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Contracultura y Rock: Latitudes divergentes

El año 1965 aparece en el espejo retrovisor de la historia cultural porteña como una divisoria de aguas, donde se produjeron los brotes iniciales del llamado Rock Argentino, que para desconcierto de algunos cumple ahora 50 años de existencia. No se trató de una híbrida adaptación del “rocanrol” emanado de Estados Unidos (desde 1953) y Gran Bretaña (desde 1963 y la beatlemanía). Fue un amor de primavera que comenzó a dar vueltas por barrios de la Capital Federal y suburbios, y también por Rosario y la ciudad de Montevideo.

 

Espontáneamente, los jóvenes se sintieron llamados a expresar su rechazo de la monotonía social imperante en aquellos tiempos gobernados por la Unión Cívica Radical bajo la presidencia de Arturo Umberto Illia, alias “la tortuga”. La música “beat” no fue el único vehículo de expresión disconformista. De modo simultáneo brotaron en distintos ángulos de la realidad cotidiana porteña otras expresiones cargadas de originalidad y contestación.

 

Entre las múltiples manifestaciones creativas, ya desde 1961 venía expresándose un llamado “nuevo cine argentino”, como parte de una pasión fílmica que tenía como epicentro un “cine arte” llamado Lorraine, en la Avenida Corrientes al 1500, hoy Librería Losada. Allí, día tras día, se programaban las máximas expresiones del cine renovador mundial, de origen francés (la “nouvelle vague”),

británico, polaco, italiano, sueco, y demás.

 

Entre 1962/63 el realizador Rodolfo Kuhn dirigió dos dramas existenciales urbanos: Los jóvenes viejos y Los inconstantes, esta última filmada en una playa ignota donde se practicaba la “dolce vita” a la manera del existencialismo europeo: Villa Gesell. Durante el verano de 1964 ese pequeño y sereno reducto se colmó de jóvenes (bohemios por un lado, y secretarias por otro) ansiosos de ver gente que teóricamente se bañaba desnuda en el mar después de medianoche.

 

Entre ellos, soñadores llamados Pajarito Zaguri, Javier Martínez y Moris Birabent, quien en un local alquilado montó un boliche llamado “Juan Sebastián Bar”, donde estrenó sus primeras canciones.

 

La radio comercial promovía una música estandarizada y  pasatista en la línea impuesta por las grandes discográficas internacionales, en particular “La Escala Musical”, promotora de grandes bailes en clubes los sábados por la noche. Esa vorágine consumista atrajo a Los Gatos Salvajes (provenientes de Rosario, con Litto Nebbia a la cabeza), y a Los Shakers (originarios del Uruguay).

 

A la par, los cafés, pizzerías y bares de la Av. Corrientes albergaban nocturnamente en sus mesas a editores de una oleada descomunal de revistas literarias (mi “Eco Contemporáneo” curtía La Comedia, en la esquina de Paraná), en tanto otros preferían el Café La Paz en la esquina de Montevideo. La poesía estallaba a granel.

 

Fui coprotagonista de aquellos días fundacionales. En 1965 empecé a colaborar en el suplemento cultural del diario el Mundo (donde Quino desplegaba las piruetas de Mafalda) y en la revista Panorama, como crítico musical. En febrero de ese año había sido jurado del Premio Literario Casa de las Américas en La Habana, y en agosto había coordinado la muestra del New American Cinema, con la vanguardia de USA, en el célebre Instituto Di Tella, cuartel general del Pop Art en la calle Florida. La crema de las artes plásticas locales frecuentaba el Bar Baro de la calle Reconquista (fundado por Luis Felipe Noé), y el Moderno Bar de la calle Maipú (donde se incubó la película “Tiro de Gracia”, musicalizada y actuada por Javier Martínez). En aquel enorme escenario nació y creció una generación rebelde y testimonial.

 

Los melenudos del rock incipiente, hostigados por la policía pues eran portadores de pelo largo, bajo el cual –creían– se anidaban ideas subversivas, rumbearon hacia otras direcciones: el boliche La Cueva (avenida Pueyrredón al 1700) y la pizzería La Perla, frente a Plaza Once.

 

Llegué a La Cueva guiado por Carlos Mellino, que tenía un cuarteto beatle bautizado The Seasons, junto a un chico de 15 años llamado Alejandro Medina. Conocí a Los Beatniks de Moris y Pajarito tras un concierto que brindaron en el Teatro del Altillo. Y luego al resto de la tribu, desde Javier a Tanguito. A todos les regalaba las ediciones de mi revista “Eco” y compartíamos nuestras pasiones por el Jazz Moderno y la bossa-nova brasileña. Nos sentíamos distintos y, espontáneamente, cada cual aportó su granito de arena a la construcción colectiva de una nueva conciencia generacional.

 

A fin de 1966, en el Teatro de La Fábula (Abasto), produje –ayudado por Susana Salzamendi, después madre de Fidel Nadal– el primer ciclo grupal rockero de la ciudad, y lo llamamos “Aquí, allá y en todas partes” (como el tema de los Beatles), con la actuación de Moris, Tanguito, Los Seasons y otros que no decolaron en la música popular.

 

Lo demás es historia conocida: la irrupción del editor Jorge Alvarez como mecenas del sello discográfico Mandioca, los sellos Talent y Music Hall, Disc Jockey y Trova, y la aparición de Los Gatos, Miguel Abuelo, Manal, Vox Dei, Almendra, Pappo’s Blues, Arco Iris, los festivales BA Rock en el Velódromo Municipal, las películas documentales y centenares de discos legendarios. Hoy esa historia es contada en decenas de libros.

 

Jamás, para darle forma al llamado Rock Argentino, hubo un comité central de intelectuales abocados a elaborar teorías insurgentes. Nació porque hacía falta, porque era posible, y porque hubo quienes se sintieron convocados a esa tarea pionera. Yo aporté mi ladrillito. Mis programas radiales “El Son Progresivo” por LS1 Radio Municipal, las reuniones de público y músicos en el Parque Centenario, y mis revistas “Contracultura” y “Mutantia”, contribuyeron a darle estado público a la contracultura global, a la par de la revista “Expreso imaginario” (1976-1983). No se trataba apenas del emblema hippie de hacer el amor y no la guerra. El ímpetu fundador era más profundo y más intenso. Mis libros “Como vino la mano” y “Un mar de metales hirvientes” abundan en detalles.

 

La contracultura involucró corrientes revolucionarias diferenciadas del marco tradicional de las insurrecciones. Promovió la antipsiquiatría, las comunidades intencionales, el situacionismo, el Mayo Francés de 1968, el rock progresivo de 1969, el cine-liberación, el ecologismo, el pacifismo, el feminismo, el movimiento gay, las radios libres, las anti-universidades, la prensa alternativa, las discografías independientes, las redes convivenciales,..  hasta que el advenimiento de la Internet abrió el juego de la mentalidad planetaria: late hoy en todas partes, pero no puede ser enlazada y domesticada.

  

El rock coincidió durante cierto período con la turbulencia contracultural, aunque no fue “la” contracultura. Fue apenas una manifestación episódica. Hoy, en la Argentina, con cincuenta años de tradición, el rock ha sido pasteurizado por industrias varias: la telefonía celular, la indumentaria juvenil, las cervezas, las bebidas estimulantes, las gaseosas, los torneos televisivos, los festivales masivos en estadios. Pero la contracultura sigue su marcha, presuntamente imperceptible.

 

Por Miguel Grinberg*

(para La Tecl@ Eñe)

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El rock coincidió durante cierto período con la turbulencia contracultural, aunque no fue “la” contracultura. Fue apenas una manifestación episódica. Pero la contracultura sigue su marcha, presuntamente imperceptible.

 

Ahora, en la Argentina, con 50 años de tradición, el rock ha sido pasteurizado por industrias varias: la telefonía celular, la indumentaria juvenil, las cervezas, las bebidas estimulantes, las gaseosas, los torneos televisivos, los festivales masivos en estadios.

 

Los nuevos activistas contraculturales no forman una generación, no están agrupados en un movimiento, no responden a categorías estáticas. Participan de un estado espiritual de revolución. ¿De cuál revolución hablamos? Tiene algo en común con el regreso del hijo pródigo, y quiebra todos los esquemas clásicos, pues su meta no es la toma del poder, la militancia política como panacea para el drama humano, la injusticia y la tiranía. Es una solidaridad emocional al servicio de la dignidad suprema. No tiene nombre y es de esperar que no lo tenga. No posee líderes ni portavoces visibles. Es una revolución fantasma fruto de una generación que avanza hacia su madurez transcultural.

 

No se trata de lucir diferentes o de competir para ser más que otros. El artista es por definición un revolucionario pues está abierto a todo y es pasible de cambio. Vivir en todo momento. Nuevo arte. Nueva ciencia. Nueva ideología. Todo basado en la espontaneidad. Estamos en las riberas del asombro.

 

 

*Escritor, poeta y periodista argentino. Autor de los libros  “Como vino la mano”, “Un mar de metales hirvientes”  “Ecofalacias - El poder transnacional y la expropiación del discurso "verde" (Ed. Fundación Ross), “Nuestro futuro indómito - Afirmación de la existencia humana como poder visionario” (Ed. Ciccus) y “Memoria de ritos paralelos”. Ed. Caja Negra (2014).

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