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¿Es posible no sentir perplejidad luego de ver como la racionalidad que supone nuestra civilización se desfiguró y potenció ante nuestro animal o frente al conocimiento indisimulable de los hechos que materializaron como nunca antes el horror en nuestra sociedad? En el mes reciente de la memoria de lo más atroz que le pasó a esta sociedad a partir de Marzo de 1976, no todas las conciencias se hacen presentes en la vastedad y profundidad de esa noción con la misma intensidad.

 

 

 

 

Por Raúl Lemos*

(para La Tecl@ Eñe)

Hay un sentimiento inevitable de la especie humana frente al horror provocado por la acción de semejantes. Es un sobrecogimiento que nos informa de manera brutal que la seguridad que supone nuestra civilización, está a una distancia promedio entre el espejismo y su real constatación.

 

Nuestra especie fue construyendo en su largo derrotero, desde los primeros esbozos de conciencia, Sapiens mediante y pasando de formas más rudimentarias a otras más complejas, redes de acuerdos para procurarse beneficios, para resistir con mejores posibilidades las fuerzas de la naturaleza, pero fundamentalmente para que no reinara el caos.

 

Con esa urdimbre está tejida la historia de la humanidad hasta nuestros días y las comunidades en que habitan los individuos que las integran provienen de ese rasgo gregario que nos define.

 

Pero, al temor natural de todos los seres vivos que pueblan la tierra ante lo desconocido, se sumó el temor y la angustia por la consciencia de la propia finitud que adquirió la raza humana, al poder imaginarse a sí misma como algo inerte, sin formar parte ya de su realidad.

 

Desde esa certeza instintivamente negada, es probable que derive más que de cualquier otra razón, la necesidad de habitar en comunidades, con pactos y acuerdos entrelazados que hagan posible una convivencia pacífica aún en el conflicto. Pues ello neutraliza en el imaginario, el evento destrucción que seguiría al caos, y difiere a un momento ilusorio o esperanzadamente lejano el evento muerte que muy probablemente acaecería, preservándonos del horror de un paroxismo.

 

Para ello, la consciencia se sirve de preceptos que fueron apareciendo junto con la necesidad de la armonía y la organización de la convivencia, acerca de lo que está bien y lo que está mal y que van conformando la moral de una sociedad, como un gran cielo cargado de significados que en principio aprenden a aceptar todos. A su vez la moral utiliza para sus fines un sensible dispositivo llamado culpa, que dispara un alerta frente a la transgresión de alguno de esos preceptos que le dan vigencia en cada época y lugar.

 

Por ello, no hay como no conmoverse frente al conocimiento indisimulable de los hechos que materializaron como nunca antes el horror en nuestra sociedad, o cómo no sentir perplejidad por haber visto cómo la racionalidad que supone nuestra civilización desfiguró y potenció aterradoramente nuestro costado animal.

 

Además el horror, en algún punto de esa larga línea, nos interpela también por sabernos testigos intocados, sobrevivientes dentro de nuestra aldea, por una tragedia que porta la capacidad de agobiarnos y que añade a la preexistencia de la culpa en la conciencia, un plus. No obstante, en otro punto de esa misma línea, es muy probable la paradoja de que la conciencia ante el miedo que provoca el horror y en conflicto con su culpa, logre acallarla negándola, forzando un sesgo decisivo en la mirada.

 

En el mes reciente de la memoria de lo más atroz que le pasó a esta sociedad a partir de Marzo de 1976, no todas las conciencias se hacen presentes en la vastedad y profundidad de esa noción con la misma intensidad.

 

Más allá de intencionalidades obvias y precisas, esto lleva a pensar en ciertos grados de no consciencia, de negación imperiosa del horror y de la culpa por parte del cuerpo social, que encuentra en su huída subculturas no espontáneas ni inocentes parasitarias del sistema, como estantes defectuosos dentro del más amplio andamiaje de la coexistencia acordada de buena fe por el conjunto.

 

Esas son las subculturas del miedo. Saben operar con precisión el botón más poderoso para mantener alejados a los sujetos del trayecto que seguirían en su camino sin mayor pero, tampoco sin menor, sobresalto que el de las necesidades de una vida con sencilla dignidad por sobre todo.

 

Se apropian del territorio de la subjetividad condicionado por aquél temor original que anida en la consciencia y lo someten inhibiendo las vías naturales de escape, reemplazándolas por otras funcionales a la sujeción cultural de la que estas se alimentan.

 

La perversidad del mecanismo que usan, antes que materialistas superfluos o aburridos ansiosos que consumen objetos como fetiches, vuelve indignos a los individuos ofreciéndoles una senda ficticia: la felicidad propalada como fin, es una quimera engañosa que distorsiona la existencia del ser humano como tal.

 

Lo que sí existe, en grado valiosamente neutro en la base del quehacer humano, es la acción y el pensamiento como entidades puras y el continuo juego entre ellas alimentando la rueda de lo contingente y lo no tanto, que lejos del aturdimiento puede disputar sano bienestar confrontando fantasmas, haciendo lo que se siente como deber o como superación de sí mismo.

 

Cuando en un momento histórico se es parte de una comunidad en la que se perpetraron actos terribles por semejantes como sucedió aquí, no deberían todos y cada uno de sus miembros, menos que consternarse por el subsuelo ominoso, casi por debajo de la línea de la vida, en que cayeron las acciones de esos congéneres y asumir con la reflexión colectiva que nace natural de esa consternación, la tarea de expiar la culpa que como vapor invisible de una olla a presión emana desde ese lugar.

 

Si ello no sucede, lo que habitaba enfermamente en la subjetividad como terreno fértil de la tragedia, permanece disfrazado emergiendo como puede y cuando puede. Si frente a la conmoción de lo irrefutable de tales hechos, cuesta verificar en porciones significativas de la subjetividad ciudadana una condena sincera y una aflicción reflexiva que atine a preservar el cuerpo social y a alejar fantasmas, habría que escudriñar en la misma realidad cuántas otras contingencias no menos cruciales aunque de menor peso simbólico, son enterradas en aquel subsuelo por el irresistible sesgo en la mirada.

 

 

* Miembro fundador e integrante de la Mesa Provincial del Partido Solidaridad e Igualdad

El irresistible sesgo en la mirada

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