Mentir es la enfermedad
Los jerarcas católicos se sumaron a las tácticas de los más radicalizados opositores al gobierno al afirmar, a comienzos de mayo, que el país está “enfermo de violencia”. Se pusieron así al servicio de las corporaciones que van por un cambio político total en 2015. El grotesco de que reclamen moralidad aquellos que nunca la tuvieron.
Por Hugo Muleiro *
(para La Tecl@ Eñe)
Que la Argentina padece hechos de violencia es algo que nadie puede poner en duda, como ninguna otra sociedad ni país, ya que no se conoce uno que le haya puesto punto final y para siempre, sin con esto intentar ni siquiera asomarnos a la afirmación mediocre según la cual todos tenemos el mismo problema y todos estamos, al fin, más o menos igual. Por cierto, hay países que cuentan con mejores índices de violencia, si se observa la tasa de homicidios por habitante -la más universal en estos temas-, o si se adopta otro parámetro, como atracos o vulneraciones a la propiedad privada. También hay otros países, incluidos varios que son señalados como el modelo que la Argentina debe imitar, que tienen índices peores. Algunos, infinitamente peores.
La definición reciente de la Argentina como país “enfermo de violencia” es tan insustancial y absurda que no hace falta malgastar energía en desmentirla. Pero, como fue hecha por los jerarcas católicos, que se supone no son idiotas sino personas con una determinada inteligencia y un cierto conocimiento de la realidad, lo que se vuelve indispensable es tratar de descifrar por qué cayeron en el desatino y cuál es el impacto que éste tiene en la disputa política en curso.
Aunque matizaron la definición, mencionando varios generadores y formas diversas de violencia, estos jerarcas se anotaron, como explicó en Página/12 el especialista Washington Uranga, en el podio de los temas que los medios convencionales de difusión privilegian para sostener su proyecto político y económico y para mantenerse a la ofensiva en su confrontación permanente con el gobierno.
La muy extendida práctica de oposición política que vienen desarrollando desde 2003 les da a los capos católicos la experiencia necesaria para adivinar, sin mayor esfuerzo, que su definición de Argentina como “enferma de violencia” iría directo a encaramarse como título principal, a ser usada como estilete contras las autoridades nacionales y a ser extractada con total prescindencia del resto de sus afirmaciones. Aún el más ignorante en las artes de la manipulación puede adivinar que esta es la secuencia habitual.
Si bien el texto del Episcopado esboza una sentencia más o menos abarcadora sobre los factores y gestores múltiples de la violencia en el país, distribuyendo responsabilidades y culpas en términos y con referencias generales (“clase dirigente”, “los medios”), el vocero de los jerarcas, Jorge Oesterheld, se ocupó de dar transparencia sobre cuál es el objetivo al cual fue dirigida la descripción tan rebosante de dramatismo, cuando ante las previsibles reacciones oficiales al documento respondió que “el clima de paz y de concordia en el país es cuestión del gobierno nacional”.
Los hechos reales de violencia o de la llamada “inseguridad” suceden. Su multiplicación artificial es constante por parte de los medios tradicionales que, en su radicalizada hostilidad hacia el gobierno, alzan el tono sin otro objetivo que llenar a sus audiencias de angustia y rabia, incluso rabia asesina. En esto son ayudados por gestos de servilismo que les ofrecen en bandeja pronunciamientos como éste, o los de varios dirigentes políticos. Todo ello conforma un cóctel de altísima complejidad. Y las personas que reciben esta andanada diaria no pueden sentir alivio alguno cuando una de las máximas autoridades nacionales responde a los capos católicos con una delimitación de las responsabilidades según cada jurisdicción, al mencionar a los gobiernos provinciales y sus fuerzas policiales.
Esta reacción del jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, es también comprensible y se ajusta a la realidad, pero en esta disputa política en la que los capos de la Iglesia están metidos de lleno, lo último que importa es la verdad y la correspondencia y honestidad respecto de los hechos, las ideas y las responsabilidades de cada quien. Sólo la perpetuación de una suerte de grotesco hace posible que los cabecillas de la Iglesia católica, que se resiste ferozmente a pedir perdón y a depurarse después de haber sido autora y cómplice de infinidad de crímenes y hasta de delitos de lesa humanidad, estén usurpando el rol de intervenir, con posición preponderante, en los asuntos de interés público.
José María Arancedo, presidente del Episcopado, mantuvo esta perversión en los discursos, lo que es en cierta forma inevitable, ya que todos sabemos lo difícil que es dejar de mentir: él y sus colegas, dijo, no son opositores ni atacaron al gobierno. Se debe dar por seguro, entonces, que hablan a partir de una supremacía moral que la historia remota y reciente, el presente y los hechos y prácticas de entonces y ahora, desmienten por completo.
*Escritor, presidente de Comunicadores de la Argentina (COMUNA).