nuestra manera, apoyábamos al gobierno, solo se levantó la voz de Mempo Giardinelli para cuestionar un hecho poco convincente, que sin duda emanaba de una decisión de la propia Presidenta. El hecho, en efecto, no era justificable, pero entrañaba una concepción de la historia, que también habitaba ciertos discursos de la Presidenta en los aniversarios del Combate de Obligado, la creación del mencionado Instituto Dorrego y los apuntes más que ligeros en torno a la evocación del revisionismo histórico en los medios de comunicación del gobierno. No creo que hubiera sido difícil la convivencia de Juana Azurduy y Colón –tan heterogéneos desde el punto de vista de la historia- si se hubiera compuesto una nueva consideración escenográfica para la Plaza de Mayo. Uno de los artistas destacados del período –hubo muchos pero no los mencionaremos aquí- fue Daniel Santoro. Santoro podría ser un personaje que hubiera participado con gusto en las discusiones sobre el Proletkult durante la década del 20, pero a su expresionismo místico le agrega un esoterismo político para encuadrar una interpretación “escópica” sobre la historia nacional emanada del interior de la historia de sus tendencias artísticas en lo que habitualmente se considera la “plástica”. No sería posible esta revisión de época si no se debate más seriamente sobre esta obra fundamental. No mencionaré otras que no lo son menos para no agrandar tanto este escrito. En cambio, la presencia de Marta Minujin en el agasajo a Hollande en el CCK –no sé si todavía lo llaman así- me suena a un eco tardío de todo lo que quieren expurgar, aunque quizás lo toleren por ser destellos de una nostálgica repetición.  

 

En cuanto a Borges, hubiera sido chistoso convertirlo solo en una estatua, como quería Lugones hacer con todo. Hicimos algo más, pues el Borges estatuario apareció recién después de afirmado el Borges anti-monumental y utópico. Pues lo imaginamos inspirador no sólo de una política cultural sino también bibliotecológica. Borges interpreta la catalogación y la clasificación de libros como  provocativos argumentos del destino, basados en la falta, el rigor y la extrañeza. Cuando Borges escribe, se producen eventos retóricos, artísticos, irónicos y bibliotecológicos. Creo que ese es el espíritu secreto de una Biblioteca, lo que incluye una interpretación literaria de sus métodos de catalogación sin que estos dejen de registrar los avances  y discusiones técnicas que atraviesa la época. Por eso, es posible distinguir por lo menos dos Borges (dos, y no tres, porque aquí subsumimos el Borges político en el Borges ficcional). Hay entonces un Borges del juego con la palabra bajo un orden discursivo paradojal, irónico, inagotablemente ligado a la revelación que se omite o que al darse implica la muerte. Este Borges tiene intacta su frescura.

 

 Y hay otro Borges, el de la globalización, que puede ser convertido en aforismo, en almanaque, en video-clip,  en nombre de una boutique, en cita apropiada para adornar un best seller, o en un remedo betsellerista de una investigación divertida, aunque reconocidamente bien hecha. Fue el caso del estimable e imaginativo Umberto Eco, al que extrañaremos.  El Borges de la globalización no es antagónico a un supuesto Borges “argentino”, porque esta no es tampoco su definición última: lo que corresponde a Borges es un universalismo argentino. En mi opinión, sin que sus trabajos sean de ninguna manera desdeñables, Alberto Manguel –esperemos que el próximo director de la BN, y aquí entramos en un tema problemático-, ronda sobre el Borges de la globalización. Lo hace áulico, anodino, citable, imitable. Lo que él  escribe es amable, no son best sellers explícitos, pero disimulan esa condición en su pliegue último de interconexión de citas, sorpresas y metáforas de lectura que se obtienen con un cultivado imán, delicado hierro magnético que colecta todo unánimemente, desde San Agustín a Flaubert.

Buena parte de lo que Manguel ha dicho sobre bibliotecas, acá ya ha sido hecho; pero también mucho de lo que ha dicho en su vertiginoso paso reciente por la “Dirección Invisible” de la BN,  implicaría un lamentable  retroceso. Sobre eso tiene que reflexionar  y sobre todo informarse bien, evitando los vulgares prejuicios que les presentan sus informantes, explicados por el hecho inusual de que hace cuarenta años está fuera del país. (A propósito, Sarmiento, un tanto rencoroso, se opuso a que Groussac sea Director de la Biblioteca Nacional por ser “extranjero”. Pero era una rara clase de extranjero, en el fondo poseedor de una comprensión conservadora pero rigurosa del país.) Manguel no es realmente extranjero, pero para que sea Director de la Biblioteca, es necesario que piense en las peculiaridades del lugar en el que se establece. Lo decimos para que venga y no para que no venga.

 

Sabemos que viene con una utopía borgeana, pero ésta no puede ser un no-lugar. En ese sentido, hablando de lugares, es urgente que se preserve el antiguo edificio de la calle México: eso hace que le reclamemos a Manguel que se hago cargo del lugar ahora mismo. No deberían ser más importantes sus clases en  Princeton para demorar su llegada. El gobierno que lo trae ya dijo que ese edificio –que condensa buena parte de la historia cultural del país- es una ruina inútil. Justamente es al revés, solo las ruinas son útiles cuando se trata de retomar la historia de un recinto trabajado por el tiempo, haciéndoselo hablar otra vez.

 

No le negamos a Manguel su condición de orfebre de una literatura de solaz, amenamente concebida, voluntariamente carente de tensión,  por más que la envuelva en celofanes y centelleos borgeanos. Pero es en vano que nos diga cómo debe ser una Biblioteca Nacional, porque también en este caso sostiene criterios globalizados, aunque aquí y allí pigmentados con las  protestas del humanista aristocrático contra las teorías informáticas. Sus filigranas deliciosas de gurmet literario, que también podemos apreciar, padecen cuando no se sumergen en una cultura viva, con sus problemas singularizados, demostrándose que el detallismo hedónico puede no ser incompatible con el lector abstracto, al que recién denominamos  globalizado.

 

Manguel hizo como un ejecutivo de “apretada agenda” una visita que distó mucho de la del Don Juan de las Bibliotecas. Dejó cargadas preocupaciones: habló de desmantelar ediciones (la única editorial pública del país con catálogo sistemático), controlar exposiciones, averiguar qué libro se va a presentar antes de dar permisos. Su erudición debería cuidarse de no bordear la censura y de decir cosas sin fundamento. Por supuesto, está dotado para hacerlo y debe discutir con el contexto que no se lo permite. Porque  si no consentiría con la idea de lo que llamaríamos una Biblioteca Cancel, gobernada por el miedo en vez de aquella trama de símbolos que hasta ahora tenían sus diversos senderos. Es vergonzoso que se diga, como imputación, que allí se reunía un grupo político oficial. Uno de los libros de Manguel, permite sacar conclusiones apreciables sobre las estigmatizaciones a que en extensos períodos de la historia son sometidos los intelectuales. Créanos, amigo Manguel, de aquí a Canadá, usted es testigo de casos masivos de ultrajes que se pueden seguir en un fácil hilo histórico –precisamente usted los comenta bien-, pero lo que ocurre ya con el papel que va a cumplir, obliga asimismo a que usted cuide muy celosamente que no lo sorprenda la involuntaria y tan poco elegante condición de coadjutor de despidos de personal. En aquel grupo político de mentas venían a hablar desde Leonardo Favio hasta el filósofo francés Etienne Balibar, y no había aduladores de ningún gobierno sino una suerte de “urgidos historiadores del presente”.

 

Se hacen auditorias, hoy, solo para tener pretextos para exoneraciones masivas, no para saber cuál es “el estado de la nación”, lo que por otra parte en la Biblioteca está a la vista. Una auditoría, diría Borges –si fuera un pluralista a la manera del Aleph, condensando en forma transparente toda la simultaneidad puntillosa del mundo-, es una manera de escuchar en la libertad de un fluir impensado, sino imposible, la totalidad del discurrir de los hechos. Pero este Borges no es el Borges macrista que asoma, como máscara de un nuevo autoritarismo, del desprecio a lo que se ha hecho y a la manera libertaria en que se lo ha hecho. Fábrica desvitalizada de unidades atomizadas y aterrorizadas, es en lo que quieren convertir a la Biblioteca Nacional. Manguel hará de humanista y los empresarios del “software enlatado” gobernarán, a través de tristes intermediarios, a las Bibliotecas Nacionales. Nosotros nos atrevimos a lanzar su independencia intelectual, ellos creyeron que esta equivalía a su cautiverio tecnológico. 

Con estas prevenciones, en los tiempos inmediatamente anteriores creció el personal porque crecían las tareas, se creció en personalidad cultural porque creció en indagaciones culturales y territoriales, creció en investigadores porque creció en lectores y en espectadores, se tomaron personas en algunos casos sin preparación previa porque eran jóvenes que se integraban a una instancia educativa y pedagógica, pues así también estaba concebida la BN (hay cuatro escuelas diferentes en su interior) y con todo eso, se lanzó a recuperar la joya perdida, el edificio de Calle México. Puede concluir usted, Manguel, esa tarea, que nunca se hubiera iniciado si éste, su antecesor, y la antecesora en el Misterio de Cultura de quien ahora es su actual Ministro, no se hubieran ocupado como conjurados, de abrir paso hacia ese notable edifico histórico. No le pedimos que reconozca nada. Apenas que custodie la Biblioteca, el Museo de Libro, retome la Calle México  y rechace el destino de atender las implacables llamadas de su ministro, que podrán guardarle consideraciones –usted es el intelectual más adulado por los medios oficiales-, pero no se permita escuchar, ni a la distancia ni estando aquí, pedidos de despidos y recortes de todo tipo. Abandone esas palabras de su diccionario, pues son parte de los sortilegios despectivos hacia el lector, ese mismo que usted estudia muy bien en sus libros. No acepte en las trastiendas de la historia lo que reprueba en sus escritos.

 

La política cultural de las presidencias Kirchner tuvieron diversas dimensiones, contradictorias entre sí, que en la callada afirmación con que se daban los grandes debates, ponían en tensión necesaria las relaciones entre el financiamiento del Estado, la vida popular, los repentinos conceptos “sociopolíticos” como “inclusión”, grandes obras, a veces majestuosas, y convivencias a destiempo de horizontes culturales cosmopolitas con afirmaciones jauretcheanas (este viejo duelista era solicitado con cierta liviandad)… y en esa misma tensión, se jugaba una nunca resuelta teoría del Estado y el sagitario mismo de los que sería un conjunto de decisiones culturales que fueran universales cuando se referían a una obra nacional, y que fueran nacionales cuando se recurría a un necesario universalismo. Como en todo, mucho de eso hubo, y los vaivenes que daban imprecisión al conjunto, a veces parecían gobernarlo todo. Por mi parte, si me permito parafrasear al Borges del Informe Brodie, mascullando decepciones, tuve el orgullo de haber integrado esas filas.  

(Escrito el domingo 28 de febrero. Los libretistas de la clausura, no en la política sino en el conjunto de la memoria social, no descansan para producir un cancelamiento orwelliano de la experiencia kirchnerista. Se valen para eso de  la literatura gótica transformada en pobres dictámenes de último momento. En el “protocolo” figura la prisión de Cristina Kirchner, cuyas huellas digitales son examinadas por el zapatófono del Super Agente 86, y la acusación a los principales funcionarios económicos del anterior gobierno de decisiones sobre el dólar cuya responsabilidad en última instancia le cabe a los funcionarios del gobierno actual. Los acusadores de alquiler culpan a otros de sus propias responsabilidades)

 

Buenos Aires, 28 de febrero de 2016

 

*Sociólogo, ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional

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