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La Presidenta en debate: humillación o inflación

Margarethe (1981) - Anselm Kiefer (inspirado en el famoso poema de Paul Celan, Todesfuge, escrito como resultado de su experiencia en los campos de concentración.

El debate entre la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el historiador académico Alejandro Corbacho, quien  publicó una columna de opinión en el diario Clarín, Cristina y sus lecciones de la historia,  en respuesta a las expresiones de la primera mandataria quien en un discurso se refirió a las causas del surgimiento del nazismo luego de la Primera Guerra mundial, inspiraron a Horacio González a reflexionar sobre los modos del debate, la autoridad requerida para debatir y los dilemas con que se enfrentan las ciencias históricas y sociales.

 

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

Escribo muy rápidamente, sobre un tema de gran interés, aunque no estrictamente localizado en el centro del debate político. Sin embargo, no deja de tener un gran atractivo a pesar de que no perece poseer inmediatez. Se trata del debate de la Presidenta con un historiador académico en torno a las causas de nazismo luego de la Primera Guerra mundial, y sobre todo,  después de la firma del tratado de Versalles. La Presidenta había expresado en un discurso que las imposiciones a la Alemania derrotada generaron una humillación nacional que dejó abierto el camino a Hitler.

 

El historiador le responde en un artículo en Clarín, donde encontramos dos temas: el primero, el modo en que las autoridades máximas de un país intervienen en el debate histórico, con un estilo, según él, despojado de seriedad y con la convicción absoluta que suelen tener las personas sin conocimientos específicos pero con posiciones de poder. El segundo, que el argumento esgrimido por la Presidenta para dilucidar el surgimiento del nacional-socialismo coincidiría con las explicaciones que éste mismo dio como versión de su propia expansión luego de los inicios de la década del 30. Adicionalmente, agrega que este tipo de nacionalismo extremo, caracterizado por el uso de la fuerza policial y para-policial, tiene características intrínsecas, inherentes a su propio proceso de constitución, por lo que no necesariamente tiene sus raíces en imposiciones surgidas de fuerzas bélicas superiores.

 

Por lo tanto hay que buscar sus fuentes en otros factores, donde sin duda hay que mencionar  las vicisitudes de la República de Weimar durante la hiperinflación brutal de 1923, aunque contenida unos años después con medidas económicas donde se ponía las tierras e industrias como garantía de una nueva moneda.  Pero principalmente, según se deduce de las expresiones del historiador que polemiza con la Presidenta, las raíces del nazismo pueden vincularse tanto a la memoria inflacionaria alemana (que en sus aspecto más virulentos hacia fines de la década del veinte estaba casi contenida) como a una suerte de “causa sui”, donde el partido de Hitler había adquirido características propias fuertemente antidemocráticas y había armado diversos grupos de choque, por íntima vocación programática.

 

Las  causas tenderían a ser económicas, pero si interpretamos bien artículos muy breves e intercambios por los periódicos (en medio de las inevitables torceduras de la interpretación que reinan en el país), habría en el nazismo un sistema de convicciones que lo había llevado primero a intentar un golpe armado –que al fracasar, lleva a Hitler a la cárcel- y luego a convertirse en un partido electoral que recoge el miedo a las desaforadas inflaciones del período anterior, pero sustancialmente toma a su cargo las antecedentes plebeyos y filosóficos del irracionalismo como posición cultural de muchas tradiciones mito-poéticas alemanas , del racismo mesiánico explícito y el control policial de la oposición socialdemócrata y de izquierda, además de promover un decidido antisemitismo como utopía finalista de pureza racial.

 

Esa especificidad sería al fin una explicación adecuada de su ascenso, si interpretamos correctamente al historiador.  En esta posición, si logramos resumirla, se negaría el factor al que alude la Presidenta, la humillación a Alemania por las reparaciones de guerra posibilitadas por el Tratado de Versalles, o quizás, más que negarlas, se las dispondría sobre un bastidor socio-económico-cultural más amplio. Aquellas reparaciones, agregará el historiador, fueron largamente discutidas y no son, al parecer, causa suficiente, para definir completamente al hitlerismo, aunque en plena República de Weimar, tropas de los aliados invaden Alemania para presionarla con la toma de las cuencas carboníferas y ferríferas de la frontera, en una contundente acción militar para producir el cumplimiento tajante de la deuda de guerra alemana. Es lógico imaginar que el abismo económico en que estaba Alemania apenas comenzada la década del 20, se agravaría hasta límites insostenibles  con esa acción de los ejércitos franceses y belgas, entre otros.

De modo que podemos concluir que la discusión entre la Presidenta y el historiador es un tramo clásico de los dilemas con que se enfrentan las ciencias históricas y sociales. ¿Cuál es el núcleo último de la acción humana o de la acción colectiva? O en otros términos, ¿hay más determinaciones morales (la “humillación”) que materiales (la “economía inflacionaria”)?. ¿Economía o política?  Sin embargo, esta aparente polaridad siempre intentó ser resulta por la teoría política, para no dejarla exclusivamente en manos de acentuaciones  “voluntaristas” o en el otro extremo, “economicistas”.

 

Esta discusión nunca cesa pues podríamos poner las tesis de Laclau sobre el “significante vacío” del lado de la explicación por vía de las construcciones discursivas, y en ese caso, más cercanas a la idea de la voluntad política expresada en una fuerte condensación anímico-hegemónica, como era el nazismo (basta revisar sus textos, o consultar en trabajo de J. P. Faye sobre los lenguajes totalitarios, involuntariamente cercano o anticipador de los de Laclau). De tal modo podríamos decir, hasta lo que pudimos desentrañar de este debate (cuyo verdadero trasfondo es quién posee los derechos efectivos para hablar de la historia) que la tesis de la humillación, que apunta a desentrañar el estado “moral e intelectual” de la sociedad alemana luego de una guerra catastrófica, no es tan diferente a lo que postula el historiador, que entre las variadas cuestiones que expone, dirige su foco hacia la idiosincrasia totalitaria del nazismo. Esto, afirma, es parte de cierto autonomismo del orbe político, y no puede ser explicado más que por razonamiento politológico (si es que lo traducimos bien).

 

Ocurren entonces dos cuestiones que enrarecen el debate, pues al decir el historiador que esa es la misma explicación que los nacionalsocialistas dieron a su emergencia, debe de inmediato aclarara que “no considera nazi a la Presidenta”.  La astucia de hacer esa aclaración es una banalidad dentro de un gesto que es profundamente innecesario. Revela los hilos sueltos que tiene la argumentación del historiador, que invoca su condición de experto para cuestionar a los políticos que hablan de historia sin mayores conocimientos sobre los temas que traen a la consideración pública. Pero que tiene el ojo bien puesto sobre los debates actuales  y todo lo que suele atribuírsele a la Presidenta. Por su parte, la Presidenta, sensible a estas cuestiones, reivindicó el derecho de opinión de los no expertos, y aún más, puso en tela de juicio la condición misma de esa “expertice”, según el término inadecuado que se impuso en los últimos tiempos para indicar profesionalismo en la opinión.  Obviamente tiene razón, sobre todo si no hay tanta distancia entre la humillación de Versalles y los elementos últimos de la sensibilidad nazi, compuesta por elementos pseudo morales ligados a un milenarismo que retomaba temas propios del arcaísmo mitológico y una alianza con tecnologías y finanzas que lo llevaba a utopías reparadoras por la vía del sacrificio de poblaciones enteras, la salvación por la sangre y el trabajo concentracionario, cautivo y aniquilador para millones de judíos. Esta imagen social no podía surgir solamente de las encrucijadas económicas, salvo que éstas, por su carácter insondable (la inflación no había sido solo un fenómeno económico sino un paso hacia el salvajismo moral colectivo). Por lo que la explicación por el viés de la humillación y el viés de la “economía-política” tienden a acercarse.

 

Pero dijimos que el debate (como en el fondo de todo debate) es también sobre las propias condiciones del debate. El primer paso  de este “meta-debate” lo dio el historiador, al decir que “había estudios” sobre la impropiedad de los políticos que opinan sobre la historia sin los conocimientos adecuados. La Presidenta tomó este tema ironizando sobre un tipo de academicismo que no reconoce más que los códigos endogámicos de su lenguaje corporativo, y respondió citando a Keynes , al que calificó de “verdadero académico”. Cita el artículo del historiador y dice que “pone en negrita” las frases que querella. Poner en negrita (“la negrita no me pertenece”) es la típica  tarea del debatidor que cita otro escrito para ponerlo en cuestión. Es un rasgo habitual de las discusiones académicas, que la Presidente (que no los desconoce), utiliza en medio de un sistema de comunicación, los twitters, que le dan  a esta discusión una extraña y paradójica importancia. Incluso dentro de los twitters que escribe, son varios, reproduce la tapa del libro de Keynes donde se afirma la misma tesis de la humillación que Versalles le impone a Alemania, lo que traería luctuosas consecuencias.  

 

No podemos dejar de llamar la atención sobre esta compleja discusión, hecha a través de artículos periodísticos y comunicaciones por internet. Uno de los debatidores es un académico que evidentemente no tiene simpatías por la Presidenta, y del otro lado, la propia Presidenta sale en defensa de sus posiciones citando un libro casi olvidado, “Las consecuencias económicas de la paz”, de Keynes. Keynes es un economista que no estaba absolutamente ajeno a lo que Adam Smith llamaba teoría de los sentimientos morales. 

 

Personalmente, participo de las reflexiones de la Presidenta en este debate, a las que les agregaría muy poca cosa más, en especial, respecto al punto a veces inhallable en la historia donde se fusiona el sentimiento de vejación colectiva con las llamadas variables económicas. Ese punto de fusión es el que todos estudiamos, con suerte diversa. Es evidente que la Presidenta tiene el ojo puesto en la acción de las entidades financieras europeas sobre Grecia y en la cuestión de los fondos buitre. Ve el “presente como historia”. El historiador debería considerarse satisfecho de que haya sido contemplado con este verdadero regalo, un debate político sobre la historia y sobre las condiciones académicas del pensamiento histórico. Para terminar reproducimos la tapa del libro de Keynes que la Presidente a su vez incluye en sus twitter. Raro espectáculo que una vez más nos confirma que un debate por la vía de las nuevas tecnologías, no cambia en esencia las condiciones de la búsqueda intelectual del sentido de las cosas, basamento último de la justicia.

 

 

Buenos Aires, 1° de septiembre de 2015

 

*Sociólogo, ensayista, escritor y Director de la Biblioteca Nacional.

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