Estado gendarme o Estado fraterno
Ante el resurgimiento del Estado Gendarme impulsado por el totalitarismo de las ceocracias, Raúl Zaffaroni plantea la reposición del Estado Fraterno, modelo imaginado por Perón. Siete décadas no pasan en vano y el desafío es el de retomar el reto de entonces y reinterpretarlo en el escenario actual de la nación, de la región y del planeta.
Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
En estas primeras décadas del siglo XXI avanza por el mundo el poder de los Ceos de las corporaciones transnacionales con asiento en el hemisferio norte, que van ocupando el lugar de la política. Su innegable aspiración totalitaria se manifiesta en su cooptación de los aparatos estatales y económicos internacionales, racionalizada con su discurso único (mal llamado neoliberalismo), que domina a las academias mundiales y se vulgariza a través de los monopolios corporativos mediáticos.
América Latina, como región subdesarrollada (colonizada en la nueva versión llamada globalización) es sometida a un proceso de acelerado debilitamiento de sus Estados mediante diversas y convergentes estrategias, siendo las más notorias las siguientes:
(a) corrupción de sus estamentos políticos mediante el cohecho activo practicado por los propios Ceos o sus agentes locales; (b) prohibición de tóxicos y otros servicios, con su consiguiente plusvalía, que genera luchas sangrientas por la competencia para el acceso al mercado de mayor consumo; (c) corrupción policial, vinculada o no a lo anterior, eventual corrupción de la justicia, altos índices de homicidio y letalidad policial y pérdidas de control territorial; (d) prisionización masiva en condiciones de campos de concentración y reproductora de criminalidad violenta, que permite a los monopolios mediáticos justificar cualquier abuso represivo; (e) contratación irresponsable de deudas externas que comprometen los presupuestos por décadas y obligan a futuras renegociaciones problemáticas; (f) venta o entrega descontrolada del patrimonio estatal a las corporaciones o a sus agentes, con pretexto de ineficacia; (g) facilitación de negociados con cobertura de licitud o sin ella, en medio de un festival de especulación financiera; (h) involucramiento de las fuerzas armadas en funciones policiales, que deteriora el prestigio de esas fuerzas y, con ello, la defensa nacional; (i) aperturas de importación que destruyen a las pequeñas y medianas empresas demandantes de mano de obra, reduciendo la capacidad productiva nacional; (j) derogación de la legislación laboral, con el pretexto de que la crisis productiva resulta de los altos costos de los salarios: (k) desfinanciamiento de la investigación y de la enseñanza superior oficial, aduciendo que son costos improductivos; (l) reformas impositivas regresivas, con el pretexto de estimular a los más ricos para la inversión productiva, resultando en desplazamiento y concentración de riqueza; (ll) supresión o reducción radical de las subvenciones a los servicios públicos de primera necesidad, como energía y transporte, argumentando la necesidad de que cada quien pague sus servicios; (m) reducción y eliminación de planes sociales, so pretexto de fomentar la holgazanería y el desempleo voluntario; (n) despidos masivos de la administración pública, so pretexto de reducir el gasto, que desbaratan la eficacia de la burocracia estatal; (ñ) estigmatización de la dirigencia sindical con el pretexto de corrupción, con el objeto de impedir toda resistencia de los movimientos obreros organizados; (o) fortalecimiento de los servicios de inteligencia para fines de coacción política, so pretexto de investigar corrupción; (p) difamación pública de todo opositor o resistente, con falsas noticias y manipulación judicial, con el mismo pretexto; (q) indiferencia o incentivación de la letalidad policial y de la represión a toda manifestación de resistencia más o menos colectiva; (r) persecución de opositores y resistentes, haciendo uso arbitrario de la prisión preventiva, a través de jueces adictos o coaccionados; (s) privatización de la seguridad social, arguyendo la falsa imposibilidad de mantener el sistema previsional solidario; (t) privatización de los servicios de salud, beneficiando a las empresas proveedoras, con el pretexto de su mayor eficacia; (u) facilitación de la intervención privada en empresas extractivas y de importancia estratégica, con serio peligro de expoliación de riquezas naturales, con el pretexto de incentivación del sector; (v) estigmatización de pueblos originarios para despojarlos de tierras o impedir sus reclamos, con pretexto de terrorismo; (w) impulso a la concentración monopólica de medios de comunicación audiovisuales en manos de corporaciones afines, para crear una realidad social única, incompatible con la democracia plural; (x) encubrimiento mediático de los delitos y negociados de los funcionarios propios mediante el silencio en los medios masivos; (y) linchamiento mediático de todo juez o fiscal que no responda a la planificación corporativa, con el pretexto de su ineficacia o corrupción, y manipulación política para la designación de jueces y fiscales obedientes al proceso de avance del colonialismo; (z) reducción de salarios, jubilaciones, pensiones y otros ingresos, mediante una discreta inflación, acelerada por devaluaciones progresivas de la moneda.
Todo esto converge en el proyecto colonialista que pretende configurar una sociedad con mayoría excluida (desde fines del siglo pasado de suele llamar sociedad 30 y 70), cuyo avance lo posibilitan básicamente dos condiciones que –como veremos- no se hallas desvinculadas: (a) el consentimiento, resignación o apoyo de buena parte o de la mayoría de la población; y (b) los defectos de los Estados de la región, cuya institucionalidad no estaba preparada para defenderlos de la agresión cometida por los medios antes señalados.
La primera condición resulta paradojal y hasta parece recursiva en la historia. Nuestra región ha pasado por momentos de marcada ampliación de la ciudadanía real, en que gobiernos populares lograron elevar a condiciones dignas de vida a amplios sectores de la población. Pero a poco, esos mismos sectores se volvieron resistentes y enemigos de esos gobiernos y de sus movimientos políticos y adhirieron a las fuerzas regresivas, que no sólo impidieron el avance de la inclusión, sino que incluso la hicieron retroceder. Es inevitable que este péndulo de diástole y sístole, visto en perspectiva, proporcione la impresión de que nuestros movimientos populares construyen a sus enemigos, los que, a su vez, se suicidan política y económicamente, o sea, la sensación de que esos movimientos han gestado capas de masoquistas sociales. Pero no basta con describir estos procesos, sino que es necesario hallar su explicación y hacerla explícita, pues es de toda evidencia que algo viene fallado en nuestra política regional desde hace bastante tiempo.
Los movimientos populistas latinoamericanos suelen presentar muchos defectos, pero nunca éstos -ni incluso su eventual violencia- alcanzaron ni lejanamente los límites de crueldad de los impulsos regresivos. Si bien esto no debe hacer pasar por alto los defectos, no es posible dejar de reconocer -en todo momento- que el balance general del siglo pasado y de lo que va del presente, muestra que sin ellos no se hubiese ampliado la base de ciudadanía real y seríamos muchos los que hubiésemos podido sucumbir a los riesgos de ser latinoamericanos: haber sido abortados, carecer de proteínas en los primeros años y no desarrollar nuestras neuronas, desaparecer por enfermedades infantiles o endémicas, padecer disminuciones físicas y mentales irreversibles, ser analfabetos, carecer de toda posibilidad de acceder a estudios terciarios, etc. Sin los populismos, nuestras sociedades serían hoy continuadoras del quasifeudalismo del porfiriato mexicano, del coronelismo brasileño, del patriciado peruano, de la oligarquía vacuna argentina o del estaño boliviana.
Por esa razón, en nuestra región no es admisible que el populismo tenga el mismo sentido peyorativo que se le otorga en el hemisferio norte, donde es confundido con la táctica artera de la propaganda basada en los peores prejuicios de cada sociedad (quizá por una mala traducción de völkisch, que en sentido correcto sería algo así como popularismo o populacherismo). De cualquier modo, es necesario no dejar de lado los defectos de nuestros populismos, porque la paradoja del suicidio social de las capas beneficiadas por ellos, sin duda que debe responder a alguna de las fallas necesitadas de urgente corrección.
Sin pretender agotar la discusión al respecto, sino sólo de aportar a ella, cabe observar que el principal defecto ha sido precisamente el de dejar abierto el flanco de la segunda condición necesaria para la instalación de los proyectos colonialistas: los populismos no prepararon institucionalmente a nuestros Estados para resistir una agresión colonialista como la que sufrimos en este momento. Puede pensarse que quizá tampoco para las que hemos sufrido con las anteriores regresiones, pero eso sería una cuestión de investigación histórica y ahora urge pensar en el presente.
No es posible en pocas líneas -ni como tarea individual- proyectar el modelo de Estado necesario para nuestro desarrollo como región, como tampoco pasar por alto las diferencias geopolíticas de nuestros países, sin perjuicio de lo cual es posible señalar el camino, por lo menos en el nivel superestructural o teórico-político, habida cuenta de que la infraestructura nunca es indiferente a la superestructura, por lo que es un grave error despreciar esta última y pensar que puede ser arrojada por la ventana sin más, pues entre ambas media un estrecho vínculo.
Desde el atalaya de la historia humana es dable observar que cada vez que los pueblos la recalentaron con cambios profundos, reclamaron para los Estados el trípode de principios que sintetizó –pero que no inventó- la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Pero la misma historia enseña que luego, calmando las aguas revolucionarias al ritmo de las manipulaciones y errores del poder político y económico, se erigieron modelos de Estados desequilibrados, que se pretendieron asentar sobre uno sólo de esos puntos de apoyo, pero que en realidad traicionaban el reiterado reclamo de los pueblos en sus momentos de ebullición.
Esas racionalidades encubridoras se inclinaron sólo por alguno de dos de los puntos de apoyo del trípode: la libertad y la igualdad. La confrontación de poder del siglo pasado provocó en este plano superestructural la opción entre libertad o pan, falsa hasta el extremo del ridículo: quienes tuviesen libertad sin pan, la usarían para conseguir el pan y, de negársele ese derecho, perderían el pan y la libertad; inversamente, quienes tuviesen pan sin libertad, perderían el control del reparto del pan, que a poco dejaría de ser igualitario. Por eso, tarde o temprano, ambos caminos son racionalizaciones de algún totalitarismo.
Para contener el avance del totalitarismo en acto que privilegiaba discursivamente el pan y subestimaba la libertad, se ensayó en la parte más desarrollada del planeta el modelo de Estado de bienestar, funcionó como un amortiguador hasta que se implosionó el totalitarismo de la pretendida igualdad sin libertad y ahora, el real avance ilimitado del totalitarismo corporativo de los Ceos despliega por el mundo su propio modelo de Estado totalitario que, aunque sigue con su discurso de libertad sin pan, al igual que su contrario desaparecido, está dejando sin pan ni libertad al menos a las dos terceras partes de la humanidad.
Para consolidar el modelo de sociedad con un 30% incorporado y un 70% estructural y definitivamente excluido, renueva y refuerza en teoría la vieja idea del Estado gendarme, cuya función se reduciría al cuidado de los límites de una supuesta selva en que cada cual trataría de alcanzar lo que pueda, pasando por sobre sus semejantes, como si se tratase de una masa humana huyendo de un naufragio o de un incendio. El homo homini lupus es una frase siniestra, inventada para legitimar esta visión selvática de la sociedad, que además es falsa, porque en la selva no rige esta ley, pues de lo contrario ésta perdería su equilibrio ecológico y se destruiría y, en cuanto al lobo, parece que es el humano el lobo del lobo, a juzgar por su paulatina extinción (si no equivoco mi latín sería homo lupus lupus).
A los partidarios de estos encontrados paradigmas de modelos de Estados desequilibrados que disputaron en el mundo, nuestros populismos, sin muy alta teorización –más movidos por las urgencias de la pragmática de inclusión social- les resultaban no sólo contradictorios sino prácticamente inexplicables, por lo cual con un simplismo indigno de algunos niveles de especulación teórica sofisticados en otros aspectos, se los desdeñaba como simples reflejos de las propias manifestaciones de autoritarismo y totalitarismo centrales.
En Latinoamérica, el colonialismo logró impedir la creación de un frente común, que posibilitase cierta autonomía de movimiento y el consiguiente protagonismo planetario de la región, básicamente porque con facilidad consiguieron debilitar a nuestros precarios Estados nacionales, abriendo el espacio para las luchas de sístole y diástole emancipatoria, que llenan la historia de Latinoamérica y de África. No poca confusión generó en nuestras propias luchas políticas la contraposición de los modelos de Estado en disputa por el poder hegemónico mundial y las desarticuladas tentativas de aproximación al modelo de Estado de bienestar, que pasaban por alto la esencia periférica de nuestro capitalismo productivo.
El objetivo de lograr un modelo propio de Estado, que permita el ejercicio de la soberanía popular y la consiguiente resistencia al poder colonialista del totalitarismo corporativo, debe renovarse ahora en otro escenario, dada la desaparición de uno de los paradigmas ideológicos y la acelerada quiebra de los Estados de bienestar, cuya función amortiguadora perdió sentido. Para eso no es inoficioso volver la vista al pasado para recoger lo que pensaron nuestros mayores al respecto y, si bien no parecen ser muchos los elementos útiles, dado el paso del tiempo y el cambio profundo del escenario mundial, lo cierto es que existen algunos que no debemos despreciar. Posiblemente se puedan detectar otros en un análisis detenido de los populismos de la región, pero al menos y en lo referente al nuestro país, el ensayo más interesante de modelo de Estado es el de la tercera posición del peronismo de mediados del siglo pasado.
El misterio del tiempo permite ahora dimensionar mejor el carácter visionario de la tercera posición justicialista, que procuraba alejarse de ambos totalitarismos, tanto del que estaba en acto como del que aún en parte se hallaba en potencia, aunque sobre Latinoamérica y África también se manifestaba en acto, sin escatimar dictaduras, matanzas y atrocidades. ¿Qué modelo de Estado correspondía a esa tercera posición? ¿Era el Estado de bienestar o se pretendía inventar algo nuevo? Algunos lo interpretaron así; otros quisieron ridiculizarlo como mera publicidad; y tampoco faltaron quienes subestimaron la idea porque no lograba definir el modelo o lo consideraron simplista.
Por nuestra parte no compartimos esas opiniones, sino que, por el contrario, creemos que Perón ensayó algo novedoso y original, pero siete décadas no pasan en vano y tampoco se trata de enredarse en una investigación histórica, sino de retomar el reto de entonces y reinterpretarlo en el escenario actual de la nación, de la región y del planeta. ¿Cómo pensar hoy un modelo de Estado cuando está caduco el de pan sin libertad y avanza el de sin pan ni libertad? ¿Cuál era la esencia del modelo que vislumbraba Perón hace setenta años y cuál su vigencia hoy?
Creemos que la clave está en la idea de comunidad que, depurada de algunas abstrucidades y usos perversos, a buen entender no significa otra cosa que revalorar el punto de apoyo del trípode histórico de los pueblos, que el poder forzó a ignorar en la falsa opción del siglo pasado: la fraternidad. El modelo imaginado por Perón era, para decirlo en palabras más universales, el de un Estado fraterno.
Dado que no es posible concebir la fraternidad prescindiendo de la libertad y la igualdad, no debe reincidirse en un nuevo error desequilibrante que privilegie un punto de apoyo, sino sólo en un Estado que equilibre el trípode añadiendo el que los paradigmas del siglo pasado omitieron, o sea, equilibrar lo que fue desequilibrado en los discursos o racionalizaciones teóricas manipulados por el poder.
Ese Estado fraterno tampoco puede ser una mera renovación del Estado de bienestar, aunque recoja algunos elementos de esa experiencia, pues no se trata de un amortiguador de contradicciones, sino de un Estado montado como defensa y resistencia frente a un totalitarismo peligroso para el destino de toda la humanidad, hasta el extremo de poner en riesgo las condiciones de vida humana en el planeta.
La posición geopolítica subdesarrollada que nos impuso el colonialismo generó fuertes estratificaciones sociales, por lo que en la resistencia anticolonialista debe ser prioritaria la defensa de la vida y la seguridad de nuestros habitantes y, en especial, de sus capas más vulnerables. Si bien los esfuerzos de inclusión social fueron detenidos por fuerzas regresivas que respondían al poder colonialista, sin importarles el costo de vidas humanas, estas regresiones contaron con el apoyo de minorías privilegiadas y de delincuentes económicos locales, pero también es innegable que contaron con otro factor, sin el cual no hubiesen obtenido sus resultados regresivos: no se logró (o fue insuficiente) la creación de subjetividades solidarias, o sea, que no se pudo afianzar una subjetividad de ciudadanía solidaria. Se consiguió la incorporación económica de nuevas capas sociales, pero las subjetividades siguieron siendo definidas por los valores mezquinos del colonizador.
Mientras no se logre una ciudadanía solidaria, el mero ascenso económico de capas excluidas o explotadas (que no es lo mismo) no impedirá nuevas regresiones. Sólo cuando el/la ciudadano/a solidario/a sienta que no puede ser feliz mientras sus semejantes padecen violencia y carencias elementales, nuestros Estados serán fuertes frente al totalitarismo que avanza. En nuestro margen colonizado, esto significa que sólo esa solidaridad puede proporcionar fortaleza en la soberanía, porque ésta corresponde a los pueblos y, además, la fortaleza represiva suele ser propia de Estados débiles en soberanía.
Toda copia imperfecta del viejo Estado de bienestar, carente de la simultánea concientización solidaria, no hará más que crear nuevas capas con subjetividades alienadas, que se suicidarán socialmente al identificarse y apoyar a sus enemigos, creyendo tener al alcance de la mano los privilegios de las minorías beneficiarias del totalitarismo corporativo colonialista. Cuando Jauretche describía y ridiculizaba el medio pelo, estaba refiriéndose a capas de nueva clase media que poco antes habían sido incorporadas por el esfuerzo populista del yrigoyenismo, pero carecían de toda subjetividad solidaria y, por ende, adoptaban la ideología antipopular del gorilismo y se identificaban con la oligarquía a la que aspiraban a pertenecer, aunque era imposible que alguna vez lo hicieran.
Debe quedar claro que esta subjetividad solidaria no sólo debería ser fomentada y reforzada por el Estado fraterno por meras consideraciones humanitarias -por muy valiosos que éstas sean-, sino como elemental requerimiento para la coalición social comunitaria, indispensable para posibilitar cualquier resistencia anticolonialista. De allí que la subjetividad solidaria contraste radicalmente con la mezquindad que fomenta el totalitarismo corporativo y colonizador de nuestros días, que mediante sus aparatos de publicidad monopólicos crea una realidad disolvente de los vínculos empáticos entre las diferentes capas sociales e incluso en el seno de éstas.
No debe creerse en un gen egoísta ni en una determinante biológica, pues toda subjetividad es una creación cultural y, por ende, artificial y mutable, que en este caso es muy peligrosa, porque destruye el sentido solidario de la existencia, aliena al negar la evidencia de que toda existencia es co-existencia, porque pasa por alto que los humanos sólo podemos ser auténticos cuando somos conscientes de que co-existimos con los otros humanos.
Reinstalar a la fraternidad como tercer punto de apoyo no significa desconocer el esfuerzo personal necesario para la realización de cada proyecto existencial, sino reconocer que estos esfuerzos nunca son suficientes para lograr su objetivo sin la sociedad que todos integramos. La meritocracia individual es producto de una cultura de alienación fomentada por este totalitarismo, que pretende naturalizar una artificiosidad ridícula, pues nadie puede concebir un éxito individual que se opere fuera de la sociedad.
Por otra parte, el totalitarismo de nuestros días fomenta la meritocracia individual y al mismo tiempo pretende consagrar una única y válida meta social, que es el éxito económico individual, o sea, la acumulación de bienes y dinero. A diferencia del esquema de Merton, que por lo menos pretendía ser descriptivo, ahora se pretende imponer una única meta de mercantilización de todo: serás lo que tengas, debes acumular riqueza porque de otro modo eres un fracasado socialmente descartable.
La aspiración a una subjetividad solidaria –fraterna- no debe confundirse con la etización gratuita propia de los discursos moralizantes, huecos y reaccionarios, que invocan la necesidad de educación o diagnostican crisis de valores. No se trata de ninguna crisis, sino simplemente, de incorporar capas excluidas pero, al mismo tiempo, de hacerlas conscientes de la necesidad de seguir incorporando a otras rezagadas y con las que deben mantenerse los vínculos de solidaridad.
Mucho menos aún se trata de imponer una ética de generosidad que reclame un profundo cambio interior de las personas, lo que llevaría a imaginar una mística que sostenga que el cambio proviene del interior. Nadie ha de pretender que todos sean San Francisco de Asís, Santa Isabel de Hungría o Buda, lo que sería políticamente absurdo. Sólo se trata de impulsar la comprensión del dolor ajeno, del sufrimiento y la injusticia social que padece el semejante que carece de lo elemental para el desarrollo de su existencia. No se pretende ninguna santidad, sino un elemental reclamo tan primario como la ética del escalador, que simplemente le prohíbe cortar la soga que sostiene al que viene más abajo.
El Estado fraterno que requiere la resistencia anticolonialista, sólo logrará su objetivo ético cuando consiga que todo nuevo humano que ascienda socialmente sea consciente de que, si bien lo hace con su esfuerzo, hubiese carecido de la posibilidad de realizarlo sin el marco de una empresa común de incorporación que debe ser impulsada precisamente por los nuevos incorporados, para seguir reduciendo la exclusión. Se trata de no olvidar nunca -y menos aún desbaratar- el esfuerzo colectivo, cayendo en la trampa del canto de sirena que invita a identificarse idealmente con los privilegiados que postulan la interrupción y regresión del proceso de incorporación, convenciéndolo de que ya es uno de ellos, cuando nunca lo será porque en realidad lo invitan a un suicidio social.
En definitiva, también esto se asienta en el segundo punto de apoyo del trípode entendido razonablemente: la igualdad debe ser de oportunidades para adelantar el ser de cada uno, es decir, su existencia. No desaparecerán pobres y ricos ni las clases sociales, pero se trata de que cada habitante disponga de un mínimo de igualdad de oportunidades garantizado por alimentación, trabajo, salud, educación y seguridad, que permita que su esfuerzo para llegar a ser lo que quiera ser no deba llegar al límite de la heroicidad. No se pretende ninguna utopía de santidad de unos ni heroicidad de otros, pues por algo están los altares para los santos y los monumentos para los héroes. Sólo se aspira a una solidaridad elemental, básica, indispensable para la co-existencia, capaz de neutralizar las trampas del colonialismo o de sus agentes locales.
Los tres objetivos enunciados en el preámbulo de la Constitución de 1949 (soberanía política, independencia económica y justicia social) son interdependientes, pero su sustentabilidad en el tiempo dependerá también de que en lo social e institucional se logre el equilibrio del trípode de libertad, igualdad y fraternidad. Quienes entonaban la Marsellesa contra el justicialismo, se olvidaban que las mujeres que la cantaron en la Revolución Francesa estaban reclamando precisamente lo que en buena medida el peronismo había realizado. En especial la justicia social no consiste sólo en la incorporación económica de los más vulnerables, pues a la larga todo se derrumba cuando ésta no va acompañada por la incorporación subjetivamente solidaria de éstos, puesto que esa falla los deja expuestos a los cantos sirenaicos de los agentes locales y transnacionales de la exclusión colonial.
Más aún: cabe preguntarse si la incorporación económica agota la incorporación social o si, por el contrario, es sólo su presupuesto. Es perfectamente válido responder que sin una incorporación cultural solidaria, aunque medie incorporación económica, no hay una verdadera incorporación social, sino sólo la creación de una capa social vulnerable a la alienación de la ideología y de la creación de realidad única del totalitarismo en curso.
La tarea que se nos impone para el futuro es proyectar los modelos de Estados que, además de perfeccionar las instituciones y clausurar las grietas por donde penetran las tácticas totalitarias, defendiendo nuestras riquezas, economía, industria, recursos naturales, biodiversidad, medio ambiente, etc., asumiendo una institucionalidad que nos proteja del actual avance del Estado de policía, al mismo tiempo sea capaz de fomentar esta ética social solidaria, asentándose equilibradamente sobre el viejo y reiterado trípode de eterna vigencia popular, puesto que, cabe reiterar, fue el siempre reclamado por los pueblos en sus momentos de recalentamiento histórico.
Buenos Aires, 3 de enero de 2018
*Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires