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¡Cambio, cambio… Cambiemos!

Una pequeña anécdota matinal, especie de pizarrón al paso que enseña la realidad de la calle, hizo que Strocovsky pensara en los futuros votantes macristas del 22 y en los negros presagios a futuro. Los votantes del 22, día delirante de noviembre, se deberán debatir entre su deseo de seguir los espejismos de una moneda extranjera y la desazón de no ser persona y no tener lugar en el mundo

 

Por Juan Strocovsky*

(para La Tecl@ Eñe)

La bañera del olvido - Nicolás Menza

Mediodía nublado en la City porteña. Viernes trece. Son las doce del mediodía y me topo en Florida y Avenida de Mayo con un “arbolito” que me susurra cantos de sirena al oído izquierdo: “Cambio, Cambio”. Giro mi cabeza a la derecha y veo un puesto de “Cambiemos”. Iluminación semántica: son lo mismo, son idénticos, son iguales. El mismo bocado para los mismos políticos. Me imagino a Durán Barba enseñándole a su jefe, el nuevo rótulo de la Alianza para el Progreso argentino: “Cambiemos”. Sí, todo el mundo quiere dólares, quiere cambio, pues entonces cambiemos. Intercambiemos mercancías. Mercantilicemos la existencia.

 

Esta pequeña anécdota matinal, especie de pizarrón al paso que enseña la realidad de la calle, me hizo pensar en los futuros votantes macristas del 22 y en los negros presagios a futuro. Los votantes del 22, día delirante de noviembre, se deberán debatir entre su deseo de seguir los espejismos de una moneda extranjera, que a estas alturas es una maldición innombrable, y la desazón de no ser persona y no tener lugar en el mundo.

 

Quién elije lo ajeno como propio sin proponerse un acto de creación y recreación personal está destinado al fracaso. Y ese es el destino inexorable del votante indeciso, como se lo llama ahora. ¿Cómo puede uno confiar en un ciudadano que no se informa adecuadamente, ni ejerce sus derechos de manera completa y toma el acto electoral no como una de las acciones de compromiso ciudadano más importantes en su vida política y de relaciones sociales, sino como un paseo por un shopping?

 

Y temo que quien no tiene claro a estas alturas quién es quién en esta tragicomedia, es un imbécil político que sigue los dictados de su pequeña vida miserable, hecha de compra-venta, de consumo y de viajes al exterior que le certifiquen que su realidad ciudadana podría cambiar con sólo migrar al paraíso preciso. El imbécil político abunda en todas las clases sociales: es como un Aleph político engordado, sin miras, bajas o altas, y sin visos de cambio. Es la zona social que no ha mutado y esa es la paradoja en la que está inmerso. El imbécil político, (idiota, si nos atenemos a un rigor etimológico), es quien pide cambios pese a que él, justo él, se ha mantenido imperturbable desde tiempos inmemoriales hasta acá; inmodificable. Y quizás sea esto lo siniestro del mote “cambiemos” para una agrupación política de derecha.

 

La derecha cruda y dura aborrece del “cambio social”. Si fuera por ella todavía estaríamos bajo el yugo del señor feudal, arando su tierra y entregando nuestras mujeres para que el amo copule con ellas. Sólo bajo la presión de las luchas sociales del pueblo, la derecha tuvo que resignar una parte de sus privilegios para que estos no fueran infinitos.

 

Macri es tributario de esa derecha ancestral, lo lleva en la sangre y tuvo que luchar con sus fantasmas más tenaces, con los espectros de sus antepasados, para aceptar el cambio en su estrategia electoral, cuando se viera cercado por un pichón de derecha “progre” como Lousteau, que le propusiera el cambio a los vecinos de la ciudad de Buenos Aires. Quizás allí él, o el ecuatoriano parlanchín, habrán pergeñado esta siniestra e hipócrita etiqueta que ha cautivado al votante imbécil. Es tan burda la trampa que sólo al votante imbécil le pueden obsequiar con sonrisas de pastor evangelista y cotillones de fiestas noventosas.

 

El próximo domingo asistiremos a un nuevo acto del imbécil político, quién se justificará a sí mismo, reafirmando un convencimiento del que eternamente carece, diciéndose para sí que lo mejor es el “cambio” y que la perduración en el gobierno es perniciosa, siendo lo mejor para las “buenas prácticas” ciudadanas la “alternancia en el poder”, ya que todo lo conseguido está estable y sus ahorros de “libre disponibilidad” seguros en el banco y que sí a alguien le debe algo, es a sí mismo y a sus propios esfuerzos. E insistamos que no es el pueblo el que olvida su pasado, es el votante imbécil quien lo hace, porque para él, el pasado es dolor de verse tal cuál es ahora: sin cambios, sin progresos y sin historia.

 

Uno fatalmente termina creyendo las mentiras que se cuenta, y rogando que sus fantasías de Disneylandia no acaben jamás.

 

Para desgracia del autoengañado, las mentiras de hoy son un pagaré a futuro.

 

Y si no, pregúntenle a Fausto.

 

Buenos Aires, 14 de noviembre de 2015

 

 

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