La gente y su millón de muertos
El discurso de muerte de los amantes de la muerte está dirigido a los sectores menos privilegiados de la sociedad. Una clara mirada clasista que tiene la visión pequeñoburguesa del mundo y frecuentemente es adoptada por las clases populares. Pero ¿quiénes son los amantes de la muerte? La gente común, esa que dice que no cree en la política, que no sabe de política, que no tiene ideología y que sólo quiere trabajar y ser feliz.
Por Manuel Quaranta*
(para La Tecl@ Eñe)
Gustav Klimt "Vida y muerte"
Alguien dirá: “si a usted, como a mí, le mataran un hijo, pensaría distinto”. Es posible. En un caso así es posible que el infinito dolor hiciera de mí un ser oscuro y vengativo. Pero ése ya sería otro, no sería yo. Y nadie debería hacerme caso. Sólo deberían compadecer mi dolor y desear que el odio no continuara encegueciéndome.
La sangre derramada. José Pablo Feinmann.
Hablemos un poco de muerte. Si es violenta, mejor. Violaciones. Asesinatos. Descuartizamientos. Sin límites. Ya que de eso quiere hablar “la gente”. ¿O no? Siempre y cuando, claro, no se de un paso más allá del slogan o la opinión común que tiene esa misma “gente”; en la mayoría de los casos iletrada –aunque, lógico, sean universitarios, profesionales exitosos, o pobres diablos que ni siquiera terminaron la secundaria, ya que todo eso constituye y construye el cúmulo indefinido denominado “la gente”–, y de una soberbia supina en tanto creen con firmeza que su opinión tiene que ser tomada en cuenta. ¿Por qué? ¿Por qué sin formación específica algunos pretenden que su juicio o, mejor, prejuicio, tenga algún valor a la hora de debatir sobre seguridad-inseguridad? ¿Por qué la opinión de “la gente” debería contar a la hora de abrir una discusión? ¿Por qué esos mismos que se consideran capacitados –en muchos casos por haber triunfado en los negocios– para hablar sobre cualquier tema no se acercan a un laboratorio y aconsejan a los científicos en la preparación de alguna manera más efectiva de manipular genéticamente los alimentos? ¿Por qué, en última instancia, la visión pequeñoburguesa del mundo extiende su triunfo económico a materias que ignora completamente?
Bueno.
Volvamos al tema que realmente interesa.
Pero hagamos antes, apenas, un poco de historia –me imagino a cierto lector promedio, ya exasperado por tanta digresión, aunque lo cierto es que el lector promedio difícilmente pase de las primeras tres o cuatro líneas de un texto–:
El 12 de octubre de 1936, Miguel de Unamuno, en su asiento del teatro de la Universidad de Salamanca, escuchó vociferar al militar español Millán Astray, cuando el falangismo, prácticamente, se había apoderado de España: ¡Viva la Muerte!, una y otra vez: ¡Viva la muerte!, gritaban desesperados los que sedientos de sangre instaurarían un poder absoluto y sangriento durante más de tres décadas.
¿Entonces?
Revisemos el caso de la adolescente Melina Romero. La visión pequeñoburguesa del mundo –la gente– sentenció: “La mataron por puta”. Y es lógico. A las putas hay que matarlas –salvo, claro, en el momento en que se las utiliza–. ¿Por qué? Por putas. El triunfo de la tautología. Matar por puta significa comprender las causas de la muerte, es decir, explicar el crimen, “porque era puta”. De allí a pensar que toda mujer es una puta y que entonces la mataron por ser mujer hay una línea muy fina. De allí a la justificación del asesinato: por mujer-puta.
La visión pequeñoburguesa del mundo comprende perfectamente el móvil del crimen: Porque no hacía nada con su vida, porque tenía cinco perfiles de Facebook, porque salía todas las noches, porque se acostaba con cualquiera, porque era una puta, porque era mujer. En la víctima, en su modus vivendi o en su quididad se encuentran las razones del asesinato.
Tomemos otro crimen. En Rosario, por ejemplo, asesinaron hace algunos meses, a golpes, a David Moreira. Un delincuente que quiso arrebatarle la cartera a una mujer. Como respuesta, un grupo de vecinos se reunió para matarlo. La justicia determinó que dos de esos criminales tuvieran prisión preventiva. A modo de protesta “la gente” del barrio salió a manifestarse para que los liberaran, bajo el argumento de que eran trabajadores. Gente honesta.
¿Qué esconde la argumentación? No esconde nada. Muestra, al contrario, la continuidad de un discurso. La muerte está permitida: Se asesinó a un joven, morocho, pobre, ladrón. Hay justificaciones. En la víctima se vuelven a encontrar las razones del asesinato.
No existe el crimen. Matar a un ladrón –o a una puta– tiene cien años de perdón.
Ahora bien, la cuestión cambia cuando el asesinado es un hombre decente. Clase media, incluso media baja. Con familia. Laburante. Más o menos educado. Allí la causa del crimen se asigna sólo al victimario. Y en este caso no importan las justificaciones que se puedan hacer en torno a su condición de excluido. No. El asesino merece todo el peso de la ley. Ninguna excusa vale, son asesinos, por naturaleza, por negros, por pobres, por villeros. Merecen la pena de muerte. Por ser lo que son. Por su quididad.
Se puede ver así que el discurso de muerte de los amantes de la muerte, en general, está dirigido a los sectores menos privilegiados de la sociedad. En una clara mirada clasista que tiene la visión pequeñoburguesa del mundo –adoptada, frecuentemente, por las clases populares que no deberían compartirla, ya que su ubicación en la estructura social es antagónica–.
Pero ¿quiénes son, efectivamente, los amantes de la muerte?
La gente común, esa que dice que no cree en la política, que no sabe de política, que no tiene ideología y que sólo quiere trabajar y ser feliz, ¿se entiende?, ¿no?, bueno, Juan José Saer, hace más de 20 años, los definió en su maravilloso y contundente Río sin orillas:
“Apenas el desorden empezó a cundir, se puso a suspirar, como de costumbre, por un gobierno autoritario. Cuando las cosas van mal en la Argentina, que el dólar aumenta vertiginosamente, que hay demasiadas huelgas, que cualquier conflicto social se arrastra sin perspectiva inmediata o lejana de solución, el ama de casa, el comerciante, el chofer de taxi, el joven ambicioso, el chacarero o el burgués repleto y autosatisfecho de sus logros económicos, empiezan a reclamar su millón de muertos. Este millón de muertos es, para el grueso de la opinión pública, la panacea, el recurso mágico que, cuando ninguna salida es en apariencia posible, resolverá todos los problemas”.
Amén.
*Licenciado en Filosofía, docente de la Universidad Nacional de Rosario, escritor.