La biblioteca y la muerte
El beneficio de una buena biblioteca, diría Paul Johnson, no es la utilidad inmediata que puede reportar cada tomo, sino la que da su presencia en el estante a lo largo de los años: la posibilidad de ir a buscarlo en cualquier momento, leer un par de líneas, refrescar o azuzar la memoria, hallar la referencia perfecta en un brote de azar, o simplemente entregarse a la deriva. Toda biblioteca bien armada es un proyecto imposible. Pero es la clase de imposibilidad que necesitamos para sobrevivir. Al menos los que no tenemos dioses. Los otros podrán preguntarse, volviendo a Johnson, si habrá bibliotecas en el cielo, aunque su pregunta era por los supermercados.
Por Sebastián Lalaurette*
(para La Tecl@ Eñe)
Desprenderse de la biblioteca personal, la que se ha ido configurando a los tumbos a lo largo de las décadas, es una de las experiencias más traumáticas que puede vivir un lector. Es lo que pienso mientras recorro los estantes repasando el catálogo: libros leídos, libros que ya nunca leeré, libros que tal vez aún haya tiempo de leer antes de que alguien se decida a comprarlos. Libros que compré en un impulso, libros que busqué por mucho tiempo, libros que me prestaron y hay que devolver. Libros dedicados por sus autores: esos quedan. Libros que alguien me regaló: quedan, también, generalmente, a menos que pesen mucho. El peso es el gran tirano. Todas las razones son válidas pero me encuentro derivando hacia las excusas, buscando motivos crecientemente inaceptables para conservar este volumen de Foucault, ese tomo de Stevenson, aquel mamotreto de Tom Wolfe. ¿No había decidido leer Viaje al fin de la noche durante 2012, cuando lo compré? ¿No habría que saldar esa deuda? ¿Dónde voy a conseguir la saga de Perelandra si vendo ahora los cuatro tomos sin leer? El de Wilcock ¿no amerita una reseña en el blog? Y Báñez era un gran tipo y me cayó re bien las dos veces que lo vi; encima se suicidó; sería una falta de respeto hacerle esto a él. Y ¿cómo voy a seguir declarándome fan de Dostoyevsky si me deshago de todo el Dostoyevsky que tengo? La pila de “no descarte” crece imparablemente pero después prima la cordura y empieza a bajar otra vez.
También están las razones ilusorias para seguir, las explicaciones que me doy a mí mismo mientras procedo a la carnicería, armando la planilla de Excel, sacando filas de volúmenes de la biblioteca para devolverlos una vez asentados en sus celdas. Casi todo se puede conseguir en ebook, me digo, o incluso en papel en idioma original; después de todo, cada vez leo menos libros en papel y más material publicado en Internet. Y la verdad que fue una tontería andar acumulando tanto libro inútil, comprando para leer después, cuando vengan las ganas, el mes que viene, el año siguiente, algún día, nunca.
Ah, pero el argumento falla. El beneficio de una buena biblioteca, diría Paul Johnson, no es la utilidad inmediata que puede reportar cada tomo, sino la que da su presencia en el estante a lo largo de los años: la posibilidad de ir a buscarlo en cualquier momento, leer un par de líneas, refrescar o azuzar la memoria, hallar la referencia perfecta en un brote de azar, o simplemente entregarse a la deriva. Es sabia decisión acumular libros si uno es un lector que se precie de tal, pero a la hora de desmantelar la obra se advierte la catástrofe financiera. Tanta plata tirada al hoyo, tanto rojo en las cuentas dedicado a lecturas que no fueron.
Y aun así, hasta ahora todo son pamplinas. En el fondo no es el amor por los libros, sino el miedo a la muerte, lo que hace que uno se resista a disolver la biblioteca personal, a liberarse por fin de tanto peso acumulado a lo largo de la vida. Sostener la esperanza de leerlo todo es sostener la esperanza de no envejecer, de ser eterno; y todo buen lector desea irracionalmente poder leerlo todo. Pero no sólo en ese extremo la esperanza del lector es irracional. También desafía al buen sentido la muy humana convicción de que los libros están ahí esperándonos, de que podremos volver a ellos cuando lo deseemos: qué bueno sería leer El lobo estepario, pero mientras no lo lea tendré catorce años...
No es así, por supuesto. Crecer implica renunciar a experiencias posibles y las experiencias posibles de lectura no son ajenas a esta constatación. ¿Y qué decir de la esperanza siempre sostenida de la relectura? Tampoco concretaremos nunca la mayoría de las relecturas que nos prometemos. Si hay que aprender aceptar que nunca volveremos a la primera novia, a la primera lluvia vista a través de la ventana, al primer plato de sopa, a la primera impresión de una ciudad, es natural que ocurra lo mismo con los libros. Sin embargo, los conservamos de la manera que no conservamos la novia o la marca de fideos.
Toda biblioteca bien armada es un proyecto imposible. Pero es la clase de imposibilidad que necesitamos para sobrevivir. Al menos los que no tenemos dioses. Los otros podrán preguntarse, volviendo a Johnson, si habrá bibliotecas en el cielo, aunque su pregunta era por los supermercados.
¿Qué hay en la palabra impresa que nos engaña tanto, al prometernos una eternidad que no puede realizarse? En eso pienso mientras devuelvo con dolor al estante aquel ejemplar de tapa dura de Fantasmas de lo nuevo que compré usado en Lomas de Zamora y que el librero había envuelto primorosamente en un celofán grueso, para que no se dañara la sobrecubierta bordó. En el cuento que da título al libro, una casa que resultó destruida en un incendio es reconstruida con exactitud, una réplica perfecta de sí misma. “Todo nuevo”, dice la propietaria ante la sorpresa infinita de su huésped que escudriña cada detalle. “Todo, desde las piedras del sótano. Nuevo, Charles. Nuevo.” Y la biblioteca. ¡La biblioteca!, exclama Charles. “Todos los libros encuadernados de la misma manera, con el mismo tafilete de oro, puestos en anaqueles iguales”, dice Nora. El invitado no puede más que murmurar: “Igual, igual, Nora, santo Dios, igual”.
Pero no es. La casa ha cambiado, ya no tiene espíritu. No son los ladrillos ni los libros de la biblioteca los fantasmas: son ellos, los protagonistas, los que pretenden permanecer inmóviles ignorando la máxima heracliteana, somos nosotros los fantasmas de lo nuevo que transcurrimos frente a la biblioteca como si el tiempo no pasara, pero pasa y nos arrastra inexorablemente hacia la muerte; un río de experiencias inalcanzables, imágenes inexploradas, sonidos que no llegaron a nuestros oídos y, claro, palabras nunca leídas.
*Periodista y escritor