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Un rayo abstracto y simple

 

En tiempos de irracionalismo, en años post-postmodernos en que florece la retórica (la retórica siempre florece en tiempos de crisis), es deseable rescatar el valor de la lógica como máquina de rastrear verdades a través de la maraña del discurso. Como mapa de lo posible a partir de lo conocido. Una idea heroica: enseñar lógica en la escuela primaria. Desde primer año.

 

 

Por Sebastián Lalaurette*

(para La Tecl@ Eñe)

Siggi Eggertsson -Área visual

Una vez, hace mucho, estuve escribiendo una novela que nunca terminé. El título provisorio era Pasos perdidos y el escenario era una Argentina futura que había (coherentemente) perdido el rumbo. No había un presidente real, sólo un consejo encabezado por un títere que gobernaba el territorio que correspondería aproximadamente a la ciudad de Buenos Aires y el norte del conurbano. De Avellaneda al sur había territorios amplios y paupérrimos, cada uno con su caudillo: Lomas de Zamora, Olavarría, La Costa, ya no recuerdo los nombres. Todo el mundo estaba en guerra con todo el mundo, y la televisión era una detestable máquina de basura. Los movileros llevaban cámaras minúsculas montadas sobre un ojo y se metían por cualquier parte. La privacidad ya no existía. No había liderazgo ni control. Y entonces aparecía un manuscrito de Sócrates.

Sí, un chiste menemista. Qué se le va a hacer. Prosigo.

 

El hallazgo del manuscrito era una bomba. La sociedad fracturada se volcaba a ese texto como a un Mesías venido del pasado remoto. El maestro, decían todos, nos marca el camino para volver a ser: el método, la guía, el modo. Se trataba, claro, de la argumentación, esa argumentación implacable que rescataba Platón, imagino que con un gran aporte ficcional, y que le permitía al filósofo ganar siempre: un potente rayo de luz que atravesaba las conciencias y anulaba cualquier arma terrena. En el manuscrito, lejos de presentarse definido por extensión como en los textos platónicos, Sócrates se definía por comprensión: no dialogaba con nadie sino que se explicaba al lector, detallaba su método, hablaba de premisas, de reglas, de lo que era válido y lo que no, daba instrucciones para debatir y argumentar. Una máquina de sentido garabateada sobre una materia orgánica antiquísima y apenas preservada.

 

El manuscrito cambiaba a la sociedad de pies a cabeza. Surgía un líder carismático cuyo carisma derivaba de la capacidad para argumentar y convencer. Se instituían templos en los que la gente no adoraba a ningún dios sino que recitaba como una letanía las sesenta y cuatro formas posibles del silogismo. En vez de exorcizar espíritus, se montaban debates encarnizados. La belleza de las líneas limpias y rectas de los templos hacía renacer la arquitectura a su alrededor. Se retrazaban calles, se lavaban fachadas, se recuperaban espacios.

 

Claro que este líder era un terrible monstruo (surgido del sueño de la razón, ¿de dónde más?) y terminaba convirtiéndose en un Führer hecho y derecho; las reglas abiertas del debate se solidificaban en una serie de premisas estrictas que los fieles aprendían de memoria, la utilidad instrumental se erigía en oposición al mundo exterior, la horda miraba a Buenos Aires con un desdén surgido de la claridad intelectual, y se producían el ataque final, la destrucción de la metrópoli, el ascenso del líder a lo supremo, finalmente la dictadura ilustrada.

Nunca terminé la novela.

 

¿Por qué?

 

Por muchas razones. Pero principalmente porque no me convencía la idea de la lógica como motor de la tiranía.

 

Le di vueltas y más vueltas al asunto, pero no, no funcionaba: la lógica jamás derivaría en algo así, es opuesta al oscurantismo y al fanatismo y a casi todos los -ismos. Mi distopía no tenía más remedio que convertirse en una utopía, una sociedad de gente materialmente pobre pero intelectualmente libre, es decir liberada de la mentira, del engaño, de la falacia permanente y la oscuridad mental. El rayo de luz sobre la tierra arrasada, la esperanza, es decir la fe, una fe laica, si se quiere.

Y sigo pensando así. En tiempos de irracionalismo, en años post-postmodernos en que florece la retórica (la retórica siempre florece en tiempos de crisis, dijo no recuerdo quién), rescato el valor de la lógica como máquina de rastrear verdades a través de la maraña del discurso. Como mapa de lo posible a partir de lo conocido.

 

De hecho, si le quitamos a mi villano todas las características que definen artificialmente a la villanía en una novela o película mediocre (el carisma extremo, el templo, el rito de dominación, la ambición sin límites, el engaño constante, pero sobre todo el carisma), nos queda algo parecido a un héroe. ¿Cuál? El funcionario o intelectual menor, de tercera o cuarta línea, verdadero depositario de las acciones concretas en cualquier administración. Son los funcionarios oscuros los que realmente llevan adelante las políticas, diría Murray Edelman; las ideas por las que los gobernantes toman crédito surgieron del borrador apresurado de algún director o subsecretario o tal vez ni eso.

 

¿Estás leyendo esta columna, funcionario menor? ¿Estás rumiando ideas que tus jefes estatales se apropiarán para siempre? ¿Tengo tu atención por los párrafos siguientes?

 

Mi idea heroica es ésta: enseñemos lógica en la escuela primaria. Desde primer año.

 

Sí, lógica. Lógica formal. La lógica de las proposiciones, de las categorías, de los silogismos. La de las reglas estrictas para la validez y la derivación. El abstracto pero simple camino de la luz.

 

Hace tiempo me vienen ofreciendo generosamente un espacio en esta revista, usualmente para que diga lo que quiera. Usualmente lo hago. Me gusta el caldo intelectual que produce y me gusta que lo escrito quede para que lo lea cualquiera, pero me gusta también el tipo de lector que convoca: un lector inquieto, con posibilidad de pensar en estas cosas, de ser desafiado en sus presunciones. Tal vez estés entre ellos, funcionario menor. Y es por eso que escribo esto acá. Probablemente es lo más importante que he escrito en años.

 

¿Seguro? ¿Será buena idea? ¿Un tema tan árido, tan abstracto y difícil? ¿De verdad?

 

Bueno, sí y no. Es cierto que hay conceptos que la mente de un niño no puede apresar. Es cierto que a los siete años no podemos andar haciendo derivaciones y pruebas formales. Pero se puede empezar desde más abajo.

En cierto sentido, todos los que hemos pasado por la primaria hemos aprendido lógica. Un poco a la fuerza, un poco sin ganas, un poco de memoria. Teoría de conjuntos: si un elemento pertenece a A y A está incluido en B... Listas de objetos: tacha lo que no corresponde. Ordenar la historieta. Aritmética básica. Y así.

 

Pero falta la clave de todo, el meollo, el alma, lo apasionante y lo revelador del asunto: la búsqueda de la verdad. La figura que aglutina a todas esas piezas sueltas y las que faltan. El golpe al principio de autoridad, al porque sí, al aprender que esto es porque lo dice la maestra. Hablo de una materia específica en la que se aprenda a buscar lo verdadero entre lo posible. Que se dé todos los años, semana a semana, mes a mes. Que se llame así, Lógica, para que ya le vayan perdiendo el miedo.

No es difícil imaginar la forma que podría adoptar un curso inicial de lógica para chicos de seis o siete años. Empezaría con proposiciones (¡bajo otro nombre, tal vez!) y con juegos para determinar la compatibilidad o contradicción entre lo que dicen distintos personajes; después se aprendería a juzgar la relevancia de los datos (¿esto tiene que ver con esto?, si no fuera así, ¿sería igual?). Se leería (por placer) a Lewis Carroll. Aparecerían las viejas criaturas estrambóticas que siempre mienten o siempre dicen la verdad.

 

Más adelante, sí, los conjuntos, los diagramas de Venn, la intersección, la disyunción, etc. Pero sin perder de vista que la notación es sólo una forma de decir que así funciona el mundo: si todos los hombres son mortales y Sócrates es un hombre, entonces, claro, Sócrates es mortal; no podría ser de otra manera. Categorías como conjuntos, conjuntos como categorías, y tal vez, ya, en paralelo, tablas de verdad.

 

A pesar de lo que dije al principio, no es para nada imposible. Cualquiera que haya oído a un chico hablar entusiasmado de las combinaciones de personajes, figuras, poderes, de un juego como Pókemon o Yu-Gi-Oh sabe de la prodigiosa capacidad que tienen los gurises para manejar símbolos, relaciones, influencias condicionales entre los más diversos elementos. Sólo se trata de formalizar un poco, de enseñar que así es en todo, que si "si p entonces q", y "p", por fuerza "q"; pero si “no q”, entonces “no p”. No hace falta que sepan decir modus ponens o modus tollens. ¿Para qué?

 

En cuarto año, con muuuucho cuidado y a paso de tortuga: lógica informal. Aventurarse más allá de la seguridad y la validez para aprender a determinar la fuerza, la credibilidad, la plausibilidad de un argumento en medio de la incertidumbre. La belleza de creer y de dejar de creer y la belleza de no tener que pelearse con nadie por premisas indeterminables (Dios, por ejemplo).

Y entonces, el milagro. A los diez años ya estarían leyendo los diarios e identificando irrelevancias, falacias, contradicciones, razonamientos circulares. Sabrían cuándo una afirmación está fundamentada y cuándo faltan datos cruciales. Se entrenarían cuatro horas por semana, más ejercicios, más pruebas, en no dejarse engañar por nadie. El principio de autoridad quedaría hecho añicos. El ad hominem, en su más bajo nivel histórico. Los padres quedarían temporalmente horrorizados, pero al final se inflarían de orgullo.

 

Mi templo: la escuela, pero no ésta.

 

Propongo una generación ilustrada, no por el conocimiento, sino por la capacidad crítica. Una generación de chicos que salgan de la primaria sabiendo que nada saben, pero también qué hace falta para saber, qué no hace falta, qué se puede decir con seguridad. Y a la mierda con los publicistas y la tele.

 

¿Se imaginan?

 

¿Lo imaginás vos, querido funcionario?

 

 

 

*Periodista, escritor y poeta

 

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