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Cambio climático

Planeta a la deriva

Nunca fue tan notoria la limitación de la clase política mundial para contextualizar la situación de crisis planetaria imperante a partir de acentuadas anomalías atmosféricas. La desinformación pendula entre el silencio de los medios masivos de comunicación y una burocracia global sostenida por la ONU.

 

Por Miguel Grinberg*

(para La Tecl@ Eñe)

Durante los últimos 43 años, enmarcado por las Naciones Unidas, ha tenido lugar un debate improductivo en torno de un tema crucial llamado indistintamente “calentamiento global” o “cambio climático”. Todo comenzó en 1972, en una Conferencia sobre el Ambiente Humano, celebrada en Estocolmo. En aquellos días, el villano de la película se identificaba como “lluvia ácida”, precipitación química destructiva que se ensañaba con bosques y selvas, desnivelando así la oxigenación del aire planetario.

 

Aquel cónclave internacional no desembocó en acuerdos o convenios pues sólo contó con la asistencia de naciones capitalistas. En plena Guerra Fría, fue boicoteado por la Unión Soviética y el bloque comunista pues por presión estadounidense no se admitió la participación de Alemania oriental. La asamblea emitió una declaración circunstancial que incluía 24 vagos principios conservacionistas, uno de los cuales decía: “La planificación racional constituye un instrumento indispensable para conciliar las diferencias que puedan surgir entre las exigencias del desarrollo y la necesidades de proteger y mejorar el medio.”

 

La década siguiente añadió apenas otras dos macro preocupaciones ambientales: un creciente agujero en la capa de ozono (por exceso de emisión de gases clorofluorocarbonados) y la presencia en la atmósfera de tres gases de Efecto Invernadero: el bióxido de carbono, el metano y el óxido nitroso.

 

Numerosos manuales técnicos explican que se denomina efecto invernadero al fenómeno por el cual determinados gases componentes de la atmósfera planetaria retienen parte de la energía que el suelo emite al haber sido calentado por la radiación solar. De acuerdo con el actual consenso científico, el efecto invernadero se está acentuando en la tierra por la emisión de ciertos gases, debido a la actividad económica humana. Este fenómeno evita que la energía del sol recibida constantemente por la tierra vuelva inmediatamente al espacio, produciendo a escala planetaria un efecto similar al observado en un invernadero. O sea, recalentamiento ambiental.

 

Desde la Revolución Industrial (siglo XVIIIl) en adelante, la combustión de combustibles fósiles (derivados del petróleo, carbón y gas) y los intereses económicos vinculados a las industrias conexas, alegan que las alteraciones climáticas no se deben a la actividad humana. Entretanto, el 88 por ciento de los científicos actuales sostienen lo contrario.

 

Organizados como grupo de presión, los países exportadores de combustibles fósiles han logrado que sus “lobbies” bloquen sistemáticamente la posibilidad de que la ONU emita resoluciones restrictivas. Y lo hacen con suma eficacia.

 

Recién en 1992, en la ECO92 de Río de Janeiro, se logró firmar un Convenio Marco sobre Cambio Climático, que como todo tratado mundial requiere un protocolo de financiación y ejecución. Tras otros cinco años de pulseadas corporativas, en 1997 se logró firmar ese documento en Kioto, resolución nunca ratificada por EEUU, los petroleros del Golfo y Australia (máximo exportador mundial de carbón). Todas las veinte conferencias anuales (llamadas COP, Conference of Parts) han sido trabadas por los grupos de presión sectorial. En diciembre de 2015,  tendrá lugar en París la COP número 21, donde el primer ritual será tratar de reemplazar al extinto Protocolo de Kioto, que nunca decoló como instrumento ejecutivo. Significativamente, dada la crisis financiera de la ONU, los fondos para la “cumbre” COP21 serán aportados por las corporaciones opuestas a la admisión del cambio climático como obra de los seres humanos.

 

Durante el período preparatorio de dicha asamblea, los debates entre las naciones tecnológicamente avanzadas, los países en vías de desarrollo, y las nuevas superpotencias (China e India), el temario no avanzó más allá de un régimen de reducción de emisiones de bióxido de carbono. Nada se negocia sobre el gas metano (emitido por millones de cabezas de ganado rumiante, el descongelamiento de glaciares que van dejando de ser eternos, y plantíos masivos como los arrozales). Tampoco se prevén borradores de acuerdos que encaren la acidificación de los océanos y la flagrante contaminación del 75 por ciento de los acuíferos terrestres. Tampoco sobre las fuentes de óxido nitroso: mega-agricultura, combustión de combustibles fósiles, quema de biomasa (incendios forestales) y procesos industriales diversos.

 

Otras presuntas herramientas de abordaje de la crisis ambiental planetaria han caído en desuso. La ECO92 de Río emitió una Agenda o Programa 21 que hoy nadie se molesta en evocar, incluida gran parte de las organizaciones no gubernamentales dedicadas al medio ambiente. Pretendía una ecologización responsable de la experiencia humana en la Tierra. Tampoco se percibe entusiasmo para analizar críticamente la Cumbre del Milenio del año 2000 y sus ocho metas de Desarrollo del Milenio que culminan sin éxito a fines del presente año. En cuanto al papel rector de la Comisión sobre Desarrollo Sustentable creada por la ONU en 1992 para el seguimiento jurídico de los acuerdos, nadita de nada.

 

Nunca fue tan notoria la limitación de la clase política mundial para contextualizar la situación de crisis planetaria imperante a partir de acentuadas anomalías atmosféricas con eventos catastróficos que afectan sin excepción a todos los sistemas naturales que hacen posible la vida.

 

No exageran los científicos que sin cesar visualizan a la Tierra como un enfermo terminal. Simplemente, se los acusa de tremendistas. Los síntomas flagrantes no aparecen seguido en los medios de información, donde predomina el disimulo. Pero allí están en la Internet para quienes no han perdido el discernimiento: olas de frío y calor, incendios endémicos, sequías e inundaciones recurrentes, lento ascenso del nivel marítimo, agonía de cardúmenes, deshielo ártico y antártico, huracanes monumentales, y mucho más.

 

Y una burocracia global que apenas atina a proponer planes de mitigación y adaptación financiados por un Fondo Verde que la ONU preconiza, pero que el estado financiero del globo no sitúa entre sus prioridades.

 

 

Buenos Aires, 11 de agosto de 2015

 

*Escritor, poeta y periodista argentino. Autor de los libros  “Como vino la mano”, “Un mar de metales hirvientes”  “Ecofalacias - El poder transnacional y la expropiación del discurso "verde" (Ed. Fundación Ross), “Nuestro futuro indómito - Afirmación de la existencia humana como poder visionario” (Ed. Ciccus) y “Memoria de ritos paralelos”. Ed. Caja Negra (2014).

 

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