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Premonición, memoria genética y vida emancipada.

 

 

La vida de Guido-Ignacio tiene un guión o un paréntesis gramatical puesto hacia un lado u otro de sus nombres, que son los dos hemisferios de su biografía. Su vida no será –y decimos esto por la lucidez que percibimos en la histórica Conferencia de Prensa- una entidad vital definida por el Estado que junto a su familia verdadera ha acompañado su búsqueda, ni definida al margen de una formidable tensión donde estará en juego no solo la verdad biológica, forma calculable de la verdad histórica, sino la verdad histórica, que a su vez consiste en la forma incalculable de la verdad biológica.

 

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

No es fácil describir la situación y sin embargo, es comprensible en toda la extensión de su prístina complejidad. Los niños  nacidos en cautiverio –la detención clandestina de sus padres, en cárceles secretas del Estado de las cuales desaparecían por las diversas tecnologías del terror imperante- eran entregados a otras familias en cumplimiento de variados fines, relacionados con la consumación misma de ese estado de terror. Su última pieza, la cresta póstuma luego de la desaparición de sus padres, era el desvío de la identidad biológica bajo el auspicio de terribles justificaciones. Eran todas fundadas en el refinamiento máximo del terror: el cambio de identidad y abandono de la condición bajo la cual hubieran nacido -el nombre paterno y materno- a fin de producir un cese final en lo que se pensaba que era la condición del militante llamado “subversivo”.

 

El paso postrero de la operación de interrupción de la vida –anulación del nombre de los padres- era el de la producción apócrifa del nombre del hijo. La hipótesis que guiaba esta magna cacería era la de torcer una vida de raíz, torturando simbólicamente su nombre verdadero, el nombre que hubiera tenido, y situar a esas vidas en su misma natalidad primera, en la condición “salvadora” de niños “no terroristas”. La idea de esa “redención” se sostenía en que otra crianza, otra familia, otro ambiente doméstico, otra vida, completaba la tarea de ablución existencial de los “genes” de la militancia revolucionaria, siendo esta concepción “genetista” la base de un pensamiento reaccionario en estado arquetípico, vinculándose en él, el circuito que iba desde las Fuerzas Armadas hasta las “nuevas familias”, con eslabones bio-políticos instalados en complicidades médicas, religiosas y políticas. Un canal de traslado podía ser descripto con la cadena Fuerzas armadas, Iglesia, Sociedad Rural, “nuevo orden familiar”.

 

Ahí percibimos toda una teoría de la historia y de la vida. Lo que no previeron no solo fue la existencia de entidades como Abuelas o Madres –que así restituían el verdadero orden familiar a través de una idea de memoria y justicia que se complementaba con la verdad, tal como en el pensamiento antiguo se complementaban verdad, belleza y templanza-, sino que llegada a cierta edad de los niños arrebatados, se abriría paso con distintas consecuencias y procederes, la pregunta del “quien soy”.

Esa pregunta se presentaba con las máximas dificultades existentes, pues también el “quien soy”, era la vida transcurrida bajo una identidad falsa y discordante, al mismo tiempo que no sabida. Es  así que en los muchos jóvenes que se abrieron a la reflexión en relación a éste camino, porciones vitales de la antigua identidad, chocaban con el amanecer esperanzado de la nueva. No hubo ni hay una única reacción al respecto. Los que tenían que realizar este doloroso itinerario lo hacían en medio de dudas tormentosas y cuestionamientos de gran penosidad y valentía. Nunca es fácil confrontar segmentos autobiográficos en los se escinden los senderos, como en los grandes folletines sobre el cambio de nombre o de destino en el nacimiento: así es en Edipo, o en los relatos tomados de la representación del “príncipe mendigo”, las vidas contrastadas de la misma persona, una real y no querida, sobre quienes eran sus padres verdaderos, y otra irreal en el nombre, pero apócrifamente real en los dotes de la crianza.

 

El tema de Guido (Ignacio) contiene los emblemas más dramáticos de este complejo vital.  La conferencia de prensa que dio junto  su abuela Estela Carlotto fue un registro estremecedor de las posibilidades y trances existenciales que se deben sobrellevar en esta tragedia familiar, social y estatal. Ya el hecho de continuar aceptando el nombre de su partícula autobiográfica hasta hace algunos días, introduce un tema de estremecedora significación. El hecho de que Ignacio (Guido) haya dicho que consideraba éste primer nombre como suyo propio, y entonces válido, no le impidió utilizar la excepcional fórmula de que Guido era el nombre con el que estaba siendo esperado, la verdad que estaba a su espera. Representaba así el hecho conmovedor de una suerte de segundo nacimiento, que no habilita a pensar tonterías sobre su opción política (y nominativa) sino a caracterizar su lucidez y prudencia. Con lo cual se presentaba el tema del presentimiento de un nombre en el otro, pues Guido, se sabía, era el nombre puesto por su madre Laura Carlotto, pocos días después desaparecida. Nombre familiar estricto. Así se llamaba también su abuelo biológico y uno de sus tíos. La Presidenta lo llamó Guido-Ignacio en sus mensajes, marcando la prerrogativa de su nombre primigenio y una decisión legal-estatal al respecto.  La prensa cercana a la Abuela Estela, pone Guido en primer lugar e Ignacio entre paréntesis, y el insidioso diario La Nación, pone Ignacio en primer lugar y el paréntesis le está reservado a Guido. ¿Qué significa  esto? Es apenas una sutileza que se adopta para disminuir uno u otro sector de la historia nacional en el que la sola experiencia nominativa de Guido induce a plantear nada menos que en términos renovados la crítica a aquel Estado represivo e incautador de vidas. Revelando, así, la dimensión más trágica de su existencia y su capacidad de pensar lo acontecido con el vocablo felicidad. La cuestión del nombre feliz es un tema cuyo alcance tiene ahora mayor relevancia, tanta como fue sutil la forma en que el propio interesado se apropió de él –puesto que es el único que puede hacerlo- dando un sonoro veredicto de emancipación y respeto por la vida.

             

Su mención y acaso preferencia por Ignacio es justa, y no menos justa en llamar “verdad” a su nombre Guido, pues bajo el primero vivió una feliz experiencia artística, y bajo el segundo vive una práctica inédita de reencuentro con quienes lo esperaban, como se espera un bebé en la cuna. Estado, Familia y Persona aparecen aquí en todo su entrelazamiento singular, para definir la vida de un individuo, en su verdad biológica, documental y denominativa. Introducido el problema de su nombre, anteponiendo uno u otro, puesto que él mismo utilizó los dos –sin más, en un rasgo de gran apertura al abismo de la vida de un gran carácter ético- debía él situar su propio destino en la familia que lo crió desde los primeros días de su nacimiento en un hospital militar, aludiendo a lo que era en ese ambiente que lo angustiaba una premonición. Más específicamente, la llamó “memoria genética”, con lo cual introdujo un tema de honda significación. La confirmación de su identidad verdadera ocurrió por medio de una prueba de ADN, que es el modo con que la ciencia biológica interviene en una tragedia histórica. Si uno lee las largas páginas que dedica Proust al parecido de los rostros, podrá percibir hasta qué punto la intuición estética estaba en la sociedad anterior a este tipo de pruebas, justo en el lugar en que hoy colocamos al examen de certeza biológica por la vía de esa marca que proveen las “instrucciones genéticas”. El código napoleónico, que no permitía la búsqueda o investigación de la identidad, era la causa, según Marx, de que el sobrino del propio Napoleón simulara serlo sin certezas suficientes.

        

Lo que el ADN confirma por el lazo biológico, Guido-Ignacio lo propuso como parte de una intuición artística, mostrando que la cuestión se ha vuelto –si se quiere- más fácil científicamente y más difícil históricamente.  Sentirse destinado a la música o a ciertos pensamiento políticos renovadores, en un ambiente familiar que no lo predisponía para ello, es el ejemplo que le servía para anudar a Ignacio con Guido. Ejemplo emocionante, al que solo la bella conmoción personal le da validez, sin que pueda decirse que lo que ha llamado memoria genética, si no es un tema de exclusivos alcances científicos, pueda reemplazar acabadamente en el mundo cultural, la memoria como acto de promoción de un legado colectivo o familiar, que se entresueña de distintas maneras: a través de frases sueltas, ciertas metáforas incompletas, lugares vacíos en el lenguaje, zonas oscuras del relato familiar, vacilaciones en el uso de la temperatura social de ciertas palabras amorosas. Nunca opera acabadamente lo que llamaríamos un determinismo ambiental.

Lo que llamamos intuición, con justo talante descriptivo, puede ser entonces una de las formas más abarcadoras de la razón reconstructiva de una biografía.  La vida de Guido-Ignacio tiene un guión o un paréntesis gramatical puesto hacia un lado u otro de sus nombres, que son los dos hemisferios de su biografía. Su vida no será –y decimos esto por la lucidez que percibimos en la histórica Conferencia de Prensa- una entidad vital definida por el Estado que junto a su familia verdadera ha acompañado su búsqueda, ni definida al margen de una formidable tensión donde estará en juego no solo la verdad biológica, forma calculable de la verdad histórica, sino la verdad histórica, que a su vez consiste en la forma incalculable de la verdad biológica. Vivir, ha comprendido, es la presencia o la puesta entre paréntesis de los propios paréntesis o guiones. Esa comprensión, cuyos finos hilos demostró en su conversación feliz y al mismo tiempo versada, hace a la excepcionalidad e importancia colectiva que reviste su caso. Es cierto que una vida no es un “caso” y no menos cierto es lo que todos sabemos sobre lo difícil que es cargar con un símbolo inesperado,  pero el saber solo es sabiduría cuando esos momentos inesperados ocurren, y luego, mirándolos retrospectivamente, los ponemos a nuestra disposición como una agraciada premonición. El vivir premonitorio es tan sugestivo como el vivir en la verdad del nombre. Pero para nadie esa búsqueda del nombre cesa; una vez encontrado el propio, como lo hizo Guido, viene la ebullición artística de seguir pensando nuestros nombres ficcionales, de seguir pensado a Ignacio, reapropiándoselos al apropiador. En ello recae el secreto evidente del vivir, cuando un acto de emancipación se entromete como una centella en nuestras vidas. Algo se ha cicatrizado. Pero cicatrizar no es reconciliar.

 

*Director de la Biblioteca Nacional. Sociólogo y ensayista 

 

 

 

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