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La calle es la casa del pueblo

La disputa que se avecina implica una elección que el pueblo debe enfrentar: cuidar la construcción, o dejar que “todo se desvanezca en el aire”. Sólo el deseo de comunidad reflejado como práctica militante en la calle puede metabolizar las pasiones tristes y derivarlas en afectos activos, fundando un nuevo comienzo.

 

Por Nora Merlin*

(para La Tecl@ Eñe)

 

Antonio Berni

El pueblo no es algo que “se tiene”, ni un supuesto de partida, un fenómeno de orden natural, ni un  logro garantizado que les sucede a los miembros de una sociedad. Por el contrario, la formación de un pueblo que equivale a la construcción de soberanía, implica una acción política permanente.

 

En una sociedad el pueblo expresa lo que no anda, lo que falta,  plantea conflictos, es el síntoma de una comunidad, la “piedra en el zapato” que perturba. Esa es una de sus funciones: impedir la adaptación o el adormecimiento de la comunidad.  La construcción de soberanía supone una acción tendiente a la conformación de  una voluntad popular que se negocia  una y otra vez, que no es otra cosa que la afirmación de un “nosotros”, esto es, la producción de un “sentido común” y una identidad popular. Ésta última se caracteriza por ser paradójica e inestable, pues  presenta una tensión incesante entre diferencias y equivalencias, elementos que operan en constante desplazamiento y rearticulación, produciendo permanentemente nuevos sentidos.

Para que suceda este efecto colectivo y plural debe ponerse en juego una  praxis política de la voluntad popular que incluye un deseo, podríamos decir, de comunidad, junto con una inteligencia productiva y una visibilidad pública, cuyo espacio privilegiado es la calle y la plaza. Probablemente sea un forzamiento teórico hablar de deseo de comunidad, pero ¿cómo llamar al querer vivir con los otros, invertir tiempo propio en el mundo, aportar un relato singular, pensar con los otros, producir con ellos interpretaciones y nuevos sentidos?

 

El mundo común nace de un constante debate público que produce significaciones compartidas e inscripciones históricas. Cada relato público afecta a los otros de modo tal que todo pensar es colectivo y es un acto político que implica una responsabilidad singular y de todos. Lo común no supone unanimidad o acuerdo como sucede en la masa, sino que, por el contrario, plantea conflictos, desacuerdos, antagonismos, pluralidad y discusión sobre las formas particulares de construir la cultura. Sin embargo, esa práctica popular, que es producción de pensamiento político, democrático y soberano, es una experiencia de amparo, allí donde no hay el abrigo de las recetas que suelen impartir los expertos.

 

La vitalidad de una democracia supone significar, en un movimiento permanente de comprensión e interpretación, lo que acontece. Debe tener como premisa fundamental el reconocimiento de los argumentos de los otros, que transcurren en un devenir de razones, pasiones, afectos. Toda esa trama de relatos y sentidos que se debaten y no se coagulan, configura un espacio público de convivencia, de narración, de acción. En la dinámica de un pueblo no hay sentidos únicos, clausurados, ni solidificados que resulten verdades últimas al modo de un dogma, sino pluralidad y movilidad de sentidos, que se relacionan y generan nuevas composiciones.

 

Los saberes congelados que cobran valor por la tradición o la costumbre, al ser confrontados con la funcionalidad de la época, constituyen conservadurismo melancólico, y el fundamento de intereses corporativos. El espacio de la política es lo público: allí se disputa la batalla cultural por los sentidos.

 

El pueblo, sustancia social,  no es una formación perfecta ni armónica; antes bien es una estructura incompleta, inconsistente, plagada de contradicciones, que derivan en conflictos, desacuerdos, antagonismos, divisiones, etc. La comunidad como unanimidad o acuerdo absoluto es imposible: el pueblo es el nombre de una de las partes divididas que representa a toda la comunidad.

 

Para que haya un pueblo es necesaria la condición democrática. Esta no se refiere sólo al funcionamiento y las garantías institucionales, sino también a una horizontalidad, una premisa que afirma la igualdad de inteligencias, fundamentada en que la producción de pensamiento no es cosa de eruditos o elegidos. La condición democrática supone que todos los habitantes de una comunidad poseen el derecho de pensamiento y de expresión.

 

Construido bajo esa premisa, el pueblo, cuya sede es el espacio público, tiene como  una de sus tareas generar acciones, nuevos relatos y sentidos, que conllevan la capacidad de reinventar continuamente la cultura. Si esto no sucede, si el pueblo no se visibiliza, se corre el riesgo del encierro, del estancamiento y debilitamiento, pudiendo burocratizarse a riesgo de su desaparición, pues nunca está  asegurada su estabilidad ni su permanencia.

 

A la luz de los últimos resultados de las elecciones nacionales, los argentinos nos encontramos hoy frente a una coyuntura dramática, que plantea la posibilidad de cambios políticos, sociales y económicos que conllevan el riesgo de perder todo lo ganado y volver al modelo neoliberal. Para comprender el actual momento político se impone necesariamente la formulación de algunas preguntas que nos interpelan, e intentar algunas respuestas que apunten a rectificar el camino y alumbrar este tramo que queda hasta el 22 de noviembre.

 

1- ¿Qué error cometimos?

 

En el contexto del surgimiento de un candidato que no nos enamoraba, había que realizar el duelo por la presidencia de Cristina. ¿Cómo salir entonces a hacer campaña si no estábamos plenamente convencidos? La identidad popular se vio perturbada al encontrarse  afectada, en plena batalla política, por los interrogantes de la sucesión, lo que implicó un adormecimiento, quedando encerrada en la caverna tecnológica posmoderna de las redes sociales, debatiéndose en una polémica interna.

 

2- ¿Qué consecuencias tuvo ese error?

 

En lugar de salir a convencer cometimos el error, fatal para un pueblo, de perder la calle.

Inmovilizados, en estado de pasividad, cedimos ese espacio, y el adversario fue ocupando la calle, que es la casa del pueblo.

Nos desvitalizamos como colectivo, la mística militante y apasionada se convirtió en resignada pasividad, produciendo como resultante una campaña descafeinada y burocrática. En la oscura noche del 28 de octubre un rayo nos partió y nos despertó.

 

3- ¿De qué somos capaces?

 

En estos últimos días quedó en evidencia que somos capaces de recuperar la mística, la militancia callejera, la democracia plebeya, la alegría potente y politizada, que fue y sigue siendo  nuestro mayor capital social y la fuerza principal, el timón y el faro del proyecto nacional y popular.

 

La identidad popular, perturbada y afectada, se puso en movimiento de manera urgente en forma colectiva, autoconvocada, y resurgió. Salió del encierro, de la pasividad, recuperando la iniciativa, volviendo a ocupar la calle y a recuperar la cultura militante. El movimiento no fue consecuencia de una propuesta de arriba, de la dirigencia, sino  que emergió como un acontecimiento desde las bases, los barrios, los vecinos, los artistas, los educadores, los sindicatos, etc. Esta militancia que se reproduce día a día toma la calle, recupera la mística y la visibilidad a través de múltiples expresiones, dándose nuevas formas y modos de participación en las plazas, los barrios, de boca en boca, casa por casa. Una potencia común  acaba de irrumpir como un poder que va en contra del retorno al pasado neoliberal.

 

La campaña comenzó hace unos pocos días, y no depende de un comando central ni de nuestros dirigentes o asesores. Tomó un sesgo colectivo no calculado, que nuevamente dividió lo social: hoy ya no se trata sólo de Macri o Scioli y de sus respectivos votantes aglutinados en el macrismo o kirchnerismo. Vamos sumando compromisos y votos no kirchneristas preocupados que no están dispuestos a perderlo todo. En la coyuntura planteada a partir de las últimas elecciones nacionales, lo social se dividió y reordenó en dos campos que representan dos proyectos de país: nacional y popular o neoliberalismo. La disputa que se avecina implica una elección que el pueblo debe enfrentar: cuidar la construcción, o dejar que “todo se desvanezca en el aire”, significando un triunfo del neoliberalismo. La toma de posición por la opción soberana  dependerá de las estrategias que empleemos colectivamente, de la inteligencia popular y de la capacidad que tengamos para convencer.

 

Sólo el deseo de comunidad reflejado como práctica militante en la calle, cara a cara, coco a codo, puede metabolizar las pasiones tristes y derivarlas en afectos activos, fundando un nuevo comienzo. Las cartas de este capítulo no están echadas, falta este tramo; lo político es un resto rebelde y  reacio a todo cálculo: ¡Es la política, pavote!

 

Buenos Aires, 5 de noviembre de 2015

 

 

*Psicoanalista, Docente (UBA)

Magister en Ciencias Políticas (IDAES)

Autora del libro Populismo y Psicoanálisis, Edit. Letra Viva.

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