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Una campaña

En una campaña – término de origen militar - son las diferencias que convierten a cada candidato en síntoma de actuaciones, expresiones e intereses que lo exceden. Esa excedencia es lo que más nos importa. Lo que está en juego en la próxima votación por uno o por otro, es también esta confrontación de fórmulas de campaña. Esa excedencia abre otro interrogante: ¿Cuál es la más y cuál es la menos historizada?

 

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

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La idea de campaña, en materia de elecciones, reconoce un no lejano origen militar. Se acota el “terreno”, se aplican “tácticas”, no se admiten “vacilaciones”, etc. El dudoso es mal visto por todos los sectores, mucho más cuando las definiciones se angostan y van quedando solo las posibilidades binarias. O uno u otro. Hay un tercero excluido, que es la abstención o el voto en blanco, que corresponde a distintos grados de conciencia y a distintas motivaciones. Van desde la indiferencia política, a los disconformes tanto con aquella configuración binaria como por las “concesiones” que ambas representaciones de la polaridad en confrontación, se ven obligadas a hacer en términos de una ampliación de sus ventosas de adhesión. Por otro lado, hacia ambos lados de la dicotomía, se entrecruzan temas y cada uno toma los temas del otro. Este formidable entrecruzamiento al que estamos asistiendo tiene un efecto primero, que es de neutralización mutua, y una adicional consecuencia de no quedar atrapado por la sospecha de que se deja algo importante sin decir que, por acaso, se encuentre “legítimamente” presente en la tribuna opuesta. Un resultado “deshistorizador” se produce de inmediato. Por eso, el fenómeno inter-mimético no es asombroso pero causa perplejidad. En un momento dado, cada uno será el mismo y el otro. ¿Entonces no habría diferencias? Es claro, sí las habría, pero ya serían meta-diferencias. Son las diferencias que convierten a cada candidato en síntoma de actuaciones, expresiones e intereses que lo exceden. Esa excedencia es lo que más nos importa. Lo que está en juego en la próxima votación por uno o por otro, es también esta confrontación de fórmulas de campaña. ¿Cuál es la más, cuál es la menos historizada?

 

Del mismo modo la naturaleza del voto se ha modificado notablemente sobre el juego de alternativas –progresivamente restrictas- que van presentándose. Sobre  un tablero plano, como el que las actuales  modalidades van construyendo, el “voto ideológico” que en la imaginación pública fue acompañado por la idea de que lo que existe como juicio a priori es una conciencia deliberativa que, o bien precede a la “campaña” o “toma conciencia” en el transcurso de ésta, fue reemplazado por un voto de compensación, lo que llamaríamos –sin pretensión teórica alguna-, como “voto compensatorio”. El voto plano excluye la espesura de ideas pero no la pulsión inmediatista, la fenomenología de la chicana. El voto con frondosidad biográfica (ideas que guiaron participaciones, opciones y votos anteriores en cualquier crónica personal y ciudadana) es el enemigo crucial del voto que emerge de la superficie inane de la campaña. Campaña que sin embargo  es imprescindible. Por eso, cuando se vota, se lo hace  también en medio de la escisión que separa una u otra idea de campaña. Una campaña historizada, como dijimos, o una campaña de laboratorio.

 

¿Qué es lo que se “compensa” cuando hablamos de “voto compensatorio”? Se compensa la inexistencia de la conciencia densa, historizada y auto-deliberativa. Este tipo de voto concibe toda conciencia como yendo a parar, axiomática, a un oscuro casillero que estaba a su espera.Pero ese casillero subyacía en el lugar más inamovible de una biografía, donde operan los presupuestos más sólidamente fijados de las caracterologías de la esfera de intereses, esa gnosis enigmática que produce secretos anclajes en nuestra lengua y nuestra cotidianidad hablada. Es ese lugar ignoto, esa “tierra de nadie” del individuo, que sin embargo, lo define a través de cómo puede inferirse el pliegue último de su propio corazón, inexplorado pero repleto de apetencias secretas y estereotipos recónditos. Sobre esa zona repleta de simbolismos rotos, rencores sigilosos o suspicacias conspirativas de la vida privada, se encarnizan los “asesores de campaña. En una época se hablaba de conocimientos “subliminares”, aludiendo con la total precariedad de las “ciencias del márketing” a las zonas decisorias pero oscuras de la conciencia donde bullen los deseos carentes de lenguaje, pero operantes en las micro-acciones del mercado. Trasladada a la esfera política, esta idea ha triunfado pero ya menos ligada a la lejana invocación al “inconsciente” (concepto freudiano que ya en los sesenta estaba muy vulgarizado y brutalizado por todas las clases medias de Occidente), que al estudio de estereotipos verbales, corporales, faciales, y a toda partícula lingüística y capacidad de las imágenes de deslizarle hacia significados del “inconsciente como lenguaje”. Esta frase también ha pasado por los cribos de banalización penosa que partió de las prestigiosas aulas del Collêge de France  y terminó en los locutorios y agencias de publicidad de nuestro país, incluidas todas las conversaciones que buscan locuciones que cimenten cierto estilo “chabacano-ilustrado” de conversación.

 

Por ejemplo, el “va a estar bueno Buenos Aires”, del primer macrismo, captaba una locución que no sin forzar el idioma (no importa: todo idioma es forzamiento) se extendía desde Palermo Hollywood al resto de la acogedora ciudad, reemplazando el “estará bien” por el “va a estar bueno”. O el macrismo captó esa leve alteración de distinción en el habla cotidiana de cierto sector urbano, y la captó con sus antenas capilares, o la inventó en sus laboratorios politológicos y las escenas publicitarias que construyó fueron aceptadas por un hábito conversacional del sector más dinámico de la ciudad, el de los jóvenes consumidores de los productos comunicacionales que suelen denominarse de “última generación”. Concepto que como el de “alta gama” y otros, salen de las trastiendas publicitarias donde se refugiaron los neo-semiólogos que destrozaron la ciencia de Roland Barthes, mezclándola con una antropología social del prejuicio, ya en crisis y sin aristas críticas, en una batidora de fragmentos lingüísticos que se internaban como política sustituta en el mismo idioma coloquial, que al mismo tiempo hacían de éste, una versión oficial del habla partidaria. Esto se complementaba con el descenso mítico a la más inmediatista particularidad: “tocar timbre”, “un vecino me dijo”, y con la operación de succión brutal de la lengua política de la memoria, su incautación en nombre de una transfiguración de los valores. Un agente textual de un nietzschismo de poca monta y al servicio del mercado de valores de las palabras (o de su resonancia en la memoria, la misma memoria que considera un adminículo desdeñable) ha creado una profesión ventrílocua, hacer hablar a políticos candidatos bajo los elementales recursos de instalarles mecanismos de animación que suprimen sus hábitos granulientos e implantarle apósitos esquemáticos e higienizados. Macri dijo en Córdoba “Cordobazo del conocimiento”, fusionando la memoria social del país con la jerigonza de la ideología informática (entiéndase: no de los accesos veritativamente científicos a ese nueva dimensión del dato) La lengua militante, las lenguas “peronistas”, “izquierdistas”, han sido incautadas por una libación sistemática dirigida por personajes especializados en ese tipo de “aplicaciones”, como se dice en la jerga de las computadoras.

 

¿Pero se trata entonces de una nueva faz del candidato Macri que inventa una “lógica de equivalentes” que van del peronismo a las izquierdas, de la que luego le costará desdecirse? No lo creemos, porque todo está bañado de un toque diluyente, el “vivir mejor”, “yo no quiero nada para mí”, “que todos estén cada día un poco mejor”. Estas frases maestras, en su sumario despojamiento, tienen envergadura mitológica. Son prédicas trans-políticas, o que introducen una política anti-política, o una creencia antagónica a las herencias fundantes del reconocimiento del ser político de la vida común, que han tenido un efecto sorprendente. Vulneran las tradiciones democráticas sin dejar de estar dentro de ella. La democracia lo es porque también admite las lenguas despolitizadas o las que incorporan evocaciones limadas o lijadas de esas mismas lenguas, sometidas a un planchado y un alisado que la desnutre de ligámenes societales y las pone en el regazo de una democracia que vive de la desconexión ficcional entre la promesa del “vivir mejor” con los contenidos que vibran en los planos tácitos del modo en que nuevas derechas usan la apelación, la convocatoria y el voto. Votamos, entre otras cosas, no solo entre dos tipos de situaciones encarnadas por figuras que, en efecto, tienen diferencias entre sí. También votamos entre dos tipos de campaña, y poniendo de lado los aspectos en que ambas se parecen, votamos por la que supo decir con más  claridad que no haya ajustes, que no haya nuevos vínculos de subordinación con el FMI, o que se siga tratando con dignidad la cuestión de los tenedores de deuda externa que no entraron deliberadamente en el canje que oportunamente se realizara. Votamos por la campaña que se pareció más, sobre todo en su último tramo, a una campaña de izquierda; de izquierda real, capaz de contener el legado nacional, popular y democrático, y la palabra “Cordobazo” sin su readecuación artera.

 

 

Buenos Aires, 17 de noviembre de 2015

 

*Sociólogo, ensayista, escritor. Director de la Biblioteca Nacional.

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