Violencia y maltrato: de la moral a la política
Alex Gross
Pensar el problema de la violencia y el maltrato social es parte fundamental para la construcción de una democracia viva, la cual supone un permanente debate colectivo que renueve sentidos y acepte que ellos no son naturales ni fijos, sino precarios, provisorios y construidos. Si no se establece un diagnóstico profundo sobre las causas de las violencias, las soluciones serán banales.
Por Nora Merlin*
(para La Tecl@ Eñe)
¿Por qué fallan las estrategias para enfrentar la violencia y el maltrato social en sus variadas y conocidas manifestaciones? ¿No es tiempo de considerar que los ensayos probados, en nuestro país y en otros, constituyen fracasos de la civilización, y que solo representan paliativos frente al fenómeno de la violencia generalizada? Algunas expresiones impotentes denuncian el flagelo, expresan la necesidad de cumplir con la ley, proponen rejas, murallas, mano dura, etc. Otras propuestas apuntan al mejoramiento de las condiciones económicas, sociales, educativas, laborales, a la calidad de vida, etc. Sin duda una distribución más justa de la riqueza mejorará la cuestión, pero es evidente que resulta insuficiente para resolver la violencia y hostilidad que se manifiesta a nivel de los vínculos entre semejantes. Afirmar que la agresividad se fundamenta exclusivamente en una estructura económica desigual constituye un análisis reduccionista, que muchas veces termina operando como un prejuicio segregacionista. En relación a las soluciones planteadas se observa una detención, vueltas en círculo, profecías que anticipan fracasos y un gran escepticismo. Gastón Bachelard denominaba obstáculo epistemológico a las condiciones psicológicas o los prejuicios de los investigadores que impiden avanzar en el proceso del conocimiento, lo que puede extenderse a los de aquellos que se proponen pensar el problema de la violencia y maltrato social. Un obstáculo epistemológico, en los términos de Bachelard, se constituye inercialmente en una fuerza conservadora. En el tema considerado, hay una concepción que no se cuestiona y que impide transformar de raíz, y no mediante paliativos, el problema “del hombre como lobo del hombre”. Si no establecemos un diagnóstico profundo sobre las causas, las soluciones serán banales.
Partiendo de perspectivas diferentes, Spinoza y Freud coincidieron en considerar el fracaso de la cultura para disminuir la hostilidad entre los semejantes, en la medida en que está determinada desde la moral, sostenida en el principio de obediencia, y organizada como una religión basada en el padre y la culpa. Spinoza sostenía que la moral genera esclavos y tiranos, pasiones tristes e impotentes. Por su parte, Freud en Tótem y tabú (1913) propuso un mismo mito para explicar el origen de lo social y de la religión, fundado en el asesinato de un padre primordial y en la culpa padecida por el crimen cometido. Esto llevó a la configuración de un pacto entre los hermanos para evitar la repetición del crimen, que implicó una renuncia pulsional a cambio del establecimiento de una organización carente de hostilidad. La misma se basó en la obediencia al contrato primero voluntario que devino imperativo superyoico: una moral para todos. Luego en El malestar en la cultura (1930) Freud nos presenta un impasse: el pacto no se cumple, el padre y la moral como fundamentos de la cultura producen necesidad de castigo en el sujeto y agresividad en lo social, un malestar circular y sin salida. Freud afirma que esa “solución”, la cultura fundamentada en la moral, fracasa en los objetivos de conseguir felicidad y pacificar las relaciones sociales. Freud quedó atrapado en un callejón sin salida al hacer coincidir cultura y religión. Cabe preguntarse cómo habría que proceder. ¿Deberíamos cambiar la “naturaleza del hombre”, como denominaba Hobbes a las pasiones para que la gente obedezca el contrato, o más bien es necesario empezar a pensar lo social con otras categorías? La concepción de la cultura organizada como una religión, en torno al padre y a una moral universal, sacrificial y que conduce a la hostilidad, no tiene por qué constituirse en el fin de la historia. En otro artículo, “El porvenir de una ilusión” (1927), Freud nos invita a continuar la búsqueda para la cuestión de la cultura: “Nuevas generaciones, educadas en el amor y en el respeto por el pensamiento que experimenten desde temprano los beneficios de la cultura, mantendrían también otra relación con ella, la sentirían como su posesión más genuina(… )Podrían prescindir de la compulsión y diferenciarse apenas de sus conductores. Hasta hoy (…) ninguna acertó (…) No es posible poner en entredicho la grandiosidad de ese plan, su gravitación para el futuro de la cultura humana. (…) El experimento no se ha hecho todavía”
La teoría del populismo desarrollada por Laclau, a partir de los aportes del psicoanálisis y la lingüística, permite correr el límite freudiano respecto de la cultura e intentar una organización social a partir de la construcción política de una hegemonía popular. Dicha construcción es ajena a la religión, que sitúa un padre en el lugar de la causa, y está fundamentada en una voluntad popular pensada desde una lógica discursiva, articulatoria, conflictiva, en la que se incluye la imposibilidad y lo heterogéneo que impide el cierre y el consenso. Con Laclau, el pueblo dejó de ser un objeto exterior estudiado por expertos para convertirse en un sujeto, un nuevo agente político constituido por la puesta en acto de una voluntad popular hegemónica. La razón populista se constituye a partir de una pluralidad de demandas diferenciales que, con la delimitación de un antagonista, producen el pueblo como equivalencia, identidad instituyente, contingente e inestable. Un efecto retórico y gramatical en el que intervienen los cuerpos y los afectos, una experiencia democrática radical, soberana, singular y no jerárquica.
Una cultura esencializada en las certezas de un padre prohibidor que vigila y exige, y un sentimiento de culpa inconsciente o una moral sacrificial que lleva a una obediencia hipócrita e impotente, genera hostilidad entre los semejantes, y los divide en esclavos o tiranos. Sometimiento y obediencia de iguales conduce a la inercia de psicología de las masas, garantía de una cultura que tiende a conservar un orden universal homogeneizante. Una democracia viva supone un permanente debate colectivo que renueva sentidos y acepta que ellos no son naturales ni fijos, sino precarios, provisorios y construidos. Experimentar soluciones, inventar, asumiendo entre todos la responsabilidad del ensayo, define a un pueblo como soberano frente a la civilización capitalista y su pretensión de legislar universalmente.
Buenos Aires, agosto de 2015
*Psicoanalista y Docente (UBA) - Magister en Ciencia Política (UNSAM) (realizó su tesis bajo la tutoría de Ernesto Laclau)
Autora de Populismo y psicoanálisis, Ed. Letra Viva