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¿La calma después de la tormenta?

Luego de tres períodos consecutivos del kirchnerismo gobernando quedó demostrado lo que puede obrar la “voluntad de poder” en una sociedad. Pero la dinámica política vuelve a dejar perplejas nuestras percepciones: a pesar de lo reconstruido e innovado con tanto denuedo, asistimos a la más que probable sucesión presidencial fundada en una concepción de lo social, cultural y político, notablemente parecida a aquella decadencia de los años noventa que anticipó el derrumbe en 2001.

 

Por Raúl Lemos*

(para La Tecl@ Eñe)

Hace más de una década, antes del 2003, cuando trajinábamos la realidad con inercia desesperanzada, no se veía la más mínima luz al final del túnel en el que nos encontrábamos.

 

Luego de los impetuosos setenta con el trágico desemboque en la dictadura, y la apertura democrática posterior con la expectativa que generó la llegada del alfonsinismo juzgando a los responsables por las atrocidades cometidas durante la represión, una densa niebla comenzaría a cubrir la geografía social, cultural y política del país después del abrupto desenlace en las postrimerías de ese gobierno.

 

Resultaba difícil de comprender después de años signados por tanta convulsión y ruptura pero con la utopía de un país más justo y previsible, estar asistiendo impávidos al desmantelamiento y entrega de lo que a distintas generaciones le había tomado más de 50 años construir. Empero, Carlos Menem fue reelecto con el 52 % de los votos para un segundo período.

Omitido convenientemente por el inconsciente colectivo, abstraído de la vergüenza que debiera provocar consentir tamaño latrocinio a cambio de una ilusión borrosa de primer mundo, esa hegemonía se apoyaba en una contundente mayoría de capas medias y sectores de bajos ingresos.

 

Este aspecto es clave para comprender por qué la inminente sucesión presidencial está colonizada por candidatos que impulsan, en términos no solo simbólicos, un modelo de construcción política y en definitiva de sociedad, que aún en el caso de la forzada metamorfosis del gobernador bonaerense, tiene diferencias insalvables con la que por primera vez en nuestra historia gobernó en forma continua durante tres períodos constitucionales completos y con significativos índices de aprobación culminando el último.

 

En el 2001, aún antes de la conmoción institucional y no obstante las expectativas que había despertado la llegada de la Alianza al poder, cuando quedó demarcado el estrecho sendero por el que transitaría la democracia, la sociedad y en especial sus sectores más progresistas, comenzaron a experimentar una resignada pesadez ante lo que parecía la inevitabilidad de un acontecer que para desgracia de la gran mayoría seguiría abrevando en las fuentes del ajuste neoliberal. 

 

Ese era el estado de desgano que una vez más lo teñía todo y que más temprano que tarde certificarían los sangrientos episodios de diciembre de aquel año. Por ende, nadie imaginó que la aparición de Néstor Kirchner en la escena nacional iba a significar un viraje de ciento ochenta grados y menos aún cuando anunció que la Argentina solamente iba a pagar el 35 % de su deuda externa. El tiempo confirmó que no era un slogan ni una bravata, a pesar de que muy pocos o solo los más cercanos lo creyeron.

 

Después vino todo lo que vimos y hoy, en una asimetría total con aquel humor social y sin poder caer aún de nuestro asombro por lo que quedó demostrado que puede obrar la “voluntad de poder” en una sociedad, la dinámica política vuelve a dejar perplejas nuestras percepciones: a pesar de lo reconstruido e innovado con tanto denuedo, asistimos a la más que probable sucesión presidencial fundada en una concepción de lo social, cultural y político, notablemente parecida a aquella decadencia que anticipó el derrumbe.

 

Son variadas las especulaciones que se pueden tejer para explicar la aparente incongruencia en la predilección electoral que marcan las encuestas, no obstante es imperioso fijar un orden lógico conceptual que contextúe los comportamientos erráticos y nos permita valorar con la mayor aproximación posible el verdadero grado de transformación en la subjetividad ciudadana.

 

A la par de la reciedumbre ideológica del kirchnerismo y su alto impacto en la comunidad y en la política, es necesario situar la evolución de la consciencia social en una escala en uno de cuyos extremos se encuentra el interés individual y en el otro el bien común, en una sociedad atravesada desde el pasado por una contradicción no lo suficientemente explicitada, que al buscar la superficie emergió inexorablemente confusa y traumática. Lo hizo cuando pidió a gritos que vinieran los militares en el 76 mientras agonizaba el gobierno de Isabelita, abriendo las puertas a la dictadura más tenebrosa jamás conocida por los argentinos. O cuando creyó en 1999, por una cultivada imagen de honestidad como cualidad excluyente, que la podía salvar de una prolongada decadencia quien a solo dos años de elegido arremetió contra la protesta social ordenando la represión que ocasionó la muerte de 32 personas. Y más grave aún, cuando luego de ese final, persistió en la irrefrenable avidez de la falacia de los noventa, optando en la primera vuelta del 2003 por el presidente constitucional que con mayor desparpajo y alevosía había rifado el patrimonio social, cometido acciones delictuales de gran escala con la voladura de una ciudad incluida e indultado a los responsables de la represión más horrorosa que hayamos vivido.

 

La llegada del kirchnerismo que un sector por cierto minoritario de la sociedad recibió, recién cuando pudo creerlo, como una enorme bocanada de aire fresco que nunca se cansó de respirar, es también eso: una excepcionalidad, que se filtró cuando el juego vertiginoso de las contradicciones saturado de desencuentros dio un respiro, y dejó abierta una pequeña hendija para que irrumpiera algo de racionalidad en un país al que le cuesta mucho serlo. Luego, el repunte de una economía diezmada obró el milagro de permear en la sociedad una mirada cualitativamente distinta acerca del poder y lo institucional.

 

Pero como excepcionalidad que es en nuestra historia, va a encontrar escollos que la fortalecerán en la medida que se naturalice superándolos y se consolide como bloque social influyente más allá de un resultado electoral.

 

No hay dudas y así lo muestran las estadísticas que si hoy la presidente pudiera ser reelecta seguiría ocupando ese lugar, pero también es justo precisar que la improbabilidad de una sucesión ideológicamente pura es una debilidad del proyecto oficial. Y esa imposibilidad amaga con habilitar nuevamente aquella “normalidad” de la sociedad, que las más de las veces privilegió su instinto básico ligado al interés individual o de grupo en detrimento del interés común.

 

Después de todo, fue ese mismo pragmatismo el que la hizo elegir a este gobierno con ostensible sinuosidad entre comicios ejecutivos y legislativos, y coronar ahora con su intención de voto a presidenciables que aún con disímil franqueza, se ubican distantes del núcleo duro de ideas que encarnó el kirchnerismo y que hegemonizó la disputa por el poder a lo largo de más de una década.

 

Quizá, la sociedad necesite ir una vez más por el viejo camino para convencerse que ese atajo es ya inviable, o tal vez solo desee un poco de calma después de tanta tormenta. O ambas cosas juntas. En cualquier caso, si en los tiempos que vienen persiste en ese rumbo que tan bien conoce, va a tener al menos sobre su conciencia el peso de lo mucho o poco que en la inocultable intensidad de estos doce años haya asimilado.

 

 

* Miembro fundador e integrante de la Mesa Provincial del Partido Solidaridad e Igualdad.

Renata Del Rio "Libre maraña"

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