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Hangares 

El hangar puede ser el significante vacío de las infinitas funciones técnicas, simbólicas y domiciliarias del habitar urbano o metropolitano. Una vida entera, la civilización toda, podría resumirse en la conversión del uso de los viejos hangares que luego  serán destinados a otra función. Así, el nacimiento de un nuevo Centro Cultural aparece como una forma artística en sí misma más allá de lo que allí se decida realizar, una vida restaurada que arrastra como pasajeros imprescindibles a los invisibles milicianos de la melancolía. Nadie está obligado a serlo, pero es imposible no serlo si se quiere una vinculación con aquello que el acuerdo inevitable de las sociedades llama artes o industrias culturales.

 

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

          El hangar es una extraña construcción, guarida de aviones, cobertizo aeronáutico. Impresiona cuando está vacío. Gigantesco espacio sideral rodeado de distantes paredes. E impresiona también cuando está ocupado. Hay una foto donde un hangar se muestra como  abrigadero colosal de un Zeppelin y todos conocemos donde se guardan los Boeing o Airbus.  Estamos tentados a decir que la civilización es una sucesión de usos  de un habitáculo enorme que puede permanecer en el tiempo, permitiendo la diversidad en el tiempo de cada uno de esos empleos. Por ejemplo, en la Rusia de 1917, muchos templos se convirtieron en cines. Primero albergaron fieles y luego de la revolución albergaron otros fieles, distintos de los primeros. La feligresía era diferente pero el lugar era el mismo. Los mencionados en primer lugar iban a venerar imágenes religiosas;  los otros, veneraron acorazados, las escalinatas de Odessa y masas en movimiento. ¿Había finalmente grandes divergencias? Al final del siglo XX, la mayoría de los cines pasaron a ser otra vez templos y garajes. Estos últimos, formas ocultas del hangar, que ya no nos  asombran aunque intervienen en la ciudad con un toque alarmante, grises alacenas que consideramos el domicilio existencial de los automóviles. Es lo contrario al cine aunque el cine tenga tanto interés en filmar escenas en garajes. En muchos viejos cines “desactivados”, si es que así puede decirse, se  vuelven a venerar íconos y escuchar sermones evangélicos. No obstante, omitiendo una que otra diferencia fundamental en los modos de relato, sería cierto que el templo da lugar al cine y el cine da lugar al templo, en una dialéctica en “continuado” –como también decían los cines- donde flota secretamente la relación entre imágenes sacras realistas e imágenes móviles irreales.

        

          Lo cierto es que el hangar (si le sacamos su eminente sesgo aeronáutico) sería el significante vacío de las infinitas funciones técnicas, simbólicas y domiciliarias del habitar urbano o metropolitano. Una vida entera, la civilización toda, podría resumirse en la conversión del uso de los hangares –los grandes edificios que por su imperativa belleza no son demolidos-, que luego   serán destinados a otra función. Esta transfusión no se hace sin un toque dolorido, un llamado a la nostalgia delicadamente irresponsable (porque la nostalgia es una irresponsabilidad agraciada o no es). Por ejemplo, la desactivación de los grandes Palacios de Correos, convertidos en centros culturales, o museos, o salas de conferencias (Buenos Aires ahora, antes México). Cuando un Centro Cultural hereda una espléndida arquitectura del pasado, una fastuosa carcaza dedicada a otra cosa,  adquiere obligaciones impensadas. Es lógico que primero se comienza a restaurar, rescatar, remediar lo que se ha deteriorado o abandonado cuando ocurrió la obsolescencia y nadie sabía qué hacer con él. Es que tenían como contraste esos espléndidos escritorios para emitir un sencillo franqueo postal, o esas paredes con molduras barrocas o neoclásicas, que parecían amonestar adustamente al que meramente concurría a escribir una tarjeta postal con trivialidades de la vida diaria.

 

          De este modo magníficas construcciones se convierten a sí mismas en legados para cumplir otros menesteres. Ante ello, ni se debe evitar la melancolía ni debemos dejar de aprender cómo se tensiona una ciudad. En el fondo último de las cosas, estos cambios se refieren al entrelazamiento primigenio entre técnica y arte. Un mero readecuarse al modo en que una tecnología es sustituida por otra no puede ser una concepción artística del mundo vivido. El arte no podría ser entonces una función que se apodera de un lugar que queda vacío cuando la función anterior fenece. Las cosas nunca son tan simples, porque si no el arte sería un sistema de signos en espera –como quien  espera una llamada telefónica-, para venir a recoger sus apeaderos en las habitaciones que dejan desocupadas las viejas estaciones,  las viejas oficinas de telégrafos y esos enormes centros de clasificación de correspondencia que eran los grandes correos.

         

       Definiríamos de buena gana al arte como un testigo de la obsolescencia de la técnica, que la hace revivir en tiempo pasado con sus recursos permanentes. O de otro modo, sería el arte el anticipo inesperado y secreto de lo que ocurre con su rival y complemento -la tekné- cuando le cae el veredicto de decadencia y se creen convertidas en un hangar que recibirá otras experimentaciones llamadas gentilmente arte. No está tan desacertado este pensamiento. El hangar es el soporte del sentido mismo de las ciudades, su permanencia es una forma de ser indiferente respecto a los infinitos goces artísticos que lo recubrirán cuando sus funciones atribuidas vayan desfilando hacia el olvido, el abismo de las refutaciones o la decrepitud de tecnologías que parecían lozanas y eternas. Pero hay algo  más: la nostalgia es el alma interior de toda forma de arte, aun del vanguardismo que desea romper absolutamente con el pasado (pues  su historia es la de todas las rupturas que se intentaron antes, y la historia del arte es la memoria de esos intentos, fallidos o no, de ruptura). Entonces así, el nuevo Centro Cultural aparece como una forma dramática –artística en sí mismo más allá de lo mucho que allí se decida realizar-, de comenzar una vida restaurada arrastrando como pasajeros imprescindibles a los invisibles milicianos de la melancolía. Nadie está obligado a serlo, pero es imposible no serlo si se quiere una vinculación con aquello que el acuerdo inevitable de las sociedades llama artes, políticas artísticas o incluso, industria cultural.

 

 

*Sociólogo, ensayista, escritor y Director de la Biblioteca Nacional.

         

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