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La idiotez

En el pensamiento de un estadounidense está profundamente arraigada la idea de que tanto los individuos como los pueblos son artífices exclusivos de su propio destino, y de allí se desprenden modos de ver la realidad. Este es el modo de vivir y respirar en el Imperio.

 

Por Sebastián Lalaurette*

 

(desde los Estados Unidos de Norteamérica, para La Tecl@ Eñe)

“So you’re from Argentina? And your president is that woman named Cristina?”
 

El tipo tendrá unos cuarenta y cinco años, ponele, y está sentado a la barra del pub con una bebida suave de esas que toman acá. Entablamos diálogo porque mostró curiosidad por el fernet con coca que me pedí (demasiado suave también, a decir verdad) y acabo de dárselo para que pruebe un trago. Le digo que sí, que la presidenta de mi país es esa mujer llamada Cristina.
 

“Well, let me tell you: she’s a fucking idiot!”
 

Esto lo dice él, no yo. Y me cae un poco mal, o bastante. Debería estar acostumbrado a que todo el mundo vocifere sus opiniones sobre cuestiones políticas o económicas de las que poco entiende (también lo hacemos en la Argentina, después de todo), pero me llama la atención la descortesía de emitir ese juicio tajante sin averiguar primero cuál es mi propia opinión o posible filiación política.
 

Trato de explicarle que la situación de la Argentina no es tal como la cuentan aquí los medios, que lo que llega a los Estados Unidos es siempre una versión simplificada y filtrada de la realidad compleja de cualquier país. Trato de explicarle que Argentina y Venezuela transitan avatares diferentes y que hay divergencias importantes no sólo en la coyuntura económica de ambas naciones, sino también en la postura ideológica y estratégica de sus dirigentes. Pero no parece dispuesto a aceptar esto, esta al fin y al cabo devaluación de sus opiniones (por cuestionamiento de la base que las sustenta).
 

Así que ni siquiera intento desarrollar el otro punto, que es más complejo e importante, y que básicamente consiste en que los gobernantes de los países raramente son idiotas; que las decisiones que toman pueden ser cuestionables, desacertadas, ciegas o estúpidas en ocasiones, pero que siempre se toman en un contexto, en el marco de cierto espectro de posibilidades, con objetivos de incierto cumplimiento porque nadie conoce el futuro y las variables involucradas son demasiado numerosas... En fin, que la política es difícil, que hasta las mentes más brillantes pueden cosechar fracasos rotundos una vez metidas en el barro de la historia, y que concluir que una presidenta es idiota por las marcas ideológicas o estratégicas de su gobierno es una visión simplista de la realidad.
 

Lo dejo estar porque no quiero terminar a las piñas en un pub estadounidense en la noche de Halloween. No me agarraría a las piñas con alguien por decir que la presidenta de mi país es una idiota, ya que ser blanco de insultos variopintos es un gaje del oficio de todo gobernante; ni por atacar mi postura política, que en todo caso no es ni K ni anti K. Sí creo que terminaría a las trompadas si me pusiera firme en la idea de que mejor que hablar de lo que uno no tiene idea es callarse, y el otro no quisiera atender razones. No quiero terminar así porque es Halloween y hace unos minutos, en un Starbucks, acabo de ver a un tipo con máscara de Michael Myers y un machete de verdad. Y también porque lo que me deprime no es el consabido fenómeno de la simplificación de los fenómenos complejos por parte de los medios (sobre todo la televisión, pero no solamente). No, no es eso.
 

Lo que me deprime de todo el asunto es comprobar una vez más lo lejos que los estadounidenses de a pie están de comprender y considerar la importancia que las decisiones de su gobierno tienen en el resto del mundo. En estos mismos momentos hay campaña electoral por la presidencia (las primarias arrancan muy temprano aquí y son por distritos, un proceso que lleva mucho tiempo) y la única consideración que en general se tiene a cuestiones internacionales tiene que ver con las amenazas directas que otros países pueden representar para éste: el avance de China como competidor comercial y en términos de empleos, el terrorismo islámico, la inmigración desde México y otros países y poco más. El resto del mundo queda reducido a unas pocas simplificaciones caricaturescas. Toda América Latina, en particular, es definida como una región de gobiernos corruptos cuya venalidad ha arrastrado a la gente a la pobreza. Por eso Venezuela (país al que la condición de vendedor de petróleo le garantiza la atención continuada desde aquí) "es lo mismo" que Argentina, Brasil o Colombia. Se hace una excepción con Buenos Aires, ciudad que gusta a todos porque parece europea.


He intentado alguna vez, antes de venirme para acá, presentar el argumento de que en el voto de un estadounidense no entran o no deberían entrar en juego sólo cuestiones domésticas, sino que la condición de potencia mundial debería llevar a los norteamericanos, a todos, a prestar más atención a las diversas formas de influencia que su nación tiene en el resto del mundo, a intentar conocer los problemas de otros países con cierta profundidad y a considerar estos factores en el momento del voto. Fracasé estrepitosamente. En el pensamiento de un estadounidense está profundamente arraigada la idea de que tanto los individuos como los pueblos son artífices exclusivos de su propio destino, y de allí se desprenden modos de ver la realidad que a un extranjero como yo le pueden resultar extraños. Haber nacido en la pobreza o en el seno de una familia rica es típicamente visto como un factor de poca consecuencia en el éxito personal, ya que el principal componente de este éxito es el esfuerzo individual, el empuje y la inventiva del self-made man; las debacles económicas de los países se deben exclusivamente a las acciones de sus gobiernos; etc. De ahí que la corrupción, ese fenómeno de las personas, relacionado con los intereses individuales y no colectivos, sea visto como el gran problema de América Latina, y la recurrencia del terrorismo islámico, por ejemplo, se atribuya puramente al fanatismo religioso de quienes "odian la libertad" de que se goza aquí.
 

Y permítaseme atajar una objeción posible: no se trata de comodidad. No es el simple desinterés por informarse y tener en cuenta los problemas de los otros como modo de conservar el propio confort. Esta visión de raíz individualista es de todo menos confortable. Miles, no, millones de estadounidenses que han quedado al borde del bienestar, hundidos en deudas impagables y en trabajos precarios, con crisis de crédito y sometidos al arbitrio de empresas privadas que inventan tarifas y cargos con impunidad, enfrentados a abultadas facturas de hospitales emitidas en momentos en que la alternativa era negarse al envío de la ambulancia, se dicen una y otra vez que el fracaso es su propia culpa, que sólo es cuestión de esforzarse más, de trabajar más duro, de no dejarse estar y tomar las riendas de su destino. Y que la riqueza está a la vuelta de la esquina.
 

Ni Cristina es idiota ni lo son ellos. Es la ideología cristalizada en corrientes de pensamiento hegemónicas, en el sentido de Gramsci y no en la parodia de 6 7 8. Es el modo de vivir y respirar en el Imperio. El culto de la libertad es su propio castigo.

 

Estados Unidos, 15 de noviembre de 2015

 

*Periodista

 

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