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Lo binario y las verdades políticas

Lo binario tiende a la simplificación y a la pérdida de matices, al reemplazo de los argumentos por las consignas y quien pueda aportar complejidad y espíritu crítico puede hacerlo. Lo que es más discutible políticamente es que la complejidad y el espíritu crítico se utilicen para diluir la existencia de un conflicto. Negar la condición binaria de la política no equivale a ignorar la existencia legítima de dos polos políticos antagónicos. No cualquier relato produce un nivel igual de antagonismo.

 

Por Edgardo Mocca*

(para La Tecl@ Eñe)

La queja por la división “binaria” del mapa político se ha convertido en el santo y seña del hablar políticamente correcto. Los argentinos, según los que se quejan, habríamos perdido la capacidad de reconocer los matices y de silenciar los tonos críticos respecto del “propio campo” y pasado a componer una novela infantil en la que se enfrentan buenos y malos, lugares que se ubican alternativamente según el partido que se toma.

 

Tiene buena imagen la queja. Y es así porque su núcleo duro se afirma en una de las pasiones centrales de la cultura, la de la verdad. Sin una idea de verdad no podría –o hasta ahora no pudo- sostenerse la ficción civilizatoria. De manera que la puesta en cuestión de la verdad produce un malestar casi instintivo. Además en la sociedad contemporánea, los hombres y las mujeres vivimos una relación fundamentalmente mediática con la verdad. La información es la que nos trae la verdad; mayoritariamente es la que nos acercan los medios de comunicación y en la mayoría de los pocos casos en que nos enteramos de algo a través de un vecino es gracias a que éste lo ha leído, lo ha oído o lo ha visto a través de algún medio de comunicación. La sola expresión “medios de comunicación”, que muchas veces se usa sin adjetivo alguno (“comercial”, “masivo”) parece dar cuenta de una máquina que ha monopolizado la función cultural de la comunicación entre los seres humanos: a nadie se le ocurriría seriamente incluir en la categoría “medios de comunicación” a un vecino bien enterado de las novedades del barrio.

 

La falta de verdad es una situación angustiante. Es un miedo que no sólo se agrega a otros miedos (por la salud, por la integridad del cuerpo, por el futuro) sino que de alguna manera los aglutina y organiza. Cuando la verdad sobre la que se duda es la  verdad de la polis, la verdad del mundo colectivo, abre un interrogante existencial: ¿quién me va a cuidar ahora a mí? La verdad tiene una relación estrecha y contradictoria con la autoridad; mucho discutieron los romanos sobre quién hacía las leyes, si la verdad o la autoridad. Para no ir demasiado lejos, digamos que la escisión de la verdad es una escisión de la autoridad, una escisión del orden. Claro que todo orden es plural; no hay ni puede haber una verdad política común. En los regímenes autoritarios, antipluralitas en general, lo más lejos que se llega es a llevar las diferencias al plano de la murmuración, la ironía y a la lisa y llana clandestinidad, pero desde Spinoza sabemos que la libertad de pensamiento es inalienable al poder.

 

La verdad política no es una fórmula ni un agregado caótico de verdades personales y grupales. La verdad política es una construcción hegemónica. No puede escribirse en modo de manual porque carece de una estructura absolutamente inteligible; es, además, autocontradictoria: una verdad hegemónica es capaz de inscribir en su propia configuración las verdades parciales evidentes que forman parte de los discursos alternativos, aunque sea cambiando su lugar o su importancia. Esta es la causa por la cual una fuerza popular transformadora está obligada a hacer propio el problema de la “inseguridad”, cuyo propio nombre y enunciados principales tienen la huella de una cosmovisión conservadora.

Hay tiempos de verdades hegemónicas indiscutidas y hay tiempos de lucha por la hegemonía. No puede decirse que en la década de los noventa no hubiera discursos alternativos al neoliberalismo, los hubo. Pero la hegemonía neoliberal fue tan abrumadora que los más salientes y exitosos procesos de construcción antagónicos resultaron absorbidos por el discurso dominante. Es el caso de la experiencia Frente Grande-Frepaso-Alianza en el que una fuerza originalmente opuesta al programa menemista termina aceptando sus pilares principales –prototípicamente la “convertibilidad”- y limitando sus disensos a cuestiones de índole moral o procedimental. ¿Qué significado tenía en esa época ser de derecha o de izquierda, ser peronista o ser radical? Si se profundiza un poco, por ahí llegamos a la conclusión que había más estética que política en esas diferenciaciones. Vivíamos en una sociedad muy “pluralista”, muy diferenciada y hasta atomizada o tribalizada en sus prácticas cotidianas. Y al mismo tiempo los valores políticos tendían a confluir: lo que se hacía desde el poder era lo que había que hacer; a lo sumo había que mejorar o modificar radicalmente pero manteniendo las verdades consagradas.

 

En diciembre de 2001 la verdad política estalló. En las calles de las grandes ciudades se juntaron los que habían sido escépticos del recetario neoliberal y los que habían sido crédulos; tal vez éstos últimos hayan sido los más exaltados, como lo insinúa la composición social predominante en las calles y en las plazas de la ciudad de Buenos Aires. El estallido no equivalió a la descomposición. Hubo un tiempo de transición. El sentido común neoliberal se replegó. Lo sucedió la utopía antipolítica, ciertamente funcional a las utopías mercantiles. Lo que había ocurrido en el país era que un grupo de políticos inmorales se habían dedicado a los negocios y se habían olvidado del pueblo. El diagnóstico tenía su punto ciego ante la pregunta por una salida: la antipolítica no es una salida, es un refugio colectivo frente a la ruptura de las certidumbres elementales, tal como se vivió entre nosotros hace trece años.

El kirchnerismo es la primera experiencia posterior al peronismo fundacional en la que reaparece el conflicto político bajo la forma del pro y del anti. Eso no puede separarse de su condición de emergente de la crisis de la comunidad política ocurrida en 2001. Era y es un emergente contradictorio y su constitución debe ser pensada históricamente: en 2003 no era lo que fue después. Y lo que fue después no fue por una voluntad de grupo o por una decisión político-administrativa. Lo que fue después fue la lucha política. Fue la confluencia de los históricos centros de la dominación política en la Argentina en una dirección de encono y en un grado de beligerancia que no habíamos conocido muchos de los actuales habitantes de este país. Fue la rehabilitación de viejos dispositivos discursivos traídos en auxilio de las batallas actuales. ¿Dónde encontrar las armas de combate contra una nueva constelación social de poder sino en las viejas palabras del peronismo y de la izquierda: oligarquías, cipayos, imperialismo, vendepatrias?

 

¿Conforman esas apelaciones la estructura de una nueva verdad capaz de explicar el mundo y sus crisis actuales? De lo que se trata no es de manuales operativos ni de tratados teóricos. Se trata de la lucha entre dos políticas antagónicas. Y es esa lucha la que forja las condiciones en las que surgen las palabras, los encuentros, las conversaciones. ¿Son realmente dos las verdades que antagonizan? Aquí tampoco sirve la teoría de los partidos y sistemas de partidos que todavía se enseña en nuestras facultades como revelaciones inmortales. No importa para eso cuántos partidos haya, o cuántas coaliciones ni se deriva de esos números la naturaleza del conflicto político. De lo que se trata es de cuántos proyectos orgánicos de país existen. Uno existe sin dudas porque es el que gobierna. Es decir existe una mirada del mundo y del lugar que ocupamos en él. Un sistema de valores, un tipo de prioridades, una construcción de antagonismos. Dicho sea de paso para los bienpensantes: no hay proyecto político sin construcción de antagonismos, prueben la búsqueda de un proyecto político digno de ese nombre que no los tenga. En el espacio de oposición a veces parece que hubiera muchos proyectos, otras veces parece que todos pueden sintetizarse en uno solo, sobre todo si esa operación se muestra electoralmente eficaz. Por ahora el único enunciado de ese “otro proyecto” es el antikirchnerismo. El llamado “poskirchnerismo” no puede dar cuenta del principio de exclusión que lo organiza. Es el mismo principio que nació en 1955: depuesto el “régimen” todo vuelve a su normalidad; las izquierdas son izquierdas y las derechas, derechas. Vuelve el “peronismo verdadero”, ése que es capaz de unir la invocación de los heroicos tiempos fundadores con la adaptación a las pobres promesas de los tiempos nuevos. Todos los discursos tienen derecho a circular, siempre que no tiendan a la “división entre los argentinos”.

 

Lo binario tiende a la simplificación y a la pérdida de matices. Al reemplazo de los argumentos por las consignas. Está muy bien que quien pueda aportar complejidad y espíritu crítico lo haga. Lo que es más discutible políticamente es que la complejidad y el espíritu crítico se utilicen para diluir la existencia de un conflicto. Negar la condición binaria de la política no equivale a ignorar la existencia legítima de dos polos políticos antagónicos. No cualquier relato produce un nivel igual de antagonismo. No es que cualquier aventurero irresponsable pueda colocar sus caprichos en el centro de la agenda de discusión política de un país. El antagonismo político está hecho con los materiales de la historia. Con los de la memoria, los amores y los odios de una comunidad política. De una comunidad política que estuvo en riesgo hace unos pocos años. Los argentinos hemos aprendido que las reglas de juego del antagonismo no pueden ser otras que las de la democracia. Pero las reglas de juego no son el juego. El juego tiene una existencia objetiva porque millones de personas creen en él y porque los que no terminan de creer no tienen otro remedio que jugarlo.

 

 

 

*Politólogo y Docente Universitario.

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