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Fire Exit (o el sopapo de la derrota social)

La venganza del despedido, el odio del racista, la desesperación del marginado sexual o la simple locura son algunas de las motivaciones para explicar un fenómeno  norteamericano como el shooting. Pero hay algo más espeso y profundo arraigado en la relación tragedia y espectáculo. Algo de ese carácter espectacular, cinematográfico, de inmortalización por medio de diversas pantallas, resulta terriblemente atractivo para quien asesina y lo exhibe; pero no sólo para ellas. 

 

Por Sebastián Lalaurette*

 

Para La Tecl@ Eñe desde los Estados Unidos de Norteamérica

Uno ya sabía que estas cosas pasaban. La sorpresa es una cuestión de grado. Consiste en que pasan tanto, en que pasan tan seguido, y en que la aguja del debate nunca se mueve más allá de ciertos límites estrechos. Venir de la Argentina, que aún recuerda con horror a los tres muertos de Carmen de Patagones (2004), a los Estados Unidos, donde episodios similares ya forman parte de la habitualidad del ciclo noticioso, es probablemente la manifestación más violenta del choque cultural.

 

Hay una palabra, aquí, para describir a este tipo de hechos, en los que una persona (casi siempre un varón) irrumpe en un lugar determinado y la emprende a tiros contra los presentes, llevándose puestos a varios y a veces, pero no siempre, suicidándose luego. El término es shooting y su traducción castellana, “tiroteo”, no le hace justicia, no tiene la especificidad necesaria. El último shooting de difusión masiva ocurrió hace pocos días en Moneta, en el estado de Virginia, y tuvo características espectaculares, ya que ocurrió durante una transmisión en vivo de un canal de televisión. Las víctimas fueron Alison Parker y Adam Ward, reportera y camarógrafo, respectivamente, de la cadena WDBJ de Roanoke, y el victimario, un ex empleado del canal: Vester Flanagan, un hombre de 41 años que fue tomado por la cámara mientras disparaba y que antes de morir, al cabo de una de esas persecuciones cinematográficas que tanto fascinan a los nativos, subió a YouTube el video que mostraba lo que acababa de hacer.

 

Analizar las causas de estos arranques de violencia atroz es complicado y se choca con el orgullo nacional. Hasta el presidente, Barack Obama, debió sufrir las “correcciones” del caso cuando señaló, hace unas semanas, que “este tipo de violencia masiva” no ocurre con tanta frecuencia en otros países. Tenía razón, porque el shooting es un fenómeno típicamente (aunque no exclusivamente) estadounidense, pero la reacción de la opinión pública fue oponer argumentos, señalar a los países donde el terrorismo opera a diario, donde hay milicias civiles, matanzas a cargo de grupos paramilitares, atentados suicidas por motivos religiosos.

 

Nada de esto derriba la simple observación de Obama que la publicación satírica The Onion ya había abordado antes con un título genial: 'No hay manera de prevenir esto', dice la única nación en la que esto ocurre regularmente. El shooting no tiene las características del homicidio en ocasión de robo ni las de la guerra civil ni las del atentado terrorista. En cierto sentido es más aterrador, por más profundamente inexplicable. Un tribunal acaba de condenar a James Holmes a prisión perpetua más 3318 años de encierro por matar a doce personas y herir a otras setenta en un cine de Aurora, Colorado, a fines de 2012, tras rechazar una defensa por insania presentada por sus abogados. ¿Estaba en sus cabales también John Russell Houser, que a fines de julio mató a dos personas e hirió a otras nueve en un cine de Lafayette, en Louisiana? ¿Cuál es la explicación de estos hechos, sino la locura? ¿Qué explica el arranque de furia y la planificación cuidadosa del crimen contra un grupo de desconocidos? El odio del terrorista tiene raíces conocidas; se comprende el robo como móvil del homicidio; el crimen pasional es entendible aunque no se lo justifique. El shooting nos pone frente al horror de lo inexplicable, de lo gratuito.

 

O habría que decir, tal vez, gratuito en apariencia. No todos los shootings son igual de inexplicables. A Elliot Rodgers, que asesinó a seis personas en Isla Vista, California, el año pasado, y a George Sodini, que en 2009 masacró a tres mujeres en un gimnasio de Collier, en Pennsylvania, los movía la frustración sexual (así lo explicitaron ambos, el primero a través de YouTube, el segundo en su diario personal). El hombre que en junio de este año irrumpió en una iglesia de Charleston, en Carolina del Sur, y disparó contra la multitud, matando al pastor, a una senadora y a otras siete personas (se acusa a un joven llamado Dylann Roof), tenía claras motivaciones racistas. Y Flanagan, el asesino de la reportera y el camarógrafo, actuaba por venganza: él mismo había trabajado con ambos en la cadena y había sido despedido.

 

Toda explicación es, sin embargo, engañosa, y resulta descorazonador ver con qué velocidad la opinión pública procesa estos hechos para hallar rápidamente formas de exorcizarlos sin proceder a un cuestionamiento de fondo. La tragedia de Charleston terminó por convertirse en una cruzada contra la bandera de la Confederación y su función como símbolo de una etapa de segregación entre negros y blancos; la enseña fue bajada de lugares públicos, su exhibición pública considerada un acto de odio, y sin embargo nada se hizo para desterrar el racismo de base que opera aquí, en el sur de los Estados Unidos, donde decir “barrio negro” es lo mismo que decir “barrio pobre”, donde los trajes y vestidos lujosos son casi invariablemente vestidos por personas blancas y los locales de comida rápida y minimercados de estaciones de servicio son atendidos casi invariablemente por personas negras.

 

Decía al principio que la periódica irrupción del shooting nunca mueve el amperímetro del debate más allá de lo habitual. En el último caso impactante (uso este giro porque al parecer no fue el último, al menos según el sitio Mass Shooting Tracker que registra tres más en los últimos días, llevando la cuenta del año a un pasmoso 249), la discusión se centra, como suele ocurrir, en la disponibilidad de las armas de fuego y en qué hacer con ellas. El padre de la periodista asesinada se puso en campaña para promover mayores controles sobre la compra y posesión de armas de fuego, que parecen haber funcionado muy bien en Australia, donde una ley en ese sentido disminuyó dramáticamente la cantidad de homicidios en general y de shootings en particular.

 

La ley australiana fue aprobada tras una masacre ocurrida en 1996 y, según consigna la prensa, después de su puesta en vigor no volvieron a tener lugar hechos similares. Obama tomó el caso como ejemplo para el cambio que debería tener lugar en los Estados Unidos. Pero la resistencia local al gun control es tenaz, como lo mostraba Michael Moore hace años en su documental Bowling for Columbine, partiendo de un shooting escolar. En la película, un ya viejo y achacoso Charlton Heston es la cara visible de la NRA (National Rifle Association), que defiende el derecho de portar armas libremente como una facultad consagrada por la constitución. El padre de Alison Parker tomó a la NRA como adversaria, llamando “cobardes” a quienes no se atreven a enfrentar esa postura. Habrá que ver si el hombre logra que esta vez se aprueben controles más estrictos para las armas de fuego. Un usuario de la red social Reddit era escéptico: “Si no lo lograron después de que un loco matara a veinte chicos en una escuela, no lo van a lograr por dos reporteros”, señaló. Se refería, claro, a la lamentable masacre de Sandy Hook, una escuela primaria de Connecticut, donde una veintena de chicos y siete adultos murieron en un ataque perpetrado por un hombre armado, en diciembre de 2012.

 

No seré yo quien se oponga al desarme de la sociedad civil (cuanto antes ocurra, mejor), pero resulta frustrante la fijación del debate en este tema específico cuando difícilmente pueda considerarse la posesión o la disponibilidad del arma como la causa última del arranque de furia criminal. La venganza del despedido, el odio del racista, la desesperación del marginado sexual o la simple locura son motivaciones suficientemente al alcance del intelecto, pero hay algo más por debajo de todo eso, algo típicamente norteamericano en la decisión de hacer mutis por el foro a sangre y fuego, de insertar la tragedia en medio del espectáculo público (la misa, la película, la transmisión televisiva en vivo) y de lanzar un manifiesto por las redes sociales antes de salir a matar y morir. Algo en este carácter espectacular, cinematográfico, en esta inmortalización por medio de diversas pantallas, resulta terriblemente atractivo para estas personas, pero no sólo para ellas: se vive cada vez más para ser fotografiado, para ser filmado, cada vez se hace más catarsis en público en vez de en la conversación privada con el amigo o con el terapeuta. (Hay tanto para decir aquí, tanto...)

 

¿Puede un país periódicamente sacudido por el horror del shooting, un país donde niños y adultos mueren cada tanto a manos de un brote de odio impersonal, estar simultáneamente empeñado en delinear los límites de la indagación en las causas de lo que ocurre? ¿Puede ignorar tan decididamente que la vida real es influida, contaminada y formada por los valores simbólicos que circulan por las pantallas? ¿Puede pensar realmente que el discurso formal contra el odio y la violencia hacen mella en la realidad odiosa y violenta de todos los días? Mientras haya esta cerrazón habrá esta irrupción periódica, dolorosa, del shooter que resuelve una salida dramática, con fuego, con muerte, con la afirmación de una venganza más personal que política; no es la bandera, no es el arma, sino la figura del perdedor y su decisión de convertir la derrota en una inútil victoria, un sopapo a la sociedad que, una vez más, se quedará corta.

 

 

Estados Unidos de Norteamérica, 30 de agosto de 2015

 

*Periodista y escritor

 

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